El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Sophie extendió el herbicida formando un gran arco hu­meante.

—¡Mira que es! Muy amable de su parte. La quiero mu­cho y se lo agradezco. Yo estaba igual de preocupada por ella. ¡Pero no necesito un perro guardián!

—Claro que sí —insistió Percival—. Al menos lo necesita­bas. Llegué demasiado tarde.

Sophie dio media vuelta, con el herbicida en la mano. Percival tuvo que echar a correr y esconderse detrás del árbol más cercano. La hierba murió en un gran arco a su espalda mientras corría.

—¡Malditos seáis todos! —gritó Sophie—. ¡Estoy harta de vosotros! —soltó la lata en el medio del camino y avanzó entre los hierbajos hasta el arco de piedra—. ¡Demasiado tarde! —iba murmurando—. ¡Qué idiotez! ¡Howl no solo es un desalmado, sino que es imposible! Además —añadió—, soy una anciana.

Pero no podía negar que algo le pasaba desde que el cas­tillo viajero se trasladó, o incluso antes. Y parecía estar rela­cionado con el hecho de que Sophie parecía misteriosamente incapaz de verse cara a cara con sus hermanas.

—¡Y todo lo que dije al Rey era verdad! —siguió.

Iba a recorrer siete leguas con sus propios pies y no re­gresaría jamás. ¡Para que se enterasen! ¡A quién le importaba que la señora Pentstemmon hubiera confiado en Sophie para evitar que Howl se inclinara hacia el mal! Había sido un fracaso. Eso le pasaba por ser la mayor. Y de todas formas la señora Pentstemmon la había tomado por la anciana madre de Howl, ¿verdad? ¿O tal vez no? Sophie tuvo que admitir con inquietud que si su experta mirada le había permitido detectar un conjuro cosido en un traje, con toda seguridad habría podido ver la magia más poderosa de un conjuro de la bruja.

—¡Maldito sea el traje gris y escarlata! —dijo Sophie—. ¡Me niego a creer que fue a mí a quien hechizó! —el problema era que el traje azul y plateado parecía haber funcionado exac­tamente igual. Avanzó unos pasos más—. Además —dijo con gran alivio—, ¡a Howl no le caigo bien!

Aquel pensamiento tranquilizador hubiera bastado para mantenerla en marcha toda la noche, si no se hubiera apo­derado de ella una gran inquietud. Sus oídos habían percibido un golpeteo familiar. Miró con atención hacia el sol poniente y allí, en el camino que torcía bajo el arco de piedra, vio una figura distante con los brazos extendidos, saltando sin cesar.

Sophie se sujetó la falda, dio media vuelta y echó a correr por donde había venido. A su alrededor se levantaron nubes de polvo y gravilla. Percival estaba parado en el camino con expresión triste, junto al cubo y la lata. Sophie lo agarró y lo arrastró tras los árboles más cercanos.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—¡Silencio! Es ese maldito espantapájaros otra vez —su­surró Sophie sin aliento. Cerró los ojos—. No estamos aquí. No nos puedes encontrar. Vete. ¡Márchate rápido, rápido, rá­pido!

—Pero, ¿por qué…? —preguntó Percival.

—¡Cállate! ¡No estamos aquí, aquí no, aquí no! —dijo So­phie con desesperación. Abrió un ojo. El espantapájaros, casi entre las dos columnas del arco, estaba quieto, balanceándose indeciso—. Muy bien. No estamos aquí. Vete rápido. El doble de rápido, el triple de rápido, diez veces más rápido. ¡Már­chate!

Y el espantapájaros, vacilante, giró sobre su pata de palo y se puso a andar a saltitos por el camino. Al cabo de mo­mento, los saltos se hicieron gigantescos, cada vez más rápido, como le habían ordenado. Sophie casi no respiraba y no soltó la manga de Percival hasta que el espantapájaros se perdió de vista.

—¿Qué pasa? —dijo Percival—. ¿Por qué no querías que viniera?

Sophie se estremeció. Como el espantapájaros estaba en el camino, ahora no se atrevía a marcharse. Cogió la lata y avan­zó hacia la mansión. Le llamó la atención un temblor. Le­vantó la vista hacia el edificio y descubrió que lo que tem­blaban eran unas cortinas blancas y largas que ondulaban en un ventanal abierto al otro lado de las estatuas de la terraza. Las estatuas eran ahora de piedra blanca y observó que casi todas las ventanas tenían cortinas y cristales. Las contraven­tanas estaban plegadas correctamente a los lados, recién pin­tadas de blanco. En la nueva fachada de la casa, de color crema, no se veía ni una mancha de verdín ni una burbuja en la pintura. La puerta principal era una obra de arte negra y dorada, dominada por un león reluciente con una anillo en la nariz como llamador.

—¡Qué es esto! —exclamó Sophie.

Resistió la tentación de entrar por el ventanal abierto y explorar la mansión, porque eso era justo lo que Howl quería que hiciera. En vez de eso, avanzó directamente hacia la puer­ta principal, agarró el picaporte dorado y abrió la puerta de golpe. Howl y Michael estaban en el banco desmontando a toda prisa un conjuro. Parte de él debía de haber sido para transformar la mansión, pero el resto, como Sophie sabía bien, tenía que ser un conjuro de escucha de algún tipo. Cuando Sophie entró hecha una furia, los dos la miraron nerviosos. Calcifer se escondió al instante entre los troncos.

—Ponte detrás de mí, Michael —dijo Howl.

—¡Cotilla! —gritó Sophie—. ¡Fisgón!

—¿Qué pasa? —preguntó Howl—. ¿Quieres que pinte las contraventanas de negro y oro?

—Eres un sinvergüenza… —Sophie se atascó—. ¡Eso no es lo único que oíste! Eres un… un… ¿Desde hace cuánto que sabes que estaba… que estoy…?

—¿Hechizada? —dijo Howl—. Bueno, la verdad…

—Yo se lo dije —dijo Michael, asomándose temeroso detrás de Howl—. Mi Lettie…

—¡Tú! —aulló Sophie.

—La otra Lettie también me lo contó —dijo Howl rápi­damente—. Sabes que es verdad. Y la señora Fairfax también lo habló mucho aquel día. Hubo un momento en que todo el mundo me hablaba de lo mismo. Incluso Calcifer… cuando se lo pregunté. ¿Pero de verdad piensas que no soy lo bastante bueno en mi profesión como para notar un conjuro tan fuerte como este? Intenté quitártelo varias veces cuando estabas dis­traída. Pero nada funciona. Te llevé a la señora Pentstemmon con la esperanza de que ella pudiera hacer algo, pero no sirvió de nada. He llegado a la conclusión de que te gusta estar disfrazada.

—¡Disfrazada! —gritó Sophie.

Howl se rió.

—Debe de ser, porque lo estás haciendo tú misma —dio—. ¡Sois una familia rarísima! ¿Tú también te llamas Lettie?

Aquello fue demasiado para Sophie. En aquel momento entró temerosamente Percival, con el cubo medio lleno de herbicida. Sophie soltó la lata, le quitó el cubo y lo lanzó contra el mago. Howl se agachó. Michael esquivó el cubo. El herbicida estalló en llamas verdes desde el suelo hasta el techo y el cubo chocó contra el fregadero, donde el resto de las flores murió inmediatamente.

—¡Ay! —exclamó Calcifer desde debajo de sus troncos—. Eso ha sido fuerte.

Howl cogió con cuidado la calavera debajo de los restos marrones y humeantes de las flores y la secó con una de las mangas.

—Claro que era fuerte —dijo—. Sophie nunca hace las cosas a medias.

La calavera, cuando Howl la secó, quedó blanca y relu­ciente, y la manga con que la frotó quedó con un parche azul y plateado. Howl dejó la calavera sobre el banco y miró la manga fastidiado.

A Sophie se le pasó por la cabeza salir airadamente del castillo otra vez y alejarse por el camino, pero se acordó del espantapájaros. Decidió dejarse caer en la silla en vez de eso, y quedarse allí enfurruñada en silencio. «¡No voy a hablar con nadie!», pensó.

—Sophie —dijo Howl—. He hecho lo que he podido. ¿No te has dado cuenta de que tus dolores y achaques te han mo­lestado menos últimamente? ¿O también te gustaba sufrirlos?

Sophie no respondió. Howl se rindió y se volvió hacia Percival.

—Me alegra ver que te queda algo de cerebro —le dijo—. Me tenías preocupado.

—La verdad es que no recuerdo mucho —dijo. Pero dejó de comportarse como si fuera medio bobo. Cogió la guitarra y la afinó. En unos segundos sonaba mucho mejor.

—Ay, qué pena —se quejó Howl con aire patético—. Yo debo de ser el único gales sin oído musical. ¿Le has contado a Sophie todo? ¿O de verdad no sabes qué era lo que inten­taba averiguar la bruja?

—Quería saber cosas sobre Gales —dijo Percival.

—Eso me había imaginado —dijo Howl sobriamente—. En fin.

Se metió en el baño, donde pasó dos horas. Durante ese tiempo, Percival tocó varias canciones con la guitarra, lenta y meticulosamente, como si se estuviera enseñando a tocar, mientras que Michael se arrastraba por el suelo con un trapo humeante, intentando librarse del herbicida. Sophie se quedó sentada en la silla sin decir ni una palabra. Calcifer se aso­maba de vez en cuando para observarla, y volvía a esconderse entre sus troncos.

Howl salió del cuarto de baño con el traje negro impe­cable, el pelo blanco perfecto y envuelto en una nube de vapor que olía a gencianas.

—A lo mejor vuelvo bastante tarde —le dijo a Michael—. Después de medianoche será el día de solsticio de verano y la bruja podría intentar algo. Así que manten listas las defen­sas y recuerda todo lo que te he dicho, por favor.

—Muy bien —dijo Michael, dejando en el fregadero los restos humeantes del trapo.

Howl se volvió hacia Percival.

—Creo que ya sé qué te ha pasado —dijo—. Va a ser un trabajo inmenso arreglarte, pero lo intentaré mañana cuando vuelva—. Howl fue hacia la puerta y se detuvo con la mano en el picaporte—. Sophie, ¿sigues sin hablarme? —preguntó compungido.

Sophie sabía que, si le convenía, Howl era capaz de fingir tristeza en medio de una fiesta. Acababa de usar ese truco para sacarle información a Percival.

—¡Sí! —replicó con fiereza.

Howl suspiró y salió. Sophie levantó la vista y vio que el pomo apuntaba hacia el negro. «¡Hasta aquí hemos llegado!», pensó. «¡Me importa un comino que mañana sea el solsticio! Me voy».

CAPÍTULO 20.

“En el que Sophie se encuentra con más dificultades para abandonar el Castillo”

Al amanecer del día del solsticio de verano Howl entró por la puerta armando tal escándalo que Sophie se incorporó de un salto en su cubículo convencida de que la bruja le pisaba los talones.

—¡Piensan tanto en mí que siempre juegan sin mí! —gritó Howl.

Sophie se dio cuenta que lo único que pasaba era que estaba intentando cantar la canción de Calcifer y se volvió a tumbar justo cuando Howl se tropezó con la silla y se engan­chó con el taburete, que salió disparado al otro extremo de la habitación. Después de eso intentó subir a su cuarto por el armario de las escobas y luego por el patio. Aquello lo dejó un poco confundido. Pero por fin descubrió las escaleras, ex­cepto el primer escalón, con el que se tropezó y se cayó de cara. El castillo enteró tembló.

—¿Qué pasa? —preguntó Sophie sacando la cabeza por la barandilla.

—Reunión del Club de Rugby —replicó Howl con lenta dignidad—. ¿A que no sabías que volaba raudo y veloz como delantero de mi universidad, Doña Fisgona?

—Si estabas intentando volar, parece que se te ha olvidado —dijo Sophie.

—Nací con la habilidad de tener visiones extrañas —dijo Howl—, cosas invisibles para los ojos, e iba de camino a la cama cuando me habéis interrumpido. Y sé dónde están todos los años pasados y quién partió la pezuña del diablo.

—Vete a la cama, memo —dijo Calcifer adormilado—. Estás borracho.

—¿Quién, yo? —preguntó Howl—. Os aseguro, amigos míos, que estoy más sobrio que una roca—. Se levantó y subió pesadamente las escaleras, tanteando la pared como si pensara que se le iba a escapar si no la controlaba con la mano. Pero la puerta de su cuarto se le escapó—. ¡Qué mentira más grande! —comentó, mientras se chocaba contra la pared—. Mi deslum­brante falta de honradez será mi salvación—. Se chocó contra la pared varias veces más, en distintos lugares, antes de des­cubrir la puerta de su cuarto y entrar a trompicones. Sophie lo oyó caerse varias veces y decir que la cama le estaba es­quivando.

—¡Es imposible! —dijo Sophie, y decidió marcharse de in­mediato.