El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

La tercera puerta daba a un patío trasero con altos muros de ladrillo. Había un gran montón de leña y otras pilas de­sordenadas de trozos sueltos de hierro, ruedas, cubos, plan­chas de metal, cables, todo ello amontonado hasta casi so­brepasar la altura del muro. Sophie cerró también aquella puerta, totalmente confundida, porque parecía que no encajaba con el castillo. Por encima del muro de ladrillo no se veía ningún castillo. Solo el cielo. Lo único que se le ocurrió fue que aquella parte del castillo daba a la pared invisible que la había detenido la noche anterior.

Abrió la cuarta puerta y no era más que un armario de la limpieza, con dos capas elegantes de terciopelo, algo pol­vorientas, colgadas de los palos de las escobas. Sophie volvió a cerrarla despacio. La única puerta que quedaba era la de la pared de la ventana, por la que había entrado la noche an­terior. Se acercó hacia ella y la abrió con cautela.

Durante unos momentos se quedó contemplando el paisaje de las colinas que se movían lentamente, el brezo que se des­lizaba por debajo de la puerta y el viento que alborotaba su pelo escaso. Podía oír el traqueteo y el roce que producían las grandes piedras negras con el movimiento del castillo. Luego cerró la puerta y fue hacia la ventana. Allí estaba de nuevo la ciudad costera. No era un cuadro. Una mujer había abierto una puerta al otro lado de la calle y estaba barriendo. Al otro lado de la casa, una vela gris se izaba sacudiendo el mástil, molestando a una bandada de gaviotas que echó a volar en círculos sobre el mar reluciente.

—No lo entiendo —le dijo Sophie a la calavera. Y luego, como el fuego parecía casi apagado, le puso un par de troncos y quitó con el rastrillo parte de la ceniza. Las llamas verdes se elevaron de los troncos, pequeñas y rizadas, y formaron una cara alargada y azul con una cabellera verde llameante.

—Buenos días —dijo el demonio del fuego—. No olvides que tenemos un trato.

Así que no había sido un sueño. Sophie no solía llorar, pero se sentó en la silla durante un buen rato mirando a la cara borrosa y danzarina del demonio del fuego, y no prestó mucha atención a los sonidos que hacía Michael al levantarse, hasta que lo vio de pie frente a ella, con aspecto avergonzado y un poco exasperado.

—Todavía estás aquí —dijo—. ¿Te pasa algo?

Sophie se sorbió las lágrimas.

—Soy vieja —comenzó.

Pero, como le había dicho la bruja y el demonio del fuego había adivinado, no podía hablar de ello. Michael dijo ale­gremente:

—Bueno, a todos nos llega con el tiempo. ¿Te gustaría tomar algo para desayunar?

Sophie descubrió que realmente era una anciana resistente. Después de haber comido solo pan y queso en el almuerzo del día anterior, ahora estaba hambrienta.

—¡Sí! —asintió. Y cuando Michael fue al armario, se le­vantó y miró por encima del hombro para ver qué había de comer.

—Me temo que solo hay pan y queso —dijo Michael algo tenso.

—¡Pero si hay una cesta entera de huevos! —dijo Sophie—. ¿Y no es eso beicon? ¿Y qué tal si bebemos algo caliente? ¿Dónde está la tetera?

—No tenemos —dijo Michael—. Y Howl es el único capaz de cocinar.

—Yo también sé cocinar —dijo Sophie—. Dame esa sartén y te lo demostraré.

Alargó la mano para coger una sartén grande y negra que colgaba en la pared del armario, a pesar de que Michael in­tentó evitarlo.

—No lo entiendes —dijo Michael—. Es Calcifer, el demonio del fuego. Solo inclina la cabeza para cocinar ante Howl.

Sophie dio media vuelta y miró al demonio, que llameó con aspecto desafiante.

—Me niego a que me exploten —dijo.

—¿Quieres decir que no puedes ni siquiera beber algo caliente si Howl no está? —le preguntó Sophie a Michael. Michael asintió avergonzado—. ¡Entonces es a ti a quien están explotando! —exclamó Sophie—. Dame eso —cogió la sartén de las manos reacias de Michael y agarró el beicon, luego metió una cuchara de madera en la cesta de los huevos y avanzó con todo aquello hacia la chimenea—. A ver, Calcifer —dijo—, vamos a dejarnos de tonterías. Inclina la cabeza.

—¡No me puedes obligar! —crepitó el demonio.

—¡Claro que puedo! —crepitó a su vez Sophie, con una fiereza que a menudo hacía que sus hermanas se detuvieran en medio de una pelea—. Si no, te echaré agua por encima. O cogeré las tenazas y te quitaré los dos troncos —añadió mientras se arrodillaba junto al hogar con gran crujir de hue­sos. Y entonces suspiró—: O me puedo retractar del trato y contárselo a Howl, ¿no te parece?

—¡Maldición! —escupió Calcifer—. ¿Por qué la dejaste en­trar, Michael?

Enfurruñado, inclinó la cara azul hacia adelante hasta que lo único que se veía de él era un círculo de llamitas verdes bailando sobre los troncos.

—Gracias —dijo Sophie, y colocó de golpe la pesada sartén sobre las llamas para asegurarse de que Calcifer no se levan­taba de repente.

—Espero que se te queme el beicon —dijo Calcifer, con la voz ahogada bajo la sartén.

Sophie plantó varias lonchas sobre la sartén. Estaba bien caliente. El beicon chisporroteó y Sophie tuvo que enrollarse la mano en la falda para sostener el mango. Cuando se abrió la puerta, ni siquiera se dio cuenta por el ruido de la fritura.

—No hagas tonterías —le dijo a Calcifer—. Y estáte quieto, porque voy a cascar los huevos.

—Ah, hola, Howl —dijo Michael sin saber qué hacer.

Apresuradamente, Sophie dio media vuelta al oírle. Los ojos se le abrieron como platos. El joven alto con el traje azul y plateado que acaba de entrar se detuvo cuando se disponía a dejar una guitarra en un rincón. Se apartó el pelo rubio de sus curiosos ojos verdes y le devolvió la mirada a Sophie. Su cara larga y angulosa mostraba perplejidad.

—¿Quién rayos eres tú? —dijo Howl—. ¿Dónde te he visto antes?

—Soy una total desconocida —mintió Sophie con firmeza. Después de todo, Howl solo la había visto el tiempo sufi­ciente para llamarla ratoncita, así que era casi cierto. Debería darle gracias al cielo por la suerte que había tenido al haber podido escapar en aquella ocasión, pero en realidad su prin­cipal pensamiento fue: «¡Anda! ¡Si el mago Howl no es más que un veinteañero, por muy malo que sea!». «La vejez lo cambiaba todo», pensó mientras le daba la vuelta al beicon en la sartén. Y se hubiera muerto antes que dejar que aquel jovenzuelo peripuesto se enterase de que era la chica de la que se había compadecido el día de la fiesta. Y aquello no tenía nada que ver con las almas y los corazones. Howl no se iba a enterar.

—Dice que se llama Sophie —intervino Michael—. Llegó anoche.

—¿Cómo ha conseguido que se incline Calcifer? —pregun­tó Howl.

—¡Me ha obligado! —dijo Calcifer con voz lastimera y ahogada debajo de la sartén.

—No hay mucha gente capaz de hacer una cosa así —dijo Howl pensativo. Dejó la guitarra en el rincón y se acercó al hogar. Un aroma a jacintos se mezcló con el del beicon cuan­do empujó a Sophie a un lado con firmeza—. A Calcifer no le gusta que nadie cocine sobre él, excepto yo —dijo al arro­dillarse mientras se enrollaba una de sus largas mangas sobre la mano para sujetar la sartén—. Pásame dos lonchas de beicon más y seis huevos, por favor, y dime para qué has venido.

Sophie se quedó mirando fijamente a la joya azul que le colgaba de la oreja de Howl y le fue pasando un huevo detrás de otro.

—¿Que para qué he venido, joven? —dijo. Después de lo que había visto del castillo, era evidente—. He venido porque soy la nueva limpiadora, naturalmente.

—¿Ah, sí? —preguntó Howl, cascando los huevos con una sola mano y arrojando las cascaras entre los troncos, donde Calcifer parecía comérselas con mucho deleite y ruido—. ¿Y quién lo dice?

—Yo lo digo —afirmó Sophie, y añadió en tono piadoso—: Seré capaz de limpiar la porquería que hay aquí, aunque no pueda limpiar tu alma de maldad, jovencito.

—Howl no es malo —dijo Michael.

—Sí que lo soy —le contradijo Howl—. Se te olvida lo malísimo que estoy siendo ahora mismo, Michael —apuntó con la barbilla a Sophie—. Si tantas ganas tienes de ayudar, buena mujer, saca unos cuchillos y tenedores y haz sitio en la mesa.

Debajo de la mesa de trabajo había unos taburetes altos. Michael los estaba sacando para sentarse, empujando hacia los lados todos los trastos que había encima para hacer sitio a los cuchillos y tenedores que había sacado de un cajón la­teral. Sophie fue a ayudarle. No esperaba que Howl le diera la bienvenida, naturalmente, pero hasta entonces no le había dado permiso para que se quedara más allá del desayuno. Como Michael no parecía necesitarla, Sophie se acercó arras­trando los pies hasta su bastón y lo colocó descaradamente en el armario de las escobas. Como aquello tampoco pareció lla­mar la atención de Howl, dijo:

—Puedes tomarme a prueba durante un mes, si quieres.

El mago Howl no dijo nada más que:

—Platos, Michael, por favor —y se levantó con la sartén humeante en la mano. Calcifer saltó con un rugido de alivio y ardió con gran estrépito.

Sophie hizo otro intento para que el mago se compro­metiera.

—Si voy a estar aquí limpiando durante el próximo mes —dijo—, me gustaría saber dónde está el resto del castillo. Solo he visto esta sala y el cuarto de baño.

Para su sorpresa, Michael y Howl estallaron en carcajadas.

Cuando casi habían terminado de desayunar, Sophie des­cubrió qué les había hecho tanta gracia. A Howl no solo era difícil obligarle a comprometerse, sino que no le gustaba con­testar ninguna pregunta en absoluto. Sophie dejó de pregun­tarle a él y se dirigió a Michael.

—Díselo —dijo Howl—. Así dejará de dar la lata.

—No hay nada más —dijo Michael—, excepto lo que has visto y dos dormitorios en el piso de arriba.

—¿Qué? —se sorprendió Sophie.

Howl y Michael se echaron a reír de nuevo.

—Howl y Calcifer inventaron el castillo —explicó Mi­chael— y Calcifer lo mantiene en marcha. El interior en rea­lidad es la vieja casa de Howl en Porthaven, que es la única parte real.

—¡Pero si Porthaven está a cientos de millas de aquí, en la costa! —exclamó Sophie—. ¡Qué vergüenza! ¿Y qué pretendes con este castillo grande y feo que recorre las colinas de Market Chipping aterrorizando a la gente?

Howl se encogió de hombros.

—¡Qué mujer más directa! He llegado a ese punto en mi carrera en que necesito impresionar a todo el mundo con mi poder y maldad. No quiero que el Rey piense bien de mí. Además, el año pasado ofendí a alguien muy poderoso y tengo que mantenerme alejado.

Era una forma un tanto extraña de evitar a alguien, pero Sophie supuso que los magos se regían por normas distintas a las de la gente corriente. Y enseguida descubrió que el cas­tillo tenía otras peculiaridades. Habían terminado de comer y Michael estaba apilando los platos en la pila mugrienta cuando se oyó un golpe fuerte y seco en la puerta. Calcifer elevó sus llamas:

—¡Puerta de Kingsbury!

Howl, que iba de camino al cuarto de baño, se dirigió hacia la puerta. Tenía un pomo de madera pequeño y cua­drado en el dintel, con una pincelada de pintura en cada uno de sus cuatro lados. En aquel momento el lado que apuntaba hacia abajo tenía una mancha verde, pero Howl lo hizo girar para que fuese la mancha roja la que apuntara hacia abajo antes de abrir la puerta.