El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Michael era el que estaba preocupado por la bruja. A la mañana siguiente confesó que había tenido pesadillas durante toda la noche. Soñó que entraba por todas las puertas del castillo a la vez.

—¿Dónde está Howl? —preguntó nervioso.

Howl había salido muy temprano, dejando el cuarto de baño cargado del vaho perfumado, como siempre. No se había llevado la guitarra y el taco de madera estaba girado hacia el verde. Ni siquiera Calcifer lo sabía.

—No le abráis la puerta a nadie —dijo Calcifer—. La bruja conoce todas las entradas, excepto la de Porthaven.

Aquello alarmó tanto a Michael que cogió unos tablones del patio y los apuntaló formando una cruz sobre la puerta. Luego se puso a trabajar por fin en el conjuro que le había devuelto a la señorita Angorian.

Media hora más tarde el pomo se giró solo con el negro hacia abajo. La puerta se puso a temblar. Michael se agarró a Sophie.

—No tengas miedo —le dijo tembloroso—. Yo te protegeré.

La puerta se sacudió violentamente durante unos minutos. Y luego se detuvo. Michael soltó a Sophie con gran alivio cuando se oyó una violenta explosión. Los tablones cayeron al suelo. Calcifer se retiró hacia el fondo del hogar y Michael se escondió en el armario de la limpieza, dejando a Sophie sola cuando se abrió la puerta y Howl entró hecho una furia.

—¡Esto es demasiado, Sophie! —dijo—. Yo también vivo aquí.

Estaba empapado. El traje gris y escarlata estaba blanco y marrón. Las mangas y las puntas de su cabello goteaban agua.

Sophie miró el taco, que seguía apuntando hacia el negro. «La señorita Angorian», pensó. «Y ha ido a verla con el traje encantado.»

—¿Dónde has estado? —preguntó.

Howl estornudó.

—Plantado en la lluvia. No es asunto tuyo —dijo con voz ronca—. ¿Para qué eran esos tablones?

—Los he puesto yo —dijo Michael, mientras se deslizaba fuera del armario—. La bruja…

—Ya veo que crees que no sé lo que me hago —dijo Howl irritado—. Tengo puestos tantos conjuros de pérdida que la ma­yoría de la gente no nos encontraría nunca. Incluso a la bruja le calculo tres días. Calcifer, necesito beber algo caliente.

Calcifer estaba otra vez muy alto entre sus troncos, pero en cuanto Howl se acercó a la chimenea, se escondió de nuevo.

—¡No te acerques así! ¡Estás mojado! —siseó.

—Sophie —suplicó Howl.

Sophie se cruzó de brazos sin piedad.

—¿Y qué pasa con Lettie? —preguntó.

—Estoy calado hasta los huesos —dijo Howl—. Tengo que beber algo caliente.

—Y yo he dicho, ¿qué pasa con Lettie Hatter? —insistió Sophie.

—¡Olvídalo! —dijo Howl. Se sacudió. El agua cayó for­mando un perfecto círculo a su alrededor. Howl salió de él con el pelo perfectamente seco y el traje gris y escarlata sin rastro de humedad, y fue a buscar la sartén—. El mundo está lleno de mujeres sin corazón, Michael. Puedo nombrar a tres sin tener que pensar ni un segundo.

—¿Y una de ellas es la señorita Angorian? —preguntó Sophie.

Howl no contestó. Ignoró a Sophie majestuosamente du­rante el resto de la mañana mientras discutía con Michael y Calcifer sobre cómo mover el castillo. Howl iba a huir de verdad, justo como ella le había advertido al Rey; o al menos eso pensaba Sophie mientras cosía más triángulos del traje azul y plateado. Sabía que tenía que hacer que Howl se qui­tara el gris y escarlata lo antes posible.

—No creo que haga falta mover la entrada de Porthaven —dijo Howl. Conjuró un pañuelo de la nada y se sonó la nariz con un berrido tal que Calcifer flameó incómodo—. Pero quiero que el castillo viajero esté bien lejos de cualquier sito donde haya estado antes y hay que cerrar la entrada de Kingsbury.

En ese momento alguien llamó a la puerta. Sophie notó que Howl se sobresaltaba y miraba alrededor tan preocupado como Michael. Ninguno de los dos respondió. «¡Cobarde!», pensó Sophie con desprecio. Se preguntó por qué se habría tomado tantas molestias por él el día anterior. «¡Debo de ha­berme vuelto loca!», murmuró dirigiéndose al traje azul y plateado.

—¿Y qué hay de la entrada del negro? —preguntó Michael cuando la persona que llamaba pareció haberse ido.

—Esa se queda —dijo Howl, y se conjuró otro pañuelo con una fioritura final.

«¡Claro!», pensó Sophie, «porque ese color lleva a la se­ñorita Angorian. ¡Pobre Lettie!».

A media mañana Howl conjuraba los pañuelos de dos en dos y de tres en tres. En realidad Sophie vio que eran cua­drados de papel esponjoso. No paraba de estornudar. La voz se le iba volviendo cada vez más ronca. Al poco tiempo con­juraba los pañuelos de dos en dos y de tres en tres. Las cenizas de los que ya estaban usados se amontonaban alrededor de Calcifer.

—¡Por qué será que siempre que voy a Gales vuelvo con un resfriado! —gimió Howl, y se conjuró un montón de pa­ñuelos a la vez.

Sophie rebufó.

—¿Has dicho algo? —preguntó Howl con voz cascada.

—No, pero estoy pensando que la gente que huye de todo se merece todos los catarros que pueda pillar —contestó So­phie—. La gente que ha sido nombrada por el Rey para hacer algo y sale a cortejar bajo la lluvia en vez de cumplir con su misión es la única culpable de sus males.

—Tú no sabes todo lo que yo hago, Doña Moralista —re­plicó Howl—. ¿Quieres que te escriba una lista antes de salir la próxima vez? He buscado al príncipe Justin. Cortejar no es mi única ocupación cuando salgo.

—¿Y cuándo lo has buscado? —dijo Sophie.

—¡Mira cómo se te mueven las orejas y se te arruga la nariz! —exclamó Howl con voz enronquecida—. Lo busqué en cuanto desapareció, por supuesto. Tenía curiosidad por saber qué estaba haciendo el príncipe Justin por aquí, cuando todo el mundo sabía que Suliman había ido al Páramo. Creo que alguien debió de haberle vendido un conjuro de búsqueda falso, porque fue inmediatamente al valle de Folding y com­pró otro de la señora Fairfax. Y ese también lo envió hacia aquí, naturalmente. Se detuvo en el castillo y Michael le ven­dió otro conjuro de búsqueda y uno de ocultamiento…

Michael se llevó la mano a la boca.

—¿Ese hombre con el uniforme verde era el príncipe Justin?

—Sí, pero no lo mencioné antes —dijo Howl— por si acaso el Rey pensaba que deberías haber tomado la precaución de venderle otro conjuro falso. Mi conciencia me impidió decir nada. Conciencia. Apunta esa palabra, Doña Metomentodo. Mi conciencia.

Howl conjuró otro montón de pañuelos y miró a Sophie echando chispas por encima de ellos con unos ojos que ahora estaban enrojecidos y acuosos. Luego se levantó.

—Me encuentro mal —anunció—. Me voy a la cama, donde puede que me muera. Y, por favor, enterradme junto a la señora Pentstemmon —y subió las escaleras penosamente mien­tras gemía.

Sophie se puso a coser con más empeño que nunca. Ahora era su oportunidad de quitarle a Howl el traje gris y escarlata antes de que causara más daño al corazón de la señorita Angorian. Claro, eso siempre que Howl no se acostara vestido, cosa que tampoco le extrañaría. Así pues Howl debía de ir buscando al príncipe Justin cuando fue a Upper Folding y conoció a Lettie. «¡Pobre Lettie!», pensó Sophie mientras cosía con puntadas diminutas y certeras su triángulo azul número cincuenta y siete. Solo le quedaban unos cuarenta triángulos.

—¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Me voy a morir aquí abandonado!

Sophie rebufó. Michael dejó de trabajar en su nuevo con­juro y subió corriendo. El ambiente se volvió muy tenso. En el tiempo en que Sophie tardó en coser diez triángulos azules más, Michael subió corriendo con miel y limón, un libro, un mejunje para el catarro, una cuchara para tomarlo y luego con gotas para la nariz, pastillas para la garganta, una pluma, papel, tres libros más y una infusión de corteza de sauce. Además, no dejaban de llamar a la puerta, sobresaltando a Sophie y a Calcifer, que flameaba inquieto. Como nadie abría la puerta, algunos seguían golpeando durante unos cinco mi­nutos, adivinando que en realidad Howl los estaban ignorando.

Para entonces Sophie estaba muy preocupada por el traje plateado y azul. Cada vez se hacía más pequeño. Era impo­sible coser tantos triángulos sin comerse bastante material en las costuras.

—Michael —lo llamó cuando este bajó corriendo las es­caleras porque a Howl se le había antojado un sandwich de beicon para comer—. Michael, ¿hay alguna manera de agrandar la ropa pequeña?

—Sí —dijo Michael—. Precisamente ese es mi nuevo con­juro, si es que tengo un momento para trabajar en él. Quiere seis lonchas de beicon para el bocadillo. ¿Podrías pedírselo a Calcifer?

—Te daré los recortes si agachas la cabeza —le dijo Sophie, dejando la costura a un lado. Era más fácil sobornar a Calcifer que obligarle a hacer algo.

Comieron bocadillos de beicon, pero Michael tuvo que su­bir cuando se estaba comiendo el suyo. Bajó con la noticia de que Howl quería que fuese a Market Chipping para conseguir varios ingredientes que necesitaba para mover el castillo.

—Pero la bruja… ¿No hay peligro? —preguntó Sophie.

Michael se chupó la grasa del beicon de los dedos, se metió en el armario de las escobas y salió con una de las polvorientas capas de terciopelo sobre los hombros. En reali­dad, la persona que salió con el abrigo era un hombretón con barba pelirroja. Esa persona se chupó los dedos y dijo con la voz de Michael:

—Howl cree que estaré a salvo con esto. Además de un disfraz, lleva un conjuro para confundir. Me pregunto si Lettie me reconocerá.

El hombre fortachón abrió la puerta con el pomo apun­tando hacia el verde y saltó hacia la colina que se movía con lentitud.

Se hizo la paz. Calcifer se aposentó y chisporroteó. Al parecer, Howl se había dado cuenta de que Sophie no iba a correr de un lado a otro haciéndole recados. Arriba reinaba el silencio. Sophie se levantó y avanzó cojeando cautelosa­mente hacia el armario de las escobas. Aquella era su oportunidad para ir a ver a Lettie. Seguro que se sentía fatal. Sophie estaba segura de que Howl no la había vuelto a ver desde aquel día en el huerto. Tal vez se consolara al saber que sus sentimientos se debían al traje encantado. De todas formas, tenía que decírselo.

Las botas de siete leguas no estaban allí. Al principio no podía creerlo. Miró por todas partes, pero allí no había más que cubos, escobas y la otra capa de terciopelo.

—¡Qué tipo más insoportable! —exclamó Sophie. Era evi­dente que Howl había querido asegurarse de que no volvía a seguirlo.

Estaba colocando todo en su sitio cuando alguien llamó a la puerta. Sophie, como siempre, se sobresaltó y esperó a que se marcharan. Pero esta persona parecía más decidida que la mayoría. Quien quiera que fuese, siguió llamando, o tal vez lanzándose contra la puerta, porque el sonido se parecía más a un golpe que a una llamada con los nudillos. Al cabo de cinco minutos la puerta seguía sonando.

Sophie miró a las inquietas chispas verdes, que era lo úni­co que se veía de Calcifer.

—¿Es la bruja?

—No —dijo Calcifer desde debajo de sus troncos—. Es la puerta del castillo. Alguien debe de ir corriendo a nuestro lado. Vamos muy rápido.

—¿Es el espantapájaros? —peguntó Sophie, cuyo pecho tembló con solo pensarlo.

—Es de carne y hueso —dijo Calcifer. Su rostro azul vol­vió a asomarse por la chimenea con expresión desorientada—. No sé lo que es, pero tiene muchas ganas de entrar. Creo que no tiene malas intenciones.

Como los golpes no cesaban y Sophie se sentía cada vez más irritada, decidió abrir la puerta y terminar de una vez. Además, le picaba la curiosidad. Todavía tenía en la mano la segunda capa de terciopelo que había sacado del armario y se la echó sobre los hombros mientras se acercaba a la puerta. Calcifer la miró. Entonces, por primera vez desde que lo co­nocía, agachó la cabeza voluntariamente. Debajo de las llamas verdes y rizadas se oyeron grandes carcajadas secas. Pregun­tándose en qué la habría convertido la capa, Sophie abrió la puerta.