El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

La piedra resultó ser una especie de mirador, que le ofre­ció a Sophie una vista magnífica del camino por el que había venido. A sus pies se extendía casi todo el valle con sus cam­pos, vallados y setos, los meandros del río y las mansiones elegantes de los ricos que resplandecían entre las arboledas bajo el sol poniente, hasta llegar a las montañas azules a lo lejos. Justo debajo se veía Market Chipping. Sophie contempló sus calles que le resultaban tan familiares. Ahí estaban la Plaza del Mercado y casa Cesari. Podría haber tirado una piedra por la chimenea de su casa, junto a la sombrerería.

—¡Qué cerca estoy todavía! —le dijo Sophie a su bastón, desanimada—. ¡Tanto andar para llegar justo encima de mi propio tejado!

Cuando el sol se ocultó se quedó fría sentada en aquella piedra. Hacía un viento desagradable que soplaba desde todos los lados al mismo tiempo cuando Sophie intentaba guarecerse de él. Ahora ya no le parecía tan poco importante pasar la noche en las colinas. No dejaba de pensar, cada vez con mayor insistencia, en una silla cómoda junto a la chimenea, y tam­bién en la oscuridad y los animales salvajes. Pero si regresaba hacia Market Chipping, no llegaría antes de la medianoche. Lo mismo le daba seguir adelante. Suspiró y se levantó. Le crujieron todos los huesos. Era horrible, le dolía todo.

—¡Nunca me había dado cuenta de lo que tienen que soportar los ancianos! —exclamó mientras avanzaba cuesta arriba con dificultad—. De todas formas, no creo que me coman los lobos. Debo estar demasiado seca y dura. Es un consuelo.

La noche venía con rapidez y las altas colinas cubiertas de brezo eran de un azul grisáceo. El viento se volvió más afilado. Los jadeos y los crujidos de sus huesos resonaban con tanta fuerza en sus oídos que tardó un momento en darse cuenta de que no todos los chasquidos y jadeos procedían de ella misma. Levantó la vista nublada.

El castillo del mago Howl se acercaba traqueteando hacia ella sobre el brezo. Tras sus negras almenas ascendían nubes de humo negro. Era una figura alta, delgada, pesada y fea, y realmente siniestra. Sophie se apoyó en su bastón y lo observó. No estaba particularmente asustada. Se preguntó cómo se mo­vería. Pero lo que más le llamó la atención fue que aquel humo debía significar que dentro de aquellos muros negros y altos habría una chimenea.

—En fin, ¿por qué no? —le dijo al bastón—. Dudo mucho que el mago Howl quiera mi alma para su colección. Solo acepta jovencitas.

Levantó el palo y lo agitó con autoridad en dirección al castillo.

—¡Alto ahí! —gritó.

El castillo obedeció deteniéndose con mucho estruendo, a unos veinte pasos colina arriba. Sophie se sintió tremenda­mente agradecida mientras avanzaba cojeando hacia él.

CAPÍTULO 3.

“En el que Sophie entra en un castillo y hace un trato”

En el muro había una puerta grande y negra y Sophie avanzó hacia ella, cojeando con energía. El castillo era todavía más feo visto de cerca. Era demasiado alto para su base y no tenía una forma muy regular. Por lo que podía ver Sophie en aquella oscuridad, estaba construido con gran­des bloques que parecían de carbón y, como el carbón, todos los bloques tenían distintas formas y tamaños. Cuando se acer­có, notó que desprendía frío, pero aquello no la asustó en absoluto. En lo único que pensaba era en sillas y chimeneas y alargó una mano anhelante hacia la puerta.

La mano fue incapaz de tocarla. Algún tipo de pared in­visible la detuvo a un palmo de la puerta. Sophie la empujó con un dedo irritado. Como aquello no sirvió de nada, lo in­tentó con el bastón. La pared invisible parecía cubrir por arriba toda la puerta hasta donde alcanzaba su vara y, por abajo, hasta el brezo que sobresalía por debajo del escalón de entrada.

—¡Ábrete! —le dijo Sophie.

No sirvió de nada.

—Muy bien —dijo Sophie—. Pues encontraré tu puerta trasera.

Avanzó hacia la esquina izquierda del castillo, que estaba más cerca y ligeramente cuesta abajo. Pero no fue capaz de doblarla. La pared invisible la volvió a detener en cuanto llegó a la altura de la esquina irregular. Entonces, Sophie dijo una palabra que había aprendido de Martha, que ni las ancianas ni las niñas pequeñas deben pronunciar, y avanzó a trompicones; cuesta arriba, en el sentido contrario a las agujas del reloj, hacia la esquina derecha del castillo. Allí no había ninguna barrera. Dobló la esquina y avanzó impaciente hacia el segundo portón
negro situado en medio de aquella pared del castillo.

El humo negro sopló sobre ella y Sophie tosió. Ahora estaba enfadada. Era vieja, frágil, tenía frío y le dolía todo. La noche había caído y aquel castillo le había soplado humo en la cara.

—¡Voy a hablar con Howl sobre esto! —dijo, y se lanzó con fiereza hacia la siguiente esquina. Tampoco allí había nin­guna barrera. Era obvio que había que dar la vuelta al castillo en sentido contrario a las agujas del reloj. En aquella pared había una tercera puerta, mucho más pequeña y desvencijada.

—¡Por fin la puerta trasera! —exclamó Sophie.

El castillo volvió a moverse en cuanto Sophie se acercó a aquella entrada. El suelo tembló. Las paredes se estremecieron y crujieron, y la puerta empezó a moverse de lado alejándose de ella.

—¡No, no hagas eso! —gritó Sophie. Corrió tras la puerta y la golpeó violentamente con el bastón—. ¡Ábrete! —aulló.

La puerta se abrió de golpe hacia adentro, mientras seguía alejándose. Sophie, cojeando furiosamente, consiguió poner un pie sobre el escalón. Luego saltó y se tropezó y volvió a saltar, mientras los grandes bloques negros alrededor de la puerta se movían y crujían a medida que el castillo cogía velocidad sobre la desigual ladera. A Sophie no le extrañó que el castillo tuviera una planta tan torcida. Lo que la maravillaba era que no se cayera a pedazos allí mismo.

—¡Qué manera más estúpida de tratar un edificio! —jadeó mientras se arrojaba en su interior. Tuvo que soltar el bastón y agarrarse a la puerta abierta para no salir despedida hacia fuera inmediatamente.

Cuando consiguió recuperar un poco el aliento, se dio cuenta de que ante ella había una persona de pie, sujetando la puerta. Era una cabeza más alto que Sophie, pero vio que era casi un niño, solo un poco mayor que Martha. Y parecía que intentaba cerrar la puerta y echarla de la habitación que veía al otro lado, cálida a la luz de las lámparas, con el techo bajo de vigas descubiertas, para expulsarla otra vez hacia la noche.

—¡Ni se te ocurra cerrarme la puerta en las narices, jovencito! —le dijo.

—No era mi intención, pero usted está dejando la puerta abierta —protestó—, ¿Qué quiere?

Sophie miró a su alrededor. Había varias cosas probablemente mágicas colgando de las vigas, ristras de cebollas, ma­nojos de hierbas y paquetes de extrañas raíces. También había otras que eran mágicas sin duda alguna, como libros con tapas de cuero, botellas torcidas y una calavera humana vieja, ma­rrón y sonriente. Al otro lado del muchacho había una chi­menea con un fuego pequeño ardiendo en el hogar. Era un fuego más pequeño de lo que el humo del exterior hacía su­poner, pero obviamente aquella era solamente una sala trasera del castillo. Y, lo que era más importante para Sophie, aquel fuego había alcanzado la etapa rosada y tranquila, con llamas azules bailando sobre los troncos, y junto a él, en la situación más cálida, había una silla baja con cojines.

Sophie empujó al muchacho a un lado y se lanzó hacia la silla.

—¡Ah! ¡Mi fortuna! —dijo, acomodándose. Era una delicia. El fuego calentó sus achaques y la silla confortó su espalda y entonces supo que si alguien quería echarla de allí, tendría que usar la magia más extrema y violenta para conseguirlo.

El muchacho cerró la puerta. Luego cogió el bastón de Sophie y lo apoyó educadamente contra su silla. Sophie se dio cuenta de que no había ningún indicio de que el castillo es­tuviera moviéndose sobre la ladera: ni siquiera se oía el eco del traqueteo ni se percibía el menor temblor. ¡Qué raro!

—Dile al mago Howl —le dijo al joven— que este castillo se le va a derrumbar sobre la cabeza si sigue moviéndose así.

—El castillo está encantado para no derrumbarse —respon­dió el muchacho—. Pero me temo que Howl no se encuentra aquí en este momento.

Aquello era una buena noticia para Sophie.

—¿Cuándo volverá? —preguntó un poco nerviosa.

—Probablemente no regrese hasta mañana —contestó el muchacho—. ¿Qué quiere usted? ¿Puedo ayudarla yo? Soy Michael, el ayudante de Howl.

Aquello sí que era una buena noticia.

—Me temo que solo un mago me puede ayudar —dijo Sophie rápidamente y con firmeza. Y probablemente era ver­dad—. Esperaré, si no te importa.

Era evidente que a Michael sí le importaba. Se quedó allí cerca sin saber qué hacer. Para dejarle claro de que no tenía intención la expulsara de allí un simple ayudante, Sophie ce­rró los ojos y fingió tener sueño.

—Dile que me llamo Sophie —murmuró—. La vieja Sophie —añadió, para que no hubiera peligro.

—Seguramente tendrá que esperar toda la noche —dijo Michael.

Como eso era exactamente lo que Sophie quería, fingió no oírlo. De hecho estaba casi segura de haberse quedado dor­mida. Estaba cansadísima de tanto andar. Al cabo de un mo­mento Michael se rindió y volvió a lo que estaba haciendo en el banco de trabajo donde se encontraba la lámpara.

Sophie pensó adormilada que tendría refugio toda la no­che, aunque fuera con una excusa un poco falsa. Como Howl era un hombre tan malvado, probablemente le estaba bien empleado. Pero su intención era estar muy lejos de allí para cuando Howl apareciese y se opusiera a sus planes.

Dirigió una mirada soñolienta y tímida al aprendiz. Le sorprendió que fuese un joven tan agradable y educado. A fin de cuentas, había entrado por la fuerza con muy mala edu­cación y Michael no se había quejado en absoluto. Tal vez Howl lo mantenía en la más abyecta servidumbre. Pero Mi­chael no parecía servil. Era un joven alto y moreno con un rostro agradable, y vestía de forma totalmente respetable. La verdad es que si Sophie no lo hubiera visto en aquel mismo momento verter cuidadosamente un líquido verde de un fras­co retorcido sobre un polvo negro en un jarro de cristal deformado, lo hubiera tomado por el hijo de un próspero gran­jero. ¡Qué extraño!

Pero claro, era normal que las cosas fueran raras cuando se trataba de magos, pensó Sophie. Y aquella cocina o taller era muy tranquila y de lo más acogedora. Sophie cayó dor­mida y se puso a roncar. No se despertó cuando se produjo un relámpago y una explosión apagada en la mesa de trabajo, seguida de una palabrota de Michael a medio pronunciar. Tampoco se despertó cuando Michael, chupándose los dedos quemados, abandonó el conjuro por aquella noche y sacó pan y queso del armario. Siguió dormida cuando Michael tiró al suelo el bastón sin querer, armando un gran alboroto, al es­tirarse por encima de ella para alcanzar un tronco que echarle al fuego, o cuando, al ver la boca abierta de Sophie, le co­mentó a la chimenea:

—Tiene todos los dientes. No será la bruja del Páramo, ¿no?

—No la habría dejado entrar si lo fuera —contestó la chi­menea.

Michael se encogió de hombros y recogió educadamente el bastón de Sophie. Luego puso otro tronco en el fuego con la misma educación y se marchó a acostarse en el piso de arriba.

A mitad de la noche a Sophie le despertaron unos ronqui­dos. Se estiró sobresaltada y muy irritada al descubrir que la única que había estado roncando era ella. Le parecía que aca­baba de quedarse dormida solo unos segundos, pero en ese breve tiempo Michael había desaparecido, llevándose la luz con él. Seguro que un aprendiz de mago aprendía a hacer esas cosas en la primera semana. Y había dejado el fuego muy bajo. Estaba silbando y chisporroteando, molesto. Una ráfaga de aire frío sopló sobre la espalda de Sophie. Recordó que estaba en el castillo de un mago y también, sin lugar a dudas, que había una calavera humana en el banco de trabajo detrás de ella.

Se estremeció y volvió su cuello viejo y rígido, pero, solo distinguió la oscuridad.

—Vamos a poner un poco más de luz, ¿no? —se dijo. Su vocecilla cascada pareció no hacer más ruido que el crepitar del fuego.