El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Howl se levantó ayudándose con la pala y abrió la puerta con la mancha amarilla hacia abajo. Al otro lado estaba la calle de Market Chipping donde Sophie había vivido desde niña. Había conocidos suyos dando su paseo de la tarde, antes de la cena, como hacía tanta gente durante el verano. Howl asintió con la cabeza en dirección a Calcifer, cerró la puerta, giró el pomo hacia la mancha naranja y volvió a abrirla.

Ahora un camino ancho y cubierto de hierbas salía desde la puerta entre grupos de árboles sobre los que caía el sol de la tarde con un efecto pintoresco. A lo lejos se veía un imponente arco de piedra con estatuas encima.

—¿Dónde está esto? —preguntó Howl.

—En una mansión deshabitada al fondo del valle —dijo Calcifer en tono defensivo—. Es esa casa bonita que me pe­diste que encontrara. Es muy elegante.

—No lo dudo —dijo Howl—. Espero que sus propietarios no nos den problemas —dijo cerrando la puerta y girando el pomo hacia el púrpura—. Ahora vamos a ver dónde está el cas­tillo viajero —añadió mientras volvía a abrirla.

Allí casi había anochecido. Un viento cálido cargado de aromas variados entró en la sala. Sophie vio pasar un seto de hojas oscuras, cargado con grandes flores púrpuras. Se deslizó lentamente fuera de su vista y fue sustituido por un grupo de campanillas pálidas y el reflejo del atardecer sobre el agua a lo lejos. El aroma era tan agradable que Sophie había avan­zado hacia la puerta sin darse cuenta.

—No, tu larga nariz se queda aquí hasta mañana —dijo Howl, cerrando la puerta de golpe—. Esta parte está justo al borde del Páramo. Bien hecho, Calcifer. Perfecto. Una casa hermosa y muchas flores, como te pedí.

Dejó la pala en el suelo y se fue la cama. Y debía de estar muy cansado, porque esta vez no se oyeron gemidos ni que­jidos ni gritos ni casi ningún golpe de tos.

Sophie y Michael también estaban cansados. Michael se dejó caer en la silla y se puso a acariciar al perro-hombre, con la mirada perdida. Sophie se sentó en el taburete, sintién­dose rara. Se habían trasladado. Era lo mismo pero distinto, muy confuso. ¿Y por qué estaba ahora el castillo al borde del Páramo? ¿Sería que la maldición atraía a Howl hacia la bruja? ¿O acaso Howl se había escabullido con tanto ímpetu que se había dejado atrás a sí mismo y se había vuelto lo que la mayoría de la gente llamaría honrado?

Sophie miró a Michael para ver qué estaba pensando, pero se había quedado dormido, igual que el perro-hombre. Sophie observó entonces a Calcifer, que llameaba adormilado entre los troncos sonrosados con los ojos naranjas casi cerrados. Lo recordó latiendo completamente pálido, con los ojos blanque­cinos, y luego con expresión de terror cuando se balanceaba sobre la pala. Le recordó a algo. Su forma entera le recordó a algo.

—Calcifer —preguntó—. ¿Has sido alguna vez una estrella fugaz?

Calcifer abrió un ojo naranja.

—Claro —dijo—. Ahora que ya lo sabes puedo hablar de ello. El contrato me lo permite.

—¿Y Howl te atrapó? —preguntó Sophie.

—Hace cinco años —dijo Howl—, en los pantanos de Porthaven, justo después de establecerse allí como Jenkin el He­chicero. Me persiguió con botas de siete leguas. Yo estaba aterrorizado. Bueno, estaba aterrorizado de todas formas, por­que cuando caemos sabemos que vamos a morir. Hubiera he­cho cualquier cosa antes que morir. Cuando Howl me ofreció mantenerme con vida como hacen los humanos, yo le sugerí hacer un contrato. Ninguno de los dos sabíamos en qué lío nos estábamos metiendo. Yo le estaba agradecido, y Howl solo se ofreció porque sintió lástima.

—Igual que con Michael —dijo Sophie.

—¿Qué has dicho? —dijo Michael, despabilándose—. So­phie, ojalá no estuviéramos justo a la orilla del Páramo. No sabía que vendríamos aquí. No me siento seguro.

—Nadie está seguro en casa de un mago —dijo Calcifer convencida.

A la mañana siguiente la puerta estaba orientada hacia la mancha negra y, como Sophie descubrió con gran enfado, no se abría hacia ningún color. Con Bruja o sin ella, Sophie quería ver las flores. Así que calmó su impaciencia sacando un cubo de agua y limpiando los símbolos de tiza que había del suelo.

Howl entró justo en ese momento.

—Trabajo, trabajo y más trabajo —dijo, pasando por en­cima de ella mientras restregaba. Tenía un aspecto un poco raro. El traje seguía siendo negro, pero se había vuelto a po­ner el pelo rubio. En contraste con el negro, parecía casi blanco. Al mirarlo, Sophie recordó la maldición. Tal vez Howl también pensaba en lo mismo, porque cogió la calavera del lavabo y la sujetó en una mano, exclamando en tono las­timero:

—¡Ay, pobre Yorick! Ella escuchó el canto de las sirenas, así que algo huele a podrido en Dinamarca[1]. Yo he pillado un resfriado perpetuo, pero afortunadamente soy terriblemente deshonesto. Y a eso me agarro.

Tosió con gran patetismo, pero su resfriado iba mejorando y no le quedó muy convincente. Sophie intercambió miradas con el perro-hombre, que seguía observándola, con una expresión tan lastimera como la del propio Howl.

—Deberías volver con Lettie —le dijo

—¿Qué pasa? —le espetó a Howl—. ¿Lo de la señorita Angorian no va bien?

—Horrible —dijo Howl—. Lily Angorian tiene un corazón como una piedra recocida —colocó la calavera otra vez en el fregadero y llamó a Michael a gritos—. ¡A comer! ¡A trabajar! —gritó.

Después del desayuno vaciaron el armario de las escobas. Luego Michael y Howl hicieron un agujero en una de las paredes. Se oyeron ruidos extraños y levantaron mucho polvo. Al cabo de un rato los dos llamaron a gritos a Sophie, que entró con una escoba en la mano y dispuesta a usarla. Y se encontró que, en lugar de la pared, había un arco que llevaba a los escalones que siempre conectaron la tienda y la casa. Howl le hizo una seña para que pasara y echara un vistazo. La estancia estaba vacía y había eco. El suelo estaba cubierto por baldosas negras y blancas, como el salón de la señora Pentstemmon, y las estanterías, que antes estaban llenas de sombreros, tenían un jarrón con rosas y un pequeño ramillete de prímulas de seda. Sophie se dio cuenta de que esperaban que lo admirara, así que consiguió no decir nada.

—Encontré las flores en el taller del patio —dijo Howl—. Ven y mira la parte de fuera.

Abrió la puerta de la calle y se oyó el tintineo de la misma campanilla que Sophie había oído toda su vida. Salió cojeando a la calle, vacía a aquellas tempranas horas de la mañana. La fachada estaba recién pintada de verde y amarillo. Las letras redondas sobre el escaparate decían:

H. JENKINS FLORES FRESCAS A DIARIO

—¿Has cambiado de idea sobre los apellidos comunes? —preguntó Sophie.

—Solo por motivos de seguridad —dijo Howl—. Prefiero Pendragon.

—¿Y de dónde vendrán las flores frescas? —preguntó So­phie—. No puedes poner eso y luego vender flores de seda de los sombreros.

—Espera y veras —dijo Howl, traspasando la puerta.

Atravesaron la tienda y el patio en el que Sophie había crecido. Ahora medía solo la mitad, porque el patio del cas­tillo de Howl ocupaba la otra mitad. Sophie miró por encima del muro de ladrillo del patio de Howl y vio su antigua casa. Tenía un aspecto extraño con la nueva ventana del dormitorio de Howl y Sophie se sintió todavía más rara al darse cuenta de que esa ventana no daba a las cosas que ella estaba viendo ahora. También vio la ventana de su antigua habitación, sobre la tienda. Y volvió a sentirse rara, porque ahora no parecía haber forma de subir hasta allí.

Mientras caminaba tras Howl y subía las escaleras hacia el armario de las escobas, se dio cuenta de que se sentía como una cascarrabias. Ver su antiguo hogar de aquella forma la llenaba de sentimientos muy contradictorios.

—Creo que está todo muy bien —dijo Sophie.

—¿De verdad? —dijo Howl con frialdad. Estaba dolido.

«Le encanta que le halaguen», pensó Sophie con un sus­piro mientras Howl iba a la puerta del castillo y giraba el pomo con el morado hacia abajo. Por otra parte, ella nunca había halagado a Howl, ni tampoco a Calcifer y no veía por qué tendría que empezar ahora.

Se abrió la puerta y pasaron por delante de setos enormes cargados de flores. El castillo se detuvo para que Sophie pu­diera bajarse. Entre los arbustos, había senderos cubiertos de hierba larga y verde que llevaban en todas direcciones. Howl y Sophie caminaron por el más cercano y el castillo los siguió, rozando apenas los pétalos más altos. El castillo, por muy alto, negro y deformado que fuera, con sus peculiares hilillos de humo de una torre a otra, no desentonaba. Allí también se había obrado magia. Sophie lo sabía. Y el castillo, de alguna manera, encajaba en aquel lugar.

El aire era cálido y húmedo y estaba impregnado del per­fume de las flores, de miles de ellas. Sophie estuvo a punto de decir que le recordaba al aroma del cuarto de baño tras una sesión de Howl, pero se resistió. Aquel lugar era realmente maravilloso. Entre los arbustos y sus flores púrpuras, rojas y blancas, crecían otras más pequeñas entre la hierba: unas rosas y pequeñas con solo tres pétalos, pensamientos gigantes, polemonios silvestres, altramuces de todos los colores, azucenas anaranjadas, azucenas altas y blancas, lirios y miles de clases más. En las enredaderas crecían flores tan grandes que podrían servir de sombreros, acianos, amapolas y plantas de formas extrañas y con hojas de colores aún más inusuales. Aunque no se parecía mucho al sueño de Sophie de tener un jardín como el de la señora Fairfax, se le olvidó el mal humor y dio rienda suelta a su entusiasmo.

—¿Lo ves? —dijo Howl, con un gesto de la mano y la larga manga negra que perturbó a cientos de mariposas azules que celebraban un banquete en una mata de rosas amarillas—. Podemos cortar montones de flores cada mañana y venderlas en Market Chipping con las hojas todavía empapadas de rocío.

Al final de aquel sendero la hierba se volvía cada vez más húmeda y blanda. Bajo los matorrales crecían enormes orquí­deas. Howl y Sophie llegaron de repente a una charca de agua templada llena de nenúfares. El castillo giró ligeramente para
rodearla y siguió por otro sendero a lo largo del cual se ali­neaban flores variadas.

—Si vienes tú sola por aquí, no te olvides del bastón para comprobar que el suelo está firme —dijo Howl—. Hay muchos arroyos y charcos. Y no vayas más lejos por ahí.

Señaló en dirección sudeste, donde se veía un sol blan­quecino y abrasador flotando sobre la bruma.

—Ahí está el Páramo, desierto y ardiente; es el territorio de la bruja.

—¿Quién puso aquí estas flores, justo al borde del Pára­mo? —preguntó Sophie.

—El mago Suliman empezó la labor hace un año —con­testó Howl, volviendo hacia el castillo—. Creo que su idea era hacer florecer el Páramo y vencer de esa forma a la bruja. Llevó las aguas termales hasta la superficie y lo hizo florecer. Le iba muy bien hasta que la bruja lo atrapó.

—La señora Pentstemmon mencionó otro nombre —dijo Sophie—. Viene del mismo sitio que tú, ¿verdad?

—Más o menos —dijo Howl—. Pero yo no le conocí. Unos meses más tarde vine yo y lo intenté de nuevo. Me pareció una buena idea. Así fue cómo conocí a la bruja. A ella no le gustó.

—¿Por qué? —preguntó Sophie.

El castillo los estaba esperando.

—Porque se ve a sí misma como una flor —dijo Howl, mientras abría la puerta—. Una orquídea solitaria, que florece en el páramo desértico. La verdad, es patético.

Sophie miró otra vez a las flores antes de seguir a Howl al interior. Había rosas, cientos de ellas.

—¿Y no descubrirá la bruja que estás aquí?

—He intentado hacer lo que menos se espera —dijo Howl.

—¿Y estás intentando encontrar al príncipe Justin? —pre­guntó Howl.

Pero Howl volvió a escabullirse sin responder dirigiéndose a toda prisa hacia el armario de las escobas y llamando a Michael a gritos.