El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

El espantapájaros estaba allí otra vez. Cuando Howl abrió la puerta, se lanzó hacia él de lado y lo alcanzó en el pecho con la cara de nabo. La guitarra emitió un horrible tañido. Sophie soltó un gritito de terror y se agarró a la silla. Uno de los brazos de palo del espantapájaros estaba moviéndose para agarrarse al marco de la puerta. Por la forma en que Howl había afianzado los pies, estaba claro que le estaba em­pujando con mucha fuerza. No había duda de que aquella cosa estaba decidida a entrar en el castillo.

El rostro azul de Calcifer asomó por la chimenea. Michael estaba paralizado un poco más lejos.

—¡Era verdad lo del espantapájaros! —dijeron los dos a la vez.

—¿Ah, sí? ¿En serio? —Howl jadeaba. Apoyó con un pie contra el marco de la puerta y empujó. El espantapájaros salió volando de golpe hacia atrás y aterrizó con un ligero crujido sobre los brezos, unos pasos más allá. Enseguida se puso de pie y se acercó a saltos al castillo. Howl dejó apresuradamente la guitarra en el suelo y saltó para encontrarse con él.

—No, no vas a entrar, amigo mío —dijo levantando una mano—. Vuelve al lugar de donde hayas venido.

Avanzó despacio, todavía con la mano levantada. El es­pantapájaros se retiró un poco, saltando lenta y temerosamente hacia atrás. Cuando Howl se detuvo, el espantapájaros también lo hizo, con su pata plantada entre el brezo y los brazos harapientos moviéndose de un lado y a otro como una persona preparada para luchar. Los jirones de tela ondeaban al viento sobre sus brazos y parecía una imitación disparatada de las mangas de Howl.

—¿Así que no te quieres ir? —preguntó Howl.

Y la cabeza de nabo osciló de derecha a izquierda. No se iría.

—Me temo que tendrás que marcharte —dijo Howl—. Le das miedo a Sophie, y cualquiera sabe de qué será capaz si está asustada. Y ahora que lo pienso, también me das miedo a mí.

Howl movió los brazos pesadamente, como si estuviera levantando un gran peso, hasta elevarlos por encima de la cabeza. Gritó una palabra extraña, que quedó medio oculta en el restallar de un trueno repentino, y el espantapájaros salió volando por los aires. Se elevó hacia arriba y a lo lejos, con los harapos ondeando y agitando los brazos a modo de protesta, hasta que no fue más que una mota en el aire, y luego un punto que se desvaneció entre las nubes y se perdió de vista.

Howl bajó los brazos y se acercó a la puerta, secándose la cara con el dorso de la mano.

—Retiro mis duras palabras, Sophie —dijo, jadeando—. Esa cosa era alarmante. Puede que estuviera frenando el castillo durante todo el día de ayer. Poseía una de las magias más poderosas que he visto nunca. ¿Qué era? ¿Lo que quedaba de la última persona a la que le limpiaste la casa?

Sophie soltó una risita ronca. Su corazón se estaba com­portando otra vez de forma extraña.

Howl se dio cuenta de que le pasaba algo. Saltó dentro por encima de la guitarra, la cogió por el codo y la sentó en la silla.

—¡Ahora tranquilízate!

Entonces algo ocurrió entre Howl y Calcifer. Sophie lo sintió, porque Howl la estaba sujetando y Calcifer estaba to­davía asomando la cara por la rejilla de la chimenea. Fuera lo que fuese, su corazón empezó a comportarse debidamente casi de inmediato. Howl miró a Calcifer, se encogió de hom­bros, y dio media vuelta para darle a Michael un montón de instrucciones sobre cómo mantener a Sophie quieta el resto del día. Luego cogió la guitarra y por fin se marchó.

Sophie se quedó en la silla fingiendo sentirse el doble de mal de lo que se sentía. Tenía que esperar a que Howl se marchara. Era una molestia que él fuera también a Upper Folding, pero como ella iría mucho más despacio, llegaría más o menos cuando él iniciara el camino de vuelta. Lo más im­portante era que no se encontraran por el camino. Observó a Michael en secreto mientras extendía el papel del conjuro y se rascaba la cabeza al leerlo. Esperó hasta que sacó grandes libros de cuero de las estanterías y empezó a tomar notas con aire frenético y deprimido. Cuando parecía estar totalmente absorto, Sophie murmuró varias veces:

—¡Qué ambiente tan cargado!

Michael no la oyó.

—¡Es horrible lo cargado que está el ambiente! —insistió levantándose y encaminándose hacia la puerta—. Aire fresco —abrió la puerta y salió. Calcifer obedientemente paró el castillo en seco. Sophie aterrizó entre los brezos y miró a su alrededor para orientarse. El camino que llevaba a Upper Folding sobre las colinas era una línea de arena entre los arbustos que partía cuesta abajo justo desde donde estaba el castillo. Claro, Calcifer se lo había puesto fácil a Howl. Sophie avanzó hacia allí. Se sentía un poco triste. Iba a echar de menos a Michael y a Calcifer.

Casi había llegado al sendero cuando oyó gritos tras de sí. Michael llegó corriendo por la ladera y el castillo negro y alto lo siguió dando tumbos y lanzando preocupadas nubes de humo por las cuatro torres.

—¿Qué haces? —dijo Michael cuando la alcanzó. Por cómo la miraba, Sophie se dio cuenta de que Michael creía que el espantapájaros la había vuelto loca.

—Estoy perfectamente —respondió Sophie indignada—. Simplemente voy a ver mi otra her… nieta de mi otra her­mana. También se llama Lettie Hatter. ¿Lo entiendes ahora?

—¿Dónde vive? —preguntó Michael, como si pensara que Sophie no lo sabía.

—En Upper Folding —contestó Sophie.

—¡Pero eso está a más de diez millas de aquí! —dijo Mi­chael—. Le prometí a Howl que te haría descansar. No puedo dejar que te marches. Le dije que no te perdería de vista.

A Sophie no le hizo ninguna gracia. Ahora Howl la con­sideraba útil porque quería que fuese a ver al Rey, por eso no quería que se fuese del castillo.

—¡Ja! —dijo.

—Además —advirtió Michael lentamente, empezando a comprender la situación—, Howl también debe de haber ido a Upper Folding.

—No lo dudo —dijo Sophie.

—Entonces estás preocupada por esa chica, si es tu sobrina nieta —dijo Michael, al comprenderlo por fin—. ¡Ya lo entien­do! Pero no puedo dejar que te vayas.

—Me marcho —dijo Sophie.

—Pero si Howl te ve allí, se pondrá furioso —dijo Michael, todavía pensativo—. Y como yo le prometí cuidar de ti, se enfadará con los dos. Deberías descansar —entonces, cuando Sophie estaba casi a punto de pegarle, exclamó—: ¡Un momen­to! ¡Hay un par de botas de siete leguas en el armario de las escobas!

La cogió por la muñeca delgaducha y la llevó cuesta arri ba hacia el castillo, que los estaba esperando. Sophie se vio obligada a dar pequeños saltitos para que no tropezar entre el brezo.

—Pero —jadeó—, ¡siete leguas son veintiuna millas! ¡Con dos pasos estaré a mitad de camino de Porthaven!

—No, son diez millas y media por cada paso —dijo Michael—. Con eso llegamos a Upper Folding más o menos. Nos pondremos una bota cada uno, así no te perderé de vista, no te cansarás y Howl ni siquiera se enterará de dónde hemos estado. ¡Así se resuelven todos nuestros problemas!

Michael estaba tan contento con su idea que Sophie no tuvo el valor de protestar. Se encogió de hombros y pensó que sería mejor que Michael se enterara de lo de las dos Letties antes de que volvieran a cambiar de imagen. Era más honrado así. Pero cuando Michael trajo las botas del armario, Sophie empezó a tener sus dudas. Hasta ahora los había to­mado por cubos de cuero que de alguna forma habían perdido el asa y se habían deformado ligeramente.

—Tienes que meter dentro el pie, con zapato y todo —ex­plicó Michael mientras se acercaba a la puerta con los dos objetos pesados en forma de cubo—. Son los prototipos de las botas que Howl hizo para el ejército del Rey. Conseguimos que los últimos modelos fueran más ligeros.

Se sentaron en el escalón de la entrada y metieron un pie cada uno en una bota.

—Colócate mirando hacia Upper Folding antes de poner la bota en el suelo —le advirtió Michael. Se levantaron sobre el pie que tenía el zapato normal y a la pata coja se giraron con cuidado hasta ponerse de cara a Upper Folding—. Ahora da un paso —dijo Michael.

¡Zas! El paisaje pasó a su lado tan rápidamente que era solo una mancha, la tierra gris verdosa, el cielo azul grisáceo.

El aire le tiró a Sophie del pelo y le estiró todas las arrugas de la cara hacia atrás, tanto que creyó que llegaría con la mitad de la cara detrás de cada oreja.

El viento se detuvo tan repentinamente como había co­menzado. El día era tranquilo y soleado y se encontraron rodeados de flores amarillas, en medio del prado comunal de Upper Folding. Una vaca que pastaba cerca los miró. Un poco más lejos se veían tranquilas casitas con tejados de paja bajo los árboles. Desgraciadamente, la bota con forma de cubo era tan pesada que Sophie se tambaleó al aterrizar.

—¡No pongas el pie en el suelo! —gritó Michael, demasia­do tarde.

Volvieron a sentir otro borrón a toda velocidad y más viento huracanado. Cuando se detuvo, Sophie se encontró en el valle de Folding, casi en los pantanos

—¡Vaya, hombre! —dijo. Dio unos saltos a la pata coja y volvió a probar.

¡Zas! La mancha otra vez. Y estaba de nuevo en el prado de Upper Folding, inclinándose hacia adelante por el peso de la bota. Vio de refilón a Michael que se lanzaba como una bala para atraparla.

¡Zas! Mancha.

—¡Qué fastidio! —se quejó Sophie. Otra vez estaba en las colinas. La silueta torcida del castillo se paseaba pacíficamente por allí cerca. Calcifer se estaba entreteniendo soplando anillos de humo por una de las torres. Fue lo único que vio Sophie antes de que se le enredara el zapato entre el brezo y tropezara una vez más.

¡Zas! ¡Zas! Esta vez Sophie visitó rápidamente la plaza del mercado en Market Chipping y el jardín principal de una gran mansión.

—¡Caramba! —gritó—. ¡Maldición!

Solo le dio tiempo para pronunciar una palabra en cada sitio, y de nuevo se encontró viajando por su propio impulso. Con otro ¡zas!, aterrizó en un prado, en algún lugar del fondo del valle. Un gran toro castaño levantó su nariz anillada de la hierba y bajó los cuernos con claras intenciones.

—¡Si ya me iba, querido animal! —gritó Sophie, saltando frenéticamente a la pata coja para dar media vuelta.

¡Zas!, de vuelta en la mansión. ¡Zas!, en la plaza del mer­cado. ¡Zas! y allí estaba otra vez el castillo. Le estaba cogiendo el tranquillo. ¡Zas! Y ahora estaba Upper Folding, pero, ¿cómo se para esto? ¡Zip!

—¡Demonios! —gritó Sophie, que había llegado otra vez casi hasta los pantanos de Folding.

Esta vez se dio la vuelta con mucho cuidado y puso el pie en el suelo con gran precisión. ¡Zíp! Afortunadamente la bota aterrizó en una boñiga de vaca y Sophie cayó al suelo de golpe. Michael corrió hacia ella y antes de que Sophie pudiera moverse, le quitó la bota.

—¡Gracias! —dijo Sophie sin aliento—. ¡No podía parar!

El corazón de Sophie iba un poco acelerado mientras caminaban por el prado hasta la casa de la señora Fairfax, pero solamente como les pasa a los corazones cuando han hecho muchas cosas muy deprisa. Se sentía muy agradecida por lo que habían hecho Howl y Calcifer con su corazón, fuera lo que fuese.

—Bonita casa —comentó Michael mientras escondía las bo­tas en el seto de la señora Fairfax.

Sophie estuvo de acuerdo. La casa era la más grande del pueblo. Tenía la techumbre de paja y las paredes blancas entre las vigas negras y, como recordaba Sophie de las visitas de su infancia, se llegaba hasta el porche a través de un jardín lleno de flores y zumbidos de abejas. Sobre el porche, las madre­selvas y las rosas blancas trepadoras competían por ver cuál daba más trabajo a las abejas. Era una mañana perfecta y calurosa de verano en Upper Folding.