El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Sophie no era la única que se había asustado. Los pocos que estaban levantados tan temprano corrían alejándose del espantapájaros tan aprisa como podían. Pero él no les hacía caso y seguía avanzando a saltos. Sophie se escondió de él.

—¡No estamos aquí! —le dijo con un murmullo intenso—. ¡No sabes que estamos aquí! No puedes encontrarnos. ¡Vete saltando ahora mismo!

El golpeteo del palo saltarín se hizo más lento a medida que el espantapájaros se acercaba a la tienda. Sophie quería gritar para llamar a Howl, pero lo único que fue capaz de hacer fue repetir:

—No estamos aquí. ¡Vete enseguida!

Los saltos se aceleraron, justo como ella había ordenado, y el espantapájaros pasó saltando por delante de la tienda y atravesó Market Chipping. Sophie pensó que le iba a dar un ataque, pero solo había estado aguantando la respiración. Res­piró hondo y tiritó aliviada. Si el espantapájaros regresa, po­dría volver a decirle que se marchara.

Cuando Sophie entró al castillo, Howl se había marchado.

—Parecía muy alterado —dijo Michael. Sophie miró hacia la puerta. El pomo señalaba hacia el negro.

«¡Tan alterado no estaría!», pensó Sophie. Aquella mañana Michael también se marchó a Cesari. Hacía mucho calor. Las flores se marchitaban a pesar de sus conjuros y no había mu­cha gente que quisiera comprar flores. Entre eso, la raíz de mandrágora y el espantapájaros, Sophie estaba al límite. Se sentía totalmente desolada.

—Puede que ya esté por aquí la maldición, lista para cazar a Howl —les dijo suspirando a las flores—, pero creo que es por ser la mayor. ¡Miradme! Salía para buscar fortuna y he terminado exactamente donde empecé, y sigo siendo tan vieja como las colinas.

En ese momento el perro-hombre asomó su rojo hocico por la puerta hacia el patio y lloriqueó. Sophie suspiró. No pasaba ni una hora sin que el bicho apareciera a controlarla.

—Sí, estoy aquí —dijo—. ¿Dónde iba a estar?

El perro entró en la tienda. Se sentó y estiró las patas hacia adelante. Sophie se dio cuenta de que estaba intentando convertirse en hombre. Pobre criatura. Intentó portarse bien con él porque, al fin y al cabo, el animal estaba todavía peor que ella.

—Haz un esfuerzo —le dijo—. Concéntrate en la espalda. Puedes ser un hombre si lo intentas.

El perro se estiró, enderezó la espalda y lo intentó con todas sus fuerzas. Y justo cuando Sophie estaba segura de que o lo dejaba o se iba a caer hacia atrás, consiguió levantarse sobre sus patas traseras y se irguió tomando forma de una hombre pelirrojo con aspecto atormentado.

—Me da envidia… Howl —jadeó—. Lo hace… tan fácil. Yo era ese perro en la cerca… tú ayudaste. Dije a Lettie, te conozco, te cuido. Estuve aquí, antes cuando… — empezó a do­blarse otra vez y a convertirse en perro y aulló de nuevo, ¡Con la bruja en tienda! —aulló y se cayó sobre las manos, mismo tiempo que le crecía abundante pelo gris y blanco.

Sophie se quedó mirando al gran perro lanudo que tenía delante.

—¡Estabas con la bruja! —dijo. Ahora lo recordó. El pelirrojo nervioso que la había mirado con expresión de horror. ¿Entonces sabes quién soy y que estoy bajo un conjuro? ¿Lo sabe Lettie también?

El perro asintió con la cabeza.

—Y te llamó Gastón —recordó Sophie—. ¡Ay, amigo, sí que te lo ha puesto difícil! ¡Todo ese pelo con este calor! Será mejor que te eches en algún sitio fresco.

El perro volvió a asentir con la cabeza y se alejó lasti­meramente hacia el patio.

—¿Pero por qué te mandó Lettie? —se preguntó Sophie. Se sentía totalmente desconcertada e intranquila por este des­cubrimiento. Subió las escaleras y atravesó el armario de las escobas para hablar con Calcifer, pero no le sirvió de mucha ayuda.

—No importa cuánta gente sepa que estás bajo el poder de un conjuro —le dijo—. Al perro no le ha ayudado mucho, ¿verdad?

—No, pero… —empezó Sophie, pero justo entonces se abrió la puerta del castillo. Sophie y Calcifer se quedaron mirando. El pomo estaba todavía con el negro hacia abajo, y esperaban encontrarse con Howl. Fue difícil de decir quién de los dos se quedó más sorprendido, cuando la persona que se deslizó con mucho cuidado por la puerta resultó ser la señorita Angorian.

La señorita Angorian se quedó igual de impresionada.

—¡Ah, perdone usted! —dijo—. Pensaba que el señor Jenkins se encontraba aquí.

—Ha salido —dijo Sophie secamente, y se preguntó dónde habría ido Howl puesto que no estaba con la señorita An­gorian.

La señorita Angorian soltó la puerta, a la que se había agarrado por la sorpresa. La dejó abierta hacia la nada y se acercó con gesto suplicante hacia Sophie, a quien no le quedó más remedio que levantarse y acercarse a ella. Parecía que su intención era cerrarle el paso.

—Por favor —dijo la señorita Angorian—, no le diga al señor Jenkins que he estado aquí. Si le digo la verdad, la única razón por la que le alenté fue con la esperanza de obtener noticias de mi prometido, Ben Sullivan. Estoy segura de que Ben desapreció en el mismo lugar por el que el Señor Jenkins desaparece una y otra vez. Pero Ben no regresó.

—Aquí no hay ningún señor Sullivan —dijo Sophie. Y pen­só: «¡Es el nombre del Mago Suliman! ¡No me creo ni una palabra!».

—Sí, ya lo sé —dijo la señorita Angorian—. Pero tengo la impresión de que es el lugar correcto. ¿Le importa que curio­see un poco para hacerme una idea del tipo de vida que lleva Ben ahora?

Se pasó la melena de pelo negro detrás de la oreja e intentó seguir avanzando. Sophie se interpuso. Eso obligó a la señorita Angorian a alejarse de puntillas en dirección a la mesa de trabajo.

—¡Qué antiguo es todo! —dijo, observando las botellas y los tarros—. ¡Qué ciudad más pintoresca! —siguió, al mirar por la ventana.

—Se llama Market Chipping —respondió Sophie, y avanzó para dirigir a la señorita Angorian de nuevo hacia la puerta.

—¿Y qué hay en el piso de arriba? —preguntó la señorita Angorian, señalando a la puerta que daba a las escaleras.

—La alcoba privada de Howl —dijo Sophie con firmeza, obligando a la señorita Angorian a caminar de espaldas.

—¿Y qué hay al otro lado de la puerta? —preguntó la señorita Angorian.

—Una floristería —dijo Sophie y pensó que era una cotilla.

A la señorita Angorian no le quedaba más remedio que chocarse con la silla o salir por la puerta. Se quedó mirando a Calcífer con una expresión vaga y perpleja, como si no estuviera segura de lo que estaba viendo, y Calcifer se limito a aguantarle la mirada sin decir ni una palabra. Aquello hizo que Sophie se sintiera mejor por haber sido tan antipática. Solo las personas que entendían a Calcifer eran realmente bienvenidas en casa de Howl.

Pero ahora la señorita Angorian hizo un quiebro y des­cubrió la guitarra de Howl apoyada en su rincón. La cogió con una exclamación de asombro y le dio la vuelta, abrazán­dola contra su pecho con un gesto posesivo.

—¿Dónde ha encontrado esto? —preguntó con un tono grave y emotivo—. ¡Ben tenía una guitarra igual! ¡Podría ser la suya!

—Oí que Howl la compró el invierno pasado —dijo So­phie. Y volvió avanzar hacia la señorita Angorian, intentando echarla de la esquina hacia la puerta.

—¡A Ben le ha ocurrido algo! —dijo la señorita Angorian con voz temblorosa—. ¡Nunca se separaría de su guitarra! ¿Dónde está? Sé que no puede estar muerto. ¡Mi corazón lo sabría si así fuera!

Sophie dudó si decirle a la señorita Angorian que la bruja había capturado a su prometido. Lanzó una mirada en direc­ción a la calavera. Por un momento se le ocurrió ponérsela delante a la señorita Angorian y decirle que era la del mago Suliman. Pero la calavera estaba dentro del fregadero, oculta tras un cubo de helechos y azucenas, y sabía que si iba hacia allí la señorita Angorian volvería a meterse en la habitación. Además, sería algo desagradable.

—¿Puedo llevarme la guitarra? —preguntó la señorita Angorian con voz ronca, aferrándose a ella—. Como recuerdo de Ben.

El temblor en la voz de la señorita Angorian molestó a Sophie.

—No —dijo—. Y no hay por qué tomárselo tan a la tre­menda. No tiene ninguna prueba de que sea la suya.

Se acercó cojeando a la señorita Angorian y agarró la gui­tarra por el cuello. La señorita Angorian la miró fijamente con los ojos muy abiertos llenos de angustia. Sophie dio un tirón. La señorita Angorian resistió. La guitarra profirió un acorde horrible y desafinado. Sophie la arrancó de los brazos de la señorita Angorian.

—No sea boba —le dijo—. Y no tiene derecho a entrar en los castillos de la gente y llevarse sus guitarras. La le he dicho que el señor Sullivan no está aquí. Ahora vuelva a Gales. Vamos —concluyó, y usó la guitarra para empujar a la señorita Angorian hacia la puerta abierta.

La señorita Angorian retrocedió hacia la nada hasta que la mitad de su cuerpo desapareció.

—Es usted muy dura —le reprochó.

—¡Pues sí, lo soy! —respondió Sophie, y le cerró la puerta en las narices.

Giró el pomo con el naranja hacia abajo para evitar que la señorita Angorian pudiera regresar y soltó la guitarra en su rincón con un rasgueo firme.

—¡Y no se te ocurra decirle a Howl quién ha estado aquí! —le ordenó a Calcifer de forma no del todo razonable—. Seguro que vino a ver a Howl. Lo demás era una sarta de mentiras. El mago Suliman vivía aquí desde hace años. ¡Seguramente vino para escapar de su horrible voz temblona!

Calcifer soltó una risita.

—¡Nunca había visto cómo echaban a alguien con tanta rapidez! —dijo.

Su comentario logró que Sophie se sintiera cruel y cul­pable. Después de todo, ella también había llegado al castillo más o menos de la misma manera, y había sido el doble de curiosa que la señorita Angorian.

—¡Bah! —dijo.

Entró enfadada en el cuarto de baño y miró su rostro marchito en los espejos. Cogió uno de los paquetes en el que decía PIEL y lo volvió a dejar en su sitio. Incluso cuando era joven y bonita, no creía que su rostro pudiera compararse con el de la señorita Angorian.

—¡Batí! —refunfuñó—. ¡Buah!

Regresó cojeando rápidamente y cogió los helechos y las azucenas del fregadero. Los llevó goteando hasta la tienda, donde los metió en un cubo con un conjuro de nutrición.

—¡Sed narcisos! —les ordenó con voz enfadada, irritada y ronca—. ¡Sed narcisos en junio, bichos feos!

El perro-hombre asomó la cara lanuda por la puerta del patio, pero retrocedió a toda prisa al ver el vapor que rodeaba a Sophie. Cuando Michael entró contentísimo con un gran pastel un minuto después, Sophie le lanzó una mirada tan furibunda, que Michael recordó inmediatamente un conjuro que Howl le había pedido y salió huyendo por el armario de las escobas.

—¡Bah! —rebufó Sophie a sus espaldas. Se volvió a inclinar sobre el cubo—. ¡Sed narcisos! ¡Que seáis narcisos! —gritó en­ronquecida.

Aunque sabía que se estaba comportando de una forma ridícula, no por ello se sintió mejor.

CAPÍTULO 19.

“En el que Sophie expresa sus sentimientos con herbicida”

Howl abrió la puerta de la tienda al final de la tarde y entró silbando alegremente. Parecía haberse re­puesto de lo de la raíz de mandragora. Sophie no se sintió mejor al descubrir que después de todo no había ido a Gales. Le lanzó su mirada más furibunda.

—¡Cielo santo! —dijo Howl—. ¡Casi me convierto en pie­dra! ¿Qué pasa?

Sophie replicó enfadada:

—¿Qué traje llevas puesto?

Howl se miró la ropa de color negro.

—¿Acaso importa?

—¡Sí! —gruñó Sophie—. ¡Y no me vengas con monsergas de que estás de luto! ¿Cuál de los dos es en realidad?

Howl se encogió de hombros y levantó una de las mangas como si no estuviera seguro cuál de los dos era. La miró con expresión desorientada. El color negro se corrió hacia abajo desde el hombro hasta el extremo de la manga puntiaguda. El hombro y la parte superior de la manga se tornaron ma­rrón y luego gris, mientras que la punta se fue tornando cada vez más negra, hasta que Howl quedó vistiendo un traje negro con una manga azul y plateada cuyo extremo parecía haber mojado en un bote de alquitrán.

—Ese —dijo, y dejó que el negro volviera a extenderse hasta el hombro.