El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Lettie la vio. Por un momento pareció quedarse pasmada. Luego sus ojos y su sonrisa brillaron al gritar:

—¡Sophie!

—¿Puedo hablar contigo? —gritó Sophie—. En algún sitio —gritó un poco perdida cuando un codo grande y bien vestido la apartó del mostrador de un empujón.

—¡Un momento! —le contestó Lettie también a gritos. Dio un paso atrás, se volvió hacia la chica que estaba junto a ella y le susurró algo. La chica asintió, sonrió y ocupó el lugar de Lettie.

—Tendréis que conformaros conmigo —le dijo a la mul­titud—. ¿Quién es el siguiente?

—¡Pero yo quiero hablar contigo, Lettie! —gritó uno de los granjeros.

—Habla con Carrie —respondió Lettie—. Yo quiero hablar con mi hermana.

A nadie pareció importarle. Empujaron a Sophie hacia el final del mostrador, donde Lettie la llamaba y mantenía abier­ta una trampilla para ella, y le dijeron que no tuviera a Lettie ocupada todo el día. Cuando pasó por la trampilla, Lettie la cogió por la muñeca y la llevó hacia el fondo de la tienda, hasta una habitación llena de rejillas de madera, todas ellas repletas de filas de pasteles. Lettie sacó dos taburetes.

—Siéntate —le dijo. Miró al estante más cercano, de forma distraída, y le pasó a Sophie un pastelillo de crema—. Puede que te haga falta.

Sophie se dejó caer en el taburete y aspiró el rico aroma del pastelillo, sintiéndose un poco llorosa.

—¡Ay, Lettie! —exclamó—. ¡Me alegro tanto de verte!

—Sí, y yo me alegro de que estés sentada —respondió Lettie—. Porque no soy Lettie. Soy Martha.

CAPÍTULO 2.

“En el que Sophie debe salir a buscar fortuna”

—¿Qué? —preguntó Sophie mirando fijamente a la chica sentada en el taburete frente a ella. Era igualita a Lettie. Llevaba el segundo mejor vestido azul de Lettie, de un azul maravilloso que le sentaba muy bien, y tenía el pelo oscuro y los ojos azules de Lettie.

—Soy Martha —repitió su hermana—. ¿A quién pillaste cortando en pedazos las calzas de seda de Lettie? Yo no se lo dije a nadie. ¿Y tú?

—Tampoco —dijo Sophie, totalmente atónita. Ahora veía que era Martha. Distinguía esa inclinación de cabeza tan suya aunque la cara fuera de Lettie, y tenía las manos entrelazadas sobre las rodillas haciendo molinillos con los pulgares, como hacía siempre Martha—. ¿Por qué?

—Me aterrorizaba pensar que podrías venir a verme —dijo Martha—, porque sabía que tendría que contártelo. Y ahora es un alivio. Prométeme que no se lo dirás a nadie. Y sé que si lo prometes no lo dirás, porque eres muy honrada.

—Te lo prometo —dijo Sophie—. Pero ¿por qué? ¿Y cómo?

—Lettie y yo nos pusimos de acuerdo —dijo Martha, haciendo molinetes con los pulgares—, porque Lettie quería aprender brujería y yo no. Ella tiene muy buena cabeza, y quiere labrarse un futuro donde pueda utilizarla. ¡Pero a ver quién le dice eso a mamá! ¡Está demasiado celosa de Lettie como para admitir siquiera que es lista!

Sophie no creía que Fanny fuera así, pero lo dejó pasar.

—¿Y tú?

—Cómete el pastel —siguió Martha—. Está bueno. Sí, yo también puedo ser lista. Con solo dos semanas en casa de la señora Fairfax encontré el conjuro que estamos usando. Me levantaba por la noche para leer sus libros en secreto y fue muy fácil. Luego le pregunté si podía visitar a mi familia y me dijo que sí. Es un cielo. Creyó que tenía morriña. Así que vine con el conjuro y Lettie volvió con la señora Fairfax ha­ciéndose pasar por mí. Lo más difícil fue la primera semana, cuando no sabía todas las cosas que se suponía que ya me habían enseñado. Fue horrible. Pero descubrí que le caigo bien a la gente. ¿Sabes? Funciona cuando a ti también te caen bien los demás, y todo salió bien. Y la señora Fairfax no ha des­pedido a Lettie, así que supongo que ella también se las habrá arreglado.

Sophie masticó el pastel que no estaba disfrutando.

—Pero, ¿por qué lo has hecho?

Martha se balanceó en el taburete, con una gran sonrisa sobre la cara de Lettie, haciendo girar los pulgares de contento.

—Quiero casarme y tener diez hijos.

—¡Eres demasiado joven! —exclamó Sophie.

—Es verdad —admitió Martha—. Pero comprenderás que tengo que empezar bastante pronto si quiero tener diez. Y así tendré tiempo de ver si la persona que quiero me quiere por mí misma. El conjuro irá desapareciendo poco a poco, y cada vez seré más yo misma.

Sophie estaba tan maravillada que se terminó el pastel sin darse cuenta de qué clase de pastel era.

—¿Y por qué diez hijos?

—Porque esos son los que quiero —respondió Marcha.

—¡No tenía ni idea!

—Bueno, no tenía mucho sentido contártelo porque tú siempre le dabas la razón a mamá sobre que yo tenía que hacer fortuna —dijo Martha—. Creíste que mamá lo decía en serio. Y yo también, hasta que papá murió y vi que lo único que quería era librarse de nosotras: colocó a Lettie donde co­nocería a muchos hombres y se casaría pronto, y a mí me mandó lo más lejos que pudo. Estaba tan enfadada que pensé que valía la pena intentarlo. Hablé con Lettie y, como ella estaba igual de enfadada, nos pusimos de acuerdo. Ahora es­tamos satisfechas. Pero las dos nos sentimos mal por ti. Eres demasiado lista y buena para pasarte el resto de tu vida en­cerrada en esa tienda. Hemos hablado de ello, pero no sabe­mos qué hacer.

—Estoy bien —protestó Sophie—. Tan solo es un poco abu­rrido.

—¿Que estás bien? —exclamó Martha—. Sí, claro, y por eso no has venido a verme durante meses y cuando por fin apareces es con un horrible vestido gris y con ese chal. ¡Parece que hasta yo te doy miedo! ¿Qué te ha hecho mamá?

—Nada —dijo Sophie incómoda—. Hemos estado muy ocu­padas. No hables así de Fanny, Martha. Es tu madre.

—Sí, y yo me parezco a ella lo bastante para entenderla —replicó Martha—. Por eso me mandó tan lejos, o al menos lo intentó. Mamá sabe que para explotar a alguien no hace falta portarse mal con él. Ella sabe lo obediente que eres. Sabe que tienes esa idea metida en la cabeza de que vas a ser un fracaso por ser la mayor. Y te ha manejado perfectamente y ha con­seguido que trabajes como una esclava para ella. Seguro que ni siquiera te paga.

—Todavía soy aprendiza —protestó Sophie.

—Y yo también, pero recibo un salario. Los Cesari saben que lo valgo —dijo Martha—. La sombrerería está ganando una fortuna, Sophie. ¡Y todo gracias a ti! Tú hiciste el sombrero verde con el que la mujer del alcalde parece una colegiala, ¿a que sí?

—El verde manzana. Yo lo adorné —dijo Sophie.

—Y el bonete que llevaba Jane Ferrier cuando conoció a aquel noble —continuó Martha—. Eres un genio con los som­breros y la ropa, Sophie. ¡Y mamá lo sabe! Sellaste tu futuro cuando le hiciste aquel vestido a Lettie para la fiesta del año pasado. Y ahora eres tú quien gana el dinero mientras ella se divierte por ahí.

—Ella hace las compras —dijo Sophie.

—¡Las compras! —gritó Martha. Sus pulgares giraban enfurecidos—. Eso lo liquida en media mañana. La he visto, Sophie. Y he oído los rumores. ¡Anda por ahí en un carruaje alquilado y con ropa nueva gracias a lo que ganas tú, y visita todas las mansiones del valle! Dice que va comprar esa casa tan grande en Vale End y establecerse a lo grande. ¿Y qué haces tú?

—Bueno, Fanny se merece disfrutar un poco después de todo lo que ha trabajado para criarnos a las tres —dijo Sophie—. Supongo que yo heredaré la tienda.

—¡Menudo destino! —exclamó Martha—. Oye…

Pero en ese momento en el otro extremo de la habitación estaban retirando dos rejillas vacías y un aprendiz consiguió asomar la cabeza entre ellas.

—Me pareció oír tu voz, Lettie —dijo, sonriendo con un aire de lo más amistoso y galante—. Acaba de salir otra hor­nada. Díselo a todos —su cabeza, cubierta por cabello rizado y un tanto harinoso, volvió a desaparecer. A Sophie le pareció un muchacho simpático. Estaba deseando preguntar si era el que a Martha le gustaba de verdad, pero no tuvo ocasión. Martha se levantó a toda prisa sin dejar de hablar.

—Tengo que decirle a las chicas que saquen esto a la tienda. Ayúdame con esta —dijo arrastrando la bandeja más cercana. Sophie la ayudó a llevarla hasta la tienda, ruidosa y llena de actividad—. Tienes que hacer algo por ti misma, So­phie —continuó Martha mientras avanzaban—. Lettie no dejaba de repetir que no sabía que pasaría contigo cuando no estu­viéramos nosotras para darte un poco de confianza en ti mis­ma. Y tenía razón en preocuparse.

En la tienda, la señora Cesari tomó la bandeja en sus enormes brazos, gritando instrucciones, y una hilera de ayu­dantes pasó corriendo junto a Martha para recoger las demás. Sophie se despidió a voces y se deslizó entre el tumulto. No le parecía apropiado quitarle más tiempo a Martha. Además, quería estar a solas para pensar. Se fue a casa corriendo. Desde el prado donde se encontraba la Feria, junto al río, estaban lanzando fuegos artificiales que competían con los relámpagos azules del castillo de Howl. Sophie se sintió más desvalida que nunca.

Durante toda la semana siguiente no dejó de pensar y pensar, y lo único que consiguió fue sentirse confundida y descontenta. Las cosas no parecían ser como ella creía, listaba asombrada por lo que habían hecho Lettie y Martha. Durante muchos años las había mal interpretado. Pero no po­día creer que Fanny fuera el tipo de mujer que decía su hermana.

Tuvo mucho tiempo para pensar porque, aunque Bessie se marchó para casarse y Sophie estaba casi siempre sola en la tienda, Fanny parecía pasar mucho tiempo fuera, divirtiéndose o no, y el negocio se tranquilizó después de las fiestas. Tres días más tarde, Sophie se atrevió a preguntarle a Fanny:

—¿No debería ganar un sueldo?

—¡Claro que sí, cariño, con todo lo que haces! —respondió Fanny cariñosamente, colocando un sombrero rosa en el es­caparate—. Me encargaré de eso en cuanto haya hecho las cuentas esta noche.

Y entonces salió y no regresó hasta que Sophie ya había cerrado la tienda y se había llevado a casa los sombreros del día para adornarlos.

Al principio Sophie se sintió mal por haber hecho caso a Martha, pero cuando Fanny no mencionó su sueldo ni aquella noche ni en toda la semana, empezó a pensar que Martha tenía razón.

—A lo mejor me está explotando —le dijo a un sombrero que estaba adorando con seda roja y un ramillete de cerezas de cera—, pero alguien tiene que hacer estas cosas, o no habría sombreros para vender.

Terminó el sombrero y estaba mirando uno blanco y ne­gro, muy elegante, cuando se le ocurrió otra cosa:

—¿Acaso importa que no haya sombreros para vender? —le preguntó. Miró a su alrededor, a los sombreros colocados en sus hormas o esperando en un montón a que ella los ador­nara—. ¿Para qué servís, vamos a ver? —les preguntó—. A mí desde luego no me estáis sirviendo para nada bueno.

Y a punto estuvo de salir de casa a buscar fortuna, cuando recordó que era la hermana mayor y que no valía la pena. Volvió a tomar el sombrero con un suspiro.

A la mañana siguiente todavía seguía descontenta, sola en la tienda, cuando una joven de aspecto ordinario entró hecha una fiera, haciendo girar un bonete color champiñón que su­jetaba por los lazos.

—¡Mira esto! —exclamó la joven—. Me dijiste que era el mismo bonete que llevaba Jane Ferrier cuando conoció al con­de. Y era mentira. ¡No me ha ocurrido nada de nada!

—No me extraña —dijo Sophie, sin poder contenerse—. Si eres tan tonta como para llevar ese bonete con esa cara, es que no tienes seso ni para distinguir al mismísimo Rey si apareciera por aquí. Eso si no se convirtiese en piedra nada más verte, claro.

La clienta le lanzó una mirada asesina. Luego le arrojó el bonete y salió de la tienda. Sophie lo metió con cuidado en la papelera, jadeando. Según decían las reglas, el que pierde los nervios, pierde un cliente. Y acababa de demostrar que era cierto. Lo que más le preocupó fue darse cuenta de cómo había disfrutado.