El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

CAPÍTULO 13.

“En el que Sophie ensucia el nombre de Howl”

Cuando llegó al Palacio, Sophie volvió a sentirse mal. Sus muchas cúpulas doradas la cegaban. Para llegar a la entrada principal había que subir una enorme es­calinata, donde un soldado con uniforme escarlata montaba guardia cada seis escalones. Los pobres muchachos debían es­tar a punto de desmayarse con el calor, pensó Sophie mientras pasaba resoplando junto a ellos.

Al final de los escalones había arcos, salones, corredores, vestíbulos, uno detrás de otro. Sophie perdió la cuenta. En cada arcada una persona espléndidamente vestida, con guantes, que de algún modo seguían blancos a pesar del calor, le pre­guntaba qué la traía por allí y luego la conducían hasta la siguiente persona en la siguiente arcada.

—¡La señora Pendragon para ver al Rey! —resonaba la voz de cada uno por los pasillos.

Aproximadamente a mitad de camino separaron a Howl educadamente y le pidieron que esperara. A Michael y a So­phie los siguieron escoltando de una puerta a otra. Los lle­varon al piso superior, donde los lacayos pasaron a estar es­pléndidamente vestidos de azul en lugar de rojo, y fueron escoltados hasta llegar a una antesala recubierta de paneles de madera de cien colores distintos. Allí apartaron también a Michael y le pidieron que esperara. Sophie, que para entonces no estaba segura de si estaba inmersa en un sueño extraño, fue conducida a través de unas puertas enormes, y esta vez la voz resonante anunció:

—Su Majestad, la señora Pendragon ha venido a verle.

Y allí estaba el Rey, no en un trono sino sentado en una silla cuadrada que tenía como único adorno una hoja dorada, en el medio de una gran sala, vestido con mucha más mo­destia que sus sirvientes. Estaba totalmente solo, como una
persona normal. Es cierto que estaba sentado con una pierna extendida en un ademán más bien real, y que era atractivo de una forma regordeta y un tanto vaga, pero a Sophie le pareció demasiado joven y un poco demasiado orgulloso para
ser el Rey. Sentía que, con aquella cara, debía de sentirse menos seguro de sí mismo. El Rey le dijo:

—Y bien, ¿para qué quiere verme la madre del mago Howl?

Y Sophie se sintió de repente sobrecogida de estar hablan­ do con el Rey. Era como si el hombre que estaba allí sentado y el cargo tan importante que suponía reinar fueran dos cosas distintas que por casualidad ocuparan la misma silla. Y se dio cuenta de que no recordaba ni una sola palabra de todas las cosas estudiadas que Howl le había encargado decir. Pero tenía que decir algo.

—Me ha enviado para anunciarle que no va a ir a buscar a su hermano, Su Majestad.

Miró al Rey fijamente. El monarca le devolvió la mirada. Aquello era un desastre.

—¿Está segura? —preguntó el Rey—. El Mago parecía muy dispuesto cuando hablé con él.

Lo único que Sophie tenía en la cabeza era que había venido a ensuciar el hombre de Howl, así que añadió:

—Mintió. No quería molestarle. Es tan escurridizo como una anguila, si sabe a lo que me refiero, Su Majestad.

—Y espera escabullirse sin tener que buscar a mi hermano Justin —dijo el Rey—. Comprendo. ¿Por qué no se sienta, ya que veo que no es tan joven, y me cuenta las razones del Mago?

Bastante lejos del Rey había otra silla corriente. Sophie se acercó hasta ella renqueante y se sentó con las manos apoyadas en su bastón, como la señora Pentstemmon, esperando sentirse mejor así. Pero su mente seguía completamente en blanco por los nervios. Lo único que se le ocurrió fue:

—Solo un cobarde enviaría a su anciana madre a suplicar en su lugar. Con eso Su Majestad se puede dar cuenta del tipo de persona que es.

—Es una idea inusual —concedió el Rey con gravedad—. Pero le dije que le recompensaría con creces si aceptaba.

—Ah, el dinero no le importa —dijo Sophie—. Pero la bruja del Páramo le causa terror. Le ha puesto una maldición.

—Entonces tiene motivos para estar asustado —dijo el Rey con un ligero escalofrío—. Pero cuénteme más sobre el Mago, por favor.

«¿Más sobre Howl?», pensó Sophie desesperadamente. «¡Tengo que ensuciar su nombre!». Tenía la mente tan vacía que por un momento le pareció que Howl no tenía ningún defecto. «¡Qué estupidez!».

—Pues es inconstante, atolondrado, egoísta e histérico —dijo—. La mitad de las veces me parece que no le importa qué les pase a los demás, siempre que no le afecta a él, pero luego descubro que ha sido de lo más considerado con alguien. Después me da la impresión de que solo se porta bien cuando le conviene, pero entonces me entero de que cobra de menos a los pobres. No sé, Su Majestad, es un lío.

—A mí me da la impresión —dijo el Rey— de que Howl es un truhán sin principios, escurridizo, con un pico de oro y muy listo. ¿Está de acuerdo?

—¡Qué bien lo ha dicho! —dijo Sophie de corazón—. Pero se le ha olvidado mencionar lo presumido que es y…

Miró con desconfianza al Rey a través de los metros de alfombra. Parecía sorprendentemente dispuesto a ayudarle a ensuciar el nombre de Howl.

El Rey sonreía. Era la sonrisa ligeramente insegura que iba con la persona que era, más que con el Rey que debía ser.

—Gracias, señora Pendragon —dijo—. Su franqueza me ha quitado un peso de encima. El Mago accedió a buscar a mi hermano con tanta presteza que pensé que había elegido a la persona equivocada después de todo. Temí que fuera una persona incapaz de resistirse a alardear o que haría cualquier cosa por dinero. Pero usted me ha demostrado que es justamente el hombre que necesito.

—¡Ay, señor! —exclamó Sophie—. ¡Y él que me ha enviado a decirle justo lo contrario!
—Y eso es lo que ha hecho usted —dijo el Rey, acercando su silla un dedo hacia Sophie—. Permítame que sea igual de franco que usted. Señora Pendragon, necesito urgentemente que vuelva mi hermano. No es solo que le tenga cariño y que lamente la discusión que tuvimos. Ni siquiera es por que haya ciertas personas que murmuran que yo mismo lo despaché, lo cual cualquiera que nos conozca sabe que es una auténtica estupidez. No, señora Pendragon. La verdad es que mi her­mano Justin es un general brillante y ahora que Alta Norlandia y Estrangia están a punto de declararnos la guerra, no puedo prescindir de él. Y además, la bruja también me ha amenazado a mí. Ahora que todos los informes confirman que Justin se dirigió al Páramo, estoy seguro de que la bruja tenía intención de privarme de él cuando más lo necesitaba. Creo que se llevó al mago Suliman como cebo para capturar a Justin. De lo que se deduce que necesito a un mago inteligente y sin escrúpulos para recuperarlo.

—Howl saldrá corriendo —le advirtió Sophie al Rey.

—No —dijo el Rey—. No creo. Me lo dice el hecho de que la haya enviado a usted. Lo hizo para mostrarme que era demasiado cobarde como para que le importe lo que yo piense de él, ¿no es cierto, señora Pendragon?

Sophie asintió. Deseó poder recordar los sutiles comenta­rios de Howl. El Rey los hubiera entendido.

—No es una acción propia de un hombre vanidoso —dijo el Rey—. Pero nadie lo haría a no ser que fuese el último recurso, lo que me demuestra que el mago Howl hará lo que le pido si le dejo claro que su último recurso ha fallado.

—Yo creo que podría estar interpretando… esto… débiles insinuaciones donde no las hay, Su Majestad —dijo Sophie.

—A mí me parece que no —dijo el Rey con una sonrisa. Sus facciones ligeramente vagas se habían reafirmado. Estaba seguro de tener razón—. Señora Pendragon, dígale al mago Howl que a partir de ahora le nombro Mago Real, y es Nuestro Real Mandato que encuentre al príncipe Justin, vivo o muerto, antes de que termine el año. Ahora tiene permiso para irse.

Extendió la mano hacia Sophie, igual que había hecho la señora Pentstemmon, pero no tan majestuosamente. Sophie se levantó, sin saber si debía besarle la mano o no. Pero como de lo que de verdad tenía ganas era de levantar su bastón y pegarle al Rey con él en la cabeza, decidió estrecharle la mano y hacer una pequeña reverencia. Pareció ser lo correcto. El Rey le dirigió una sonrisa amistosa mientras ella se alejaba cojeando hacia las puertas.

—¡Maldición! —murmuró para sí. No solo había logrado exactamente lo que Howl quería evitar, sino que ahora tras­ladaría el castillo a mil millas de distancia. Lettie, Martha y Michael serían todos desgraciados y para colmo de males sin duda habría torrentes de fango verde—. Eso me pasa por ser la mayor —murmuró mientras empujaba las pesadas puertas—. ¡Así es imposible hacer nada bien!

Y además había otra cosa que había salido mal. Debido a su enfado y contrariedad, de alguna manera Sophie había sa­lido por la puerta que no era. Esta antesala estaba cubierta de espejos. En ellos vio su propia figura pequeña inclinada y renqueante vestida de gris, a mucha gente con el uniforme azul de la corte y otros con trajes tan finos como el de Gol; pero no vio a Michael, quien, naturalmente estaba esperando en la antesala recubierta de paneles de madera de cien tipos distintos.

—¡Maldita sea!

Uno de los cortesanos se acercó a toda prisa y se inclinó ante ella.

—¡Señora Hechicera! ¿En qué puedo servirla?

Era un joven muy bajito, con los ojos enrojecidos. Sophie lo miró fijamente.

—¡Cielo santo! —exclamó Sophie—. ¡Así que el conjuro fun­cionó!

—Pues sí —dijo el pequeño cortesano ligeramente avergon­zado—. Le desarmé mientras estornudaba y ahora me ha puesto un pleito. Pero lo más importante es que… —su rostro se ilu­minó con una gran sonrisa— … es que ¡mi querida Jane ha regresado conmigo! Ahora, ¿en qué puedo servirle? Me siento responsable de su felicidad.

—No estoy segura de que no sea al revés —dijo Sophie—. ¿No serás por casualidad el Conde de Catterack?

—A su servicio —dijo el pequeño cortesano, con una re­verencia.

¡Jane Farrier debía de sacarle una cabeza!, pensó Sophie. Es culpa mía, está claro.

—Sí, puedes ayudarme —dijo, y le contó lo de Michael.

El Conde de Catterack le aseguró que irían a buscar a Michael y lo llevarían al vestíbulo para encontrarse allí con ella. No era ningún problema. Él mismo la condujo hasta un ayudante enguantado y se la pasó con muchas sonrisas y re­verencias. Sophie fue pasando de ayudante en ayudante, igual que antes, y al final bajó cojeando las escaleras custodiadas por los soldados.

Michael no estaba allí. Ni tampoco Howl, pero aquello no alivió a Sophie. ¡Debería haberlo sabido! Obviamente el Conde de Catterack era una persona que nunca hacía nada a derechas, igual que ella. Probablemente había sido una suerte que hubiera encontrado la salida. Se sentía tan cansada, aca­lorada y derrotada que decidió no esperar a Michael. Quería sentarse en la silla junto al fuego y contarle a Calcifer cómo lo había estropeado todo.

Bajó renqueante por la escalinata y continuó avanzando con dificultad por una gran avenida. Siguió cojeando por otra, donde las torres, capiteles y tejados dorados giraban a su al­rededor en una mareante profusión. Y se dio cuenta de que la situación era peor de lo que pensaba: se había perdido. No tenía ni idea de cómo encontrar el establo donde estaba la entrada del castillo. Tomó otra hermosa avenida al azar, pero tampoco la reconoció.

Para entonces ni siquiera sabía cómo volver a Palacio. Intentó preguntar a la gente con la que se cruzaba. Pero la mayoría parecían tan acalorados y cansados como ella.

—¿El mago Pendragon? —decían—. ¿Quién es ese?

Sophie siguió avanzando penosamente sin esperanza. Es­taba a punto de rendirse y sentarse en el siguiente portal a pasar la noche, cuando se topó con el estrecho callejón donde estaba la casa de la señora Pentstemmon. Pensó entonces que podía preguntarle al mayordomo. Howl y él parecían tan ami­gos que seguro que sabía dónde vivía. Así pues, tomó esa calle.

La bruja del Páramo venía hacia ella.