El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Sophie no tuvo tiempo de recuperarse. Se oyó el sonido de las ruedas y los cascos de un caballo y un carruaje oscu­reció el escaparate. La campana de la tienda repiqueteó y entró la clienta más elegante que había visto nunca, con un chal color arena sobre los hombros y un traje negro en el que centelleaban diamantes. Los ojos de Sophie se dirigieron en primer lugar hacia el ancho sombrero de la señora, que tenía auténticas plumas de avestruz teñidas para reflejar los rosas, verdes y azules que refulgían en los diamantes, y seguía pa­reciendo negro al mismo tiempo. Aquel sombrero era muy caro. El rostro de la dama era de una belleza minuciosa. El pelo castaño le hacía parecer joven, pero… Los ojos de Sophie se posaron en el joven que la había seguido. Tenía un rostro ligeramente impreciso y el pelo rojizo, iba bastante bien ves­tido pero estaba pálido y obviamente disgustado. Miró a Sophie con una especie de horror suplicante. Era más joven que la señora. Sophie estaba confundida.

—¿La señora Hatter? —preguntó la dama con voz musical pero autoritaria.

—Sí, soy yo —contestó Sophie. El hombre parecía más turbado que nunca. Tal vez la señora fuese su madre.

—He oído que hace unos sombreros maravillosos —dijo la señora—. Muéstremelos.

Sophie no se creía capaz de contestar con el humor en que estaba. Fue a la trastienda para sacar sombreros. No había ninguno de la categoría de aquella dama, pero notó que el hombre la seguía con la mirada y aquello le puso nerviosa. Cuanto antes descubriera la señora que aquellos sombreros no eran adecuados para ella, antes se marcharía la extraña pareja. Así que siguió el consejo de Fanny y sacó primero los que menos la favorecerían.

La señora los rechazó de inmediato.

—Encantador —le dijo al bonete rosa—. Juventud —comentó sobre el verde manzana. Para el que tenía velos y brillos, añadió—: Aire misterioso, qué obviedad. ¿Qué más tiene?

Sophie sacó el sombrero más elegante, en blanco y negro, que era el único que podría remotamente interesarle. Ella lo miró con desprecio.

—Este no vale de nada a nadie. Me está haciendo usted perder el tiempo, señora Hatter.

—Solo porque ha entrado usted en la tienda y ha pedido un sombrero —dijo Sophie. Detrás de la señora, el hombre abrió la boca y pareció intentar prevenirla por señas—. No somos más que una tienda pequeña en una ciudad pequeña. ¿Por qué se ha molestado en entrar? —terminó Sophie, pre­guntándose qué estaba ocurriendo.

—Siempre me molesto cuando alguien trata de oponerse a la bruja del Páramo —dijo la dama—. He oído hablar de usted, señora Hatter, y no aprecio ni su competencia ni su actitud. He venido a pararle los pies. Eso es —extendió la mano con un movimiento descuidado hacia el rostro de Sophie.

—¿Quiere decir que es usted la bruja del Páramo? —tembló Sophie. Le pareció que la voz le había cambiado del mie­do y el asombro.

—Lo soy —dijo la dama—. Y a ver si esto le enseña a no entrometerse con cosas que me pertenecen.

—No creo que yo haya hecho algo así. Debe de haber algún error —gimió Sophie. El hombre la estaba mirando com­pletamente horrorizado, aunque ella no sabía por qué.

—No es ningún error, señora Hatter —dijo la bruja—. Va­mos, Gastón —se dio la vuelta y avanzó hasta la puerta de la tienda. Mientras el hombre la abría servilmente, la bruja se dio la vuelta y le dijo a Sophie—: Por cierto, no podrás decirle a nadie que estás bajo los efectos de un conjuro —dijo. La puerta de la tienda se dobló tras ella como una campana fú­nebre.

Sophie se llevó las manos a la cara, preguntándose qué habría visto el hombre. Y palpó arrugas suaves y curtidas por el sol. Se miró las manos y también estaban arrugadas, y muy delgadas, con grandes venas en el dorso y nudillos huesudos. Se levantó las faldas y bajó la vista hasta los delgados y de­crépitos tobillos y unos pies que habían deformado los zapa­tos. Eran las piernas de una persona de unos noventa años y parecían ser de verdad.

Sophie se acercó al espejo y descubrió que cojeaba. El rostro del espejo estaba bastante tranquilo, porque encontró lo que esperaba ver: el rostro de una anciana enjuta, demacrada y morena, rodeado de un halo de escaso pelo blanco. Sus propios ojos, amarillentos y acuosos, la miraron con expresión trágica.

—No te preocupes, viejita —le dijo Sophie a la imagen—. Pareces estar muy sana. Además, esta cara se corresponde me­jor con tu estado de ánimo.

Pensó en su situación con bastante calma. Todo parecía haberse vuelto tranquilo y distante. Ni siquiera estaba espe­cialmente enfadada con la bruja del Páramo.

—Bueno, claro que tendré que ocuparme de ella en cuanto tenga oportunidad —se dijo—, pero mientras tanto, si Lettie y Martha pueden soportar ser otra, yo también puedo aguantarlo. Lo que no puedo hacer es quedarme aquí. A Fanny le daría un ataque. A ver. Este traje gris es apropiado, pero ne­cesito el chal y algo de comida.

Avanzó cojeando hasta la puerta y colocó con cuidado el cartel de CERRADO. Las articulaciones le crujían al moverse. Tenía que caminar despacio e inclinada hacia delante. Pero descubrió aliviada que era una anciana fuerte. No se sentía débil o enferma, solo agarrotada. Fue a recoger su chal y se lo colocó por encima de la cabeza, como hacían las señoras mayores. Luego recorrió lentamente la casa y recogió su bolsa con unas cuantas monedas y un hatillo con pan y queso. Salió de la casa, escondió la llave con cuidado en el sitio de siempre y se alejó calle abajo cojeando, sorprendida por lo tranquila que se sentía.

Dudó si despedirse de Martha, pero no le gustó la idea de que no la reconociera. Era mejor marcharse sin más. De­cidió que escribiría a sus dos hermanas cuando llegara a don­de fuera y siguió andando, atravesando el prado donde había estado la feria, cruzando un puente y recorriendo senderos. Era un día cálido de primavera. Sophie descubrió que ser un vejestorio no le impedía disfrutar de los colores y aromas de mayo en los setos del camino, aunque tenía la vista un poco nublada. Le empezó a doler la espalda. Avanzaba a buen paso, pero necesitaba un bastón. Iba mirando a los lados, por si veía algún palo suelto.

Su vista no era tan buena como antes. Le pareció ver un palo, a una distancia de una milla más o menos, pero cuando tiró de él resultó ser el extremo de un espantapájaros que alguien había arrojado al seto. Sophie lo colocó de pie. La cara era un nabo arrugado. Sophie se compadeció de él. En lugar de hacerlo pedazos y quedarse con el palo, lo colocó entre dos ramas del seto de forma que se cernía amenazadora sobre los espinos. Sophie lo enderezó y las mangas hechas jirones ondearon sobre los palos.

—Ya está —dijo, y su propia voz ronca la sorprendió tanto que se rió con una carcajada seca—. Ninguno de los dos ser­vimos para mucho, ¿verdad, amigo? Tal vez consigas volver a tu campo si te dejo aquí donde la gente te pueda ver —siguió adelante por el sendero, pero se le ocurrió algo y se dio la vuelta—. Si no estuviera condenada al fracaso por mi posición en la familia —le dijo al espantapájaros—, podrías convertirte en un ser vivo y ayudarme a hacer fortuna. Pero de todas formas te deseo suerte.

Volvió a reírse por lo bajo mientras continuaba. Tal vez estuviera un poco loca, pero eso era normal en las ancianas de su edad.

Alrededor de una hora más tarde encontró un palo cuando se sentó a descansar y a comer el pan y el queso. Oyó ruidos que venían del seto, a su espalda, pequeños gemidos ahogados, seguidos de tirones que hicieron volar pétalos de los arbustos. Sophie se incorporó sobre sus huesudas rodillas para escudri­ñar entre las hojas, flores y espinas, y descubrió que allí den­tro, en el interior del seto, había un perro gris y delgaducho. Estaba atrapado sin remedio con un palo grueso que de alguna forma se había enredado con una cuerda que el perro tenía atada alrededor del cuello. El palo se había enganchado entre dos ramas del seto, de forma que el animal apenas podía mo­verse. Al ver la cara de Sophie, miró de un lado a otro des­pavorido.

De niña, a Sophie le daban miedo todos los perros. In­cluso a su edad se alarmó al ver las dos hileras de colmillos relucientes en las mandíbulas abiertas de aquel animal. Pero se dijo a sí misma: «Tal y como estoy ahora, casi no merece la pena preocuparse», y buscó las tijeras en la bolsa de cos­tura. Cuando las encontró, metió la mano entre las ramas y se puso a cortar la cuerda que el perro tenía alrededor del cuello.

El perro era totalmente salvaje. Intentó alejarse de ella y gruñó. Pero Sophie siguió cortando con valentía.

—Te vas a morir de hambre o a asfixiarte —le dijo al perro con voz cascada—, a menos que me dejes que te suelte. De hecho, me parece que han intentado estrangularte. A lo mejor por eso eres tan fiero.

Le habían atado la cuerda con fuerza alrededor del cuello, y el palo había servido para retorcerla con maldad. Sophie tuvo que esforzarse mucho para conseguir cortar la cuerda y que el perro pudiera salir por debajo del palo.

—¿Quieres un poco de pan con queso? —le preguntó So­phie. Pero el perro le gruñó, se abrió paso hacia el lado opues­to del seto y se alejó—. ¡Qué ingrato! —exclamó frotándose los brazos arañados—. Pero me has dejado un regalo sin quererlo.

Sacó el palo que había tenido el perro atrapado en el seto y descubrió que era un bastón bien torneado con la punta de metal. Sophie terminó el pan y el queso y se puso de nuevo en camino. El sendero se fue haciendo cada vez más empinado y el bastón le sirvió de gran ayuda. También le servía de compañero de conversación. Al fin y al cabo, las personas mayores suelen hablar solas.

—Ya van dos encuentros —dijo—, y ni rastro de gratitud mágica en ninguno de los dos. De todas formas, eres un buen bastón. No me quejo. Pero estoy segura de que me aguarda un tercer encuentro, mágico o no. Es más, insisto en que tiene que haberlo. Me pregunto qué será.

El tercer encuentro llegó hacia el final de la tarde. Cuando Sophie había avanzado hasta la parte alta de las colinas, un campesino se acercó hacia ella silbando por el sendero. Sophie pensó que sería un pastor, que volvía a casa tras cuidar de sus ovejas. Era un hombre joven muy apuesto, de unos cua­renta años más o menos.

—¡Dios mío! —se dijo Sophie—. Esta mañana me habría parecido un hombre mayor. ¡Cómo lo cambia todo el punto de vista!

Cuando el hombre vio a Sophie murmurando para sí, se apartó con cuidado hacia el otro lado del sendero y la saludó con gran amabilidad.

—¡Buenas tardes, madre! ¿Hacia dónde va?

—¿Madre? —dijo Sophie—. ¡Yo no soy tu madre, joven!

—Era solo una forma de hablar —dijo el pastor, apartán­dose lentamente hacia el seto del otro lado—. Solo le he pre­guntado por educación, al verla caminar por las colinas a esta hora de la tarde. No volverá a Upper Folding antes de que anochezca, ¿verdad?

Sophie no se había parado a pensarlo. Se detuvo y lo consideró.

—Lo cierto es que no importa —dijo, a medias para sí misma—. No se puede ser escrupuloso cuando se sale a buscar fortuna.

—¿De verdad, madre? —dijo el pastor. Ya había dejado atrás a Sophie y pareció sentirse más tranquilo—. Entonces le deseo buena suerte, siempre que su fortuna no tenga nada que ver con hechizar el ganado de los demás.

Y avanzó sendero abajo a grandes zancadas, casi corriendo.

Sophie lo miró indignado.

—¡Me ha tomado por una bruja! —le dijo a su bastón.

Le dieron ganas de asustar al pastor gritando cosas desa­gradables, pero le pareció una maldad. Siguió avanzando cues­ta arriba, refunfuñando. Al poco tiempo llegó a las tierras altas cubiertas de brezos, donde los setos de ambos lados del ca­mino habían desaparecido. A lo lejos se veían pendientes cu­biertas de hierba amarilla que se agitaba con el viento. Sophie siguió adelante con determinación. Para entonces le dolían los pies viejos y nudosos, la espalda y las rodillas. Estaba tan cansada que no podía ni murmurar, pero siguió adelante, ja­deando, hasta que el sol se acercó al horizonte. Y de repente comprendió que no podía dar un paso más.

Se dejó caer sobre una piedra junto al camino, preguntán­dose qué hacer.

—¡La única fortuna en la que puedo pensar ahora mismo es una silla cómoda! —exclamó.