El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

CAPÍTULO 21.

“En el que se anula un contrato ante testigos”

Todos salieron corriendo detrás del es­pantapájaros, pero Sophie corrió en dirección contraria, atra­vesó el armario de las escobas y llegó a la tienda, cogiendo su bastón por el camino.

—¡Es culpa mía! —murmuró—. ¡Soy una experta en hacerlo todo al revés! No debí dejar salir a la señorita Angorian. ¡Ha­bría bastado ser educada con ella, pobrecilla! Puede que Howl me haya perdonado muchas cosas, ¡pero esto no me lo va a perdonar así como así!

En la floristería sacó las botas de siete leguas del escapa­rate y vació en el suelo los hibiscos, las rosas y el agua. Abrió la puerta y arrastró las botas mojadas hasta el medio de la calle abarrotada de gente.

—Perdón —dijo en dirección a los zapatos y mangas an­chas que avanzaban en su dirección. Levantó la vista buscan­do el sol, que no era fácil de encontrar en el cielo nublado—. A ver. Sudeste. Por allí. Perdón, perdón —dijo, abriendo un pequeño espacio para las botas entre la gente que de fiesta. Las colocó en el suelo apuntando en la dirección adecuada, metió los pies y se puso en marcha.

Zip—zip, zip—zip, zip—zip, zip—zip, zip—zip, zip—zip, zip—zip. Fue rapidísimo, y el viaje la dejó más mareada y sin aliento con las dos botas que cuando llevaba solo una. Ante los ojos de Sophie pasaban las imágenes a toda velocidad: la mansión al fondo del valle, reluciente entre los árboles con el carruaje de Fanny a la puerta; heléchos en las colinas; un riachuelo precipitándose hacia el verdor de un valle; el mismo río des­lizándose por un valle mucho más ancho; el mismo valle que ya era tan amplio que parecía eterno y azul en la distancia, y un montón de torres a lo lejos que podían haber sido Kingsbury; la llanura que volvía a estrecharse en dirección a las montañas; una montaña tan empinada que se tropezó a pesar del bastón, lo que la llevó al borde de un precipicio teñido de niebla, desde el que se veían las copas de los árboles muy al fondo, donde tuvo que dar otro paso para no caerse.

Y aterrizó sobre arena amarilla. Clavó el bastón en el sue­lo y miró con cuidado a su alrededor. Detrás de su hombro derecho, a varias millas de distancia, había una neblina blanca y vaporosa que casi ocultaba las montañas por las que acababa de pasar. Bajo la neblina se veía una franja verde oscuro. Sophie asintió. Aunque desde tan lejos no distinguía el castillo viajero, estaba segura de que la bruma marcaba el lugar de las flores. Dio otro paso cuidadoso. Zip. Hacía un calor es­pantoso. La arena amarillenta se extendía en todas direcciones, relumbrando bajo el sol. Había rocas desperdigadas por aquí y por allá. Lo único que crecía eran unos arbustos grisáceos y tristes. Las montañas parecían nubes acercándose en el ho­rizonte.

—Si esto es el Páramo —dijo Sophie, chorreando sudor por todas sus arrugas—, entonces la bruja me da lástima, por tener que vivir aquí.

Dio otro paso. El viento no la refrescó en absoluto. Las rocas y los arbustos eran iguales, pero la arena era más gris y las montañas parecían haber hundido el cielo. Sophie es­cudriñó el tembloroso resplandor gris que se divisaba a lo lejos, donde le pareció ver algo más grande que una roca. Dio un paso más.

Era como estar dentro de un horno. Distinguió un mon­tículo con una forma peculiar como a un cuarto de milla, erguido sobre una leve pendiente en un terreno rocoso. Era una forma fantástica de torres torcidas, que se elevaban hacia una torre principal ligeramente inclinada, como un viejo dedo nudoso. Sophie se quitó las botas. Hacía demasiado calor para cargar con algo tan pesado, así que avanzó para investigar llevando solo su bastón.

Aquella cosa parecía estar hecha con la misma tierra ama­rilla del Páramo. Al principio Sophie se preguntó si sería al­gún tipo de hormiguero extraño. Pero al acercarse se dio cuen­ta de que era como si estuviera formado por miles de macetas amarillas amontonadas unas sobre otras. Sonrió. A menudo el castillo viajero le había recordado al interior de una chimenea y aquel edificio era como una colección de remates de chi­menea, de los que se colocan por fuera para mejorar el tiro. Tenía que ser obra de un demonio del fuego.

Mientras Sophie subía jadeando la pendiente, no le quedó ninguna duda de que aquello era la fortaleza de la bruja. De un espacio oscuro al fondo salieron dos figuras anaranjadas que se quedaron paradas esperándola. Reconoció a los pajes de la bruja. Acalorada y sin aliento, intentó hablar con ellos edu­cadamente, para hacerles ver que no tenía problemas con ellos.

—Buenas tardes —dijo.

Se limitaron a mirarla con cara de pocos amigos. Uno de ellos se inclinó y extendió la mano, señalando hacia una en­trada con un arco deformado y oscuro entre las columnas torcidas de remates de chimenea. Sophie se encogió de hom­bros y lo siguió al interior. El otro paje caminó detrás de ella. Naturalmente, la entrada se desvaneció en cuanto la atrave­saron. Sophie volvió a encogerse de hombros. Tendría que solucionar ese problema a la salida.

Se colocó bien el chal de encaje, se estiró las faldas arru­gadas y avanzó. Era como atravesar la puerta del castillo con el pomo apuntando hacia el negro. Hubo un momento de nada, seguido por una luz sucia. La luz venía de las llamas amarillas verdosas que ardían y flameaban por todas partes, pero estaban hechas como de sombra, porque no despedían calor y solo muy poca luz. Cuando Sophie las miraba, las llamas no estaban nunca donde ella fijaba la vista, sino siem­pre a un lado. Un efecto mágico típico. Sophie se encogió de hombros otra vez y siguió al paje entre delgados pilares formados por los mismos remates de chimeneas que el resto del edificio.

Por fin los pajes la llevaron a una especie de madriguera central. O tal vez no fuera más que un espacio entre los pi­lares. Sophie estaba confundida. La fortaleza parecía enorme, aunque sospechaba que era un engaño, como ocurría con el castillo. La bruja la estaba esperando. No supo cómo la había reconocido, salvo que no podía ser nadie más. La bruja era enormemente alta y delgada y ahora tenía el pelo rubio, re­cogido en una coleta como una cuerda que le colgaba sobre un hombro huesudo. Llevaba un vestido blanco. Cuando So­phie avanzó directamente hacia ella levantando el bastón, la bruja retrocedió.

—¡No me amenaces! —suplicó, con voz cansada y frágil.

—Entonces devuélveme a la señorita Angorian —le dijo Sophie—. La cogeré y me marcharé.

La bruja siguió retrocediendo, haciendo gestos con las dos manos. Y los pajes se deshicieron y se convirtieron en dos burbujas anaranjadas pegajosas que se elevaron en el aire y se dirigieron hacia Sophie.

—¡Puajjj! ¡Fuera! —gritó Sophie, golpeándolas con el bas­tón. Pero a las dos burbujas no parecía afectarles el bastón. Lo esquivaron y lo rodearon y luego se lanzaron detrás de Sophie.

Ella estaba pensando que ya se había librado de ellas cuando se dio cuenta de que la habían pegado al pilar. Cuan­do intentó moverse, una sustancia anaranjada y elástica se es­tiró entre sus tobillos y el pilar, y le tiró del pelo haciéndole mucho daño.

—¡Casi prefiero el lodo verde! —dijo Sophie—. Espero que no fueran niños de verdad.

—Solo eran emanaciones —dijo la bruja.

—Déjame marchar —dijo Sophie.

—No —dijo la bruja. Dio media vuelta y pareció perder todo interés por Sophie.

Sophie empezó a temer que, como siempre, lo había liado todo. La sustancia pegajosa parecía hacerse más dura y más elástica a cada instante. Cuando intentó moverse, la volvió a atraer contra la columna.

—¿Dónde está la señorita Angorian? —preguntó.

—No la encontrarás —dijo la bruja—. Esperaremos a que llegue Howl.

—No va a venir —dijo Sophie—. No es tan tonto. Y además tu maldición no ha funcionado.

—Funcionará —dijo la bruja, con una sonrisa tensa—. Aho­ra que has caído en nuestra trampa y has venido hasta aquí, Howl tendrá que ser honesto por una vez en su vida.

Hizo otro gesto, esta vez hacia las llamas desvaídas, y una especie de trono llegó arrastrándose entre dos pilares hasta situarse delante de la bruja. En él había un hombre, con un uniforme verde y botas altas y reluciente. Al principio, Sophie pensó que estaba dormido, con la cabeza ladeada. Pero la bruja hizo otro movimiento y el hombre se sentó erguido. Sobre los hombros no tenía cabeza. Sophie comprendió que estaba contemplando lo que quedaba del príncipe Justin.

—Si fuera Fanny —dijo Sophie—, amenazaría con desma­yarme. ¡Ponle la cabeza en su sitio ahora mismo! ¡Tiene un aspecto terrible!

—Hace meses que me deshice de las dos cabezas —dijo la bruja—. Vendí el cráneo del mago Suliman junto con su gui­tarra. Y la del príncipe Justin anda por ahí junto con otras partes sueltas. Este cuerpo es la mezcla perfecta del príncipe Justin y el mago Suliman. Está esperando la cabeza de Howl para convertirse en nuestro ser humano perfecto. Cuando con­sigamos la cabeza de Howl, tendremos el nuevo Rey de Ingary y yo gobernaré como Reina.

—¡Estás loca! —dijo Sophie—. ¡No tienes derecho a hacer puzzles con la gente! Y no creo que la cabeza de Howl te obedezca en absoluto. De alguna manera conseguirá escabu­llirse.

—Howl hará exactamente lo que le digamos —dijo la bruja con una sonrisa astuta y enigmática—. Controlaremos a su de­monio del fuego.

Sophie se dio cuenta de que tenía muchísimo miedo. Aho­ra sabía que lo había estropeado todo.

—¿Dónde está la señorita Angorian? —dijo, agitando el bastón.

A la bruja no le gustó que Sophie levantara su bastón. Dio un paso atrás.

—Estoy muy cansada—dijo—. No hacéis más que estro­pearme los planes. Primero el mago Suliman no se acercaba al Páramo, así que tuve que amenazar a la princesa Valeria para que el Rey le ordenara venir hasta aquí. Luego, cuando vino, plantó árboles. Después, durante meses, el Rey no per­mitió que el príncipe Justin siguiera al mago Suliman y, cuan­do por fin lo hizo, el muy tonto se dirigió al norte por alguna razón, y tuve que usar todas mis artes para atraerle hasta aquí. Howl me ha causado más problemas aún. Ya se escapó una vez. He tenido que usar una maldición para atraparle y, mien­tras intentaba averiguar lo bastante sobre él para elaborar la maldición, tú encontraste lo que quedaba del cerebro de Su­liman y me diste más problemas. Y ahora que te traigo aquí, me levantas el bastón y te pones a discutir. Me ha costado mucho llegar hasta donde estoy y no me apetece en absoluto discutir.

Dio media vuelta y se alejó entre las sombras. Sophie se quedó mirando a la figura blanca que se movía entre las te­nues llamas. «¡Creo que se le va notando la edad!», pensó. «¡Está loca! ¡De alguna manera tengo que soltarme y rescatar a la señorita Angorian!». Al recordar que la sustancia anaran­jada había evitado su bastón, igual que la bruja, Sophie lo levantó por encima de la cabeza y lo movió a su espalda de un lado a otro, buscando el lugar donde se anclaba al pilar.

—¡Suéltate! —dijo—. ¡Déjame!