El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Sophie levantó la vista para asegurarle a Lettie que Cal­cifer era real y vio a la señorita Angorian en la puerta, con aspecto tímido y confundido.

—Oh, perdonen. He venido en mal momento, ¿no es así? —dijo—. Solo quería hablar con Howell.

Sophie se levantó, sin saber muy bien qué hacer. Estaba avergonzada de cómo la había echado la última vez. Había sido solamente porque sabía que Howl la estaba cortejando. Por otra parte, eso no quería decir que tuviera que caerle bien.

Michael le facilitó las cosas a Sophie saludando a la se­ñorita Angorian con una gran sonrisa de bienvenida.

—Howl está dormido en este momento —dijo—. Entre y tómese un vaso de vino mientras espera.

—Qué amable —aceptó la señorita Angorian.

Pero era evidente que no estaba contenta. Rechazó el vino y paseaba de un lado a otro mordisqueando un muslo de pollo. La sala estaba llena de gente que se conocía bien entre sí y ella era una extraña. Fanny no ayudó mucho al inte­rrumpir su incesante charla con la señora Fairfax para decir:

¡Qué ropa más peculiar!

Martha tampoco se lo puso fácil. Había visto con que admiración la había saludado Michael y se aseguro de que el muchacho no hablaba con nadie, más que con día y con Sophie. Y Lettie ignoró a la señorita Angorian y fue a sentarse en las escaleras con Percival.

La señorita Angorian pareció decidir enseguida que ya había tenido suficiente. Sophie la vio junto a la puerta, inten­tando abrirla. Se apresuró a ayudarla, sintiéndose muy cul­pable. Después de todo, la señorita Angorian debía albergar sentimientos muy profundos por Howl si había venido hasta aquí.

—Por favor, no se vaya todavía —dio Sophie—. Iré a des­pertar a Howl.

—Ah, no, no lo despierte —dijo la señorita Angorian, con una sonrisa nerviosa—. Tengo el día libre y no me importa esperar. Quería salir un poco a explorar afuera. El ambiente está un poco cargado con ese fuego verde tan raro.

Aquello le pareció a Sophie la manera perfecta de desha­cerse de la señorita Angorian sin tener que hacer nada. Le abrió educadamente la puerta. De alguna forma, tal vez de­bido a las defensas que Howl le había pedido a Michael que mantuviera, el pomo se había girado con el púrpura hacia abajo. Fuera estaba la bruma llameante de sol y bancos de flores púrpuras.

—¡Qué hermosura de rododendros! —exclamó la señorita Angorian con su voz más ronca y temblorosa—. ¡Tengo que verlos! —y saltó inmediatamente sobre la hierba.

—No vaya hacia el suroeste —gritó Sophie.

El castillo se deslizaba hacia un lado. La señorita Ango­rian enterró su bonito rostro en un ramillete de flores blancas.

—No pienso alejarme mucho —dijo.

—¡Ay, madre! —dijo Fanny detrás de Sophie—. ¿Dónde está mi carruaje?

Sophie se lo explicó lo mejor que puedo, pero Fanny es­taba tan preocupada que Sophie tuvo que girar el pomo hacia el naranja y abrirla para mostrarle el camino de la mansión en un día mucho más gris, donde el criado y el cochero estaban sentados en el techo del carruaje comiendo salchichón y jugando a las cartas. Era la única forma de que Fanny cre­yera que su carruaje no había desaparecido misteriosamente. Sophie estaba intentando explicar, sin saberlo realmente, cómo una puerta podía abrirse a varios sitios distintos, cuando Cal cifer se elevó entre los troncos, gritando:

—iHowl! —aulló, llenando la chimenea con llamas azules—. ¡Howl! ¡Howell Jenkins, la bruja ha encontrado a la familia de tu hermana!

Se oyó un golpe violento en el piso de arriba. La puerta del dormitorio de Howl crujió y Howl bajó a toda velocidad, apartando a Lettie y Percival de su camino. Fanny soltó un débil grito al verle. Tenía el pelo de punta y los ojos colo­rados.

—¡Me pilló por mi punto débil, maldita sea! —gritó mien­tras atravesaba la habitación como un rayo con las mangas al viento—. ¡Me lo temía! ¡Gracias, Calcifer!

Echó a Fanny a un lado y abrió la puerta de golpe. Sophie oyó la puerta cerrarse tras él mientras subía lentamente las escaleras. Sabía que era una fisgona, pero tenía que ver qué pasaba. Mientras atravesaba el cuarto de Howl oyó que todos la seguían.

—¡Qué habitación más sucia! —exclamó Fanny.

Sophie miró por la ventana. En el impecable jardín caía una fina llovizna. El columpio estaba perlado de gotas, al igual que la ondulante cabellera pelirroja de la bruja. Estaba apoyada contra el columpio, alta y poderosa, vestida con una túnica, llamando a alguien con la mano. La sobrina de Howl, Mari, avanzaba sobre la hierba mojada hacia ella. Parecía que no quería ir, pero no tenía elección. Detrás de ella, el sobrino de Howl, Neil, avanzaba hacia la bruja todavía más despacio, lanzando sus peores miradas asesinas. Y la hermana de Howl, Megan, estaba detrás de los dos niños. La boca de Megan se abría y se cerraba. Era evidente que le estaba dejando las cosas claras a la bruja, pero no podía evitar verse atraída también hacia ella.

Howl entró corriendo en el jardín. No se había molestado en transformar la ropa y tampoco se molestó en hacer ningún tipo de magia. Se lanzó directamente contra la bruja, que in­tentó agarrar a Mari, pero la niña estaba demasiado lejos. Howl cogió a Mari primero y la empujó a su espalda sin dejar de correr. Y la bruja salió huyendo, corriendo como un gato perseguido por un perro, a través del césped y por encima de la valla, en un relámpago de túnica llameante, con Howl como un sabueso pisándole los talones. La bruja se desvaneció al otro lado de la valla como un borrón rojo y Howl la siguió como un borrón negro con mangas al viento.

—Espero que la coja —dijo Martha—. La niña está llorando.

Abajo, Megan abrazó a Mari y se llevó a los dos niños adentro. Era imposible saber qué les había pasado a Howl y a la bruja. Lettie, Percival, Martha y Michael volvieron a la planta baja. Fanny y la señorita Fairfax estaban paralizadas de asco por el estado del dormitorio de Howl.

—¡Mira esas arañas! —dijo la señora Fairfax.

—¡Y el polvo de las cortinas! —dijo Fanny—. Annabel, he visto unas escobas en el pasaje por donde viniste.

—Vamos por ellas —dijo la señora Fairfax—. Te recogeré el vestido, Fanny, y nos pondremos a trabajar. ¡No soporto ver una habitación de esta manera!

«¡Pobre Howl!», pensó Sophie. «¡Con lo que le gustan sus arañas!». Se quedó al pie de las escaleras, preguntándose cómo podría detener a la señora Fairfax y a Fanny.

Desde abajo, Michael la llamó:

—¡Sophie! Vamos a dar una vuelta por la mansión. ¿Quie­res venir?

Aquello parecía una idea perfecta para evitar que las dos se pusieran a limpiar. Sophie llamó a Fanny y bajó las esca­leras deprisa. Lettie y Percival ya estaban abriendo la puerta. Lettie no había escuchado cuando Sophie se lo había expli­cado a Fanny, y era obvio que Percival tampoco lo había entendido. Sophie vio que el pomo apuntaba hacia el púrpura, por error. Y abrieron la puerta justo cuando Sophie avanzaba por la habitación para corregirles.

El espantapájaros apareció en el marco de la puerta, entre las flores.

—¡Cerrad! —gritó Sophie. Y vio lo que había pasado. La noche anterior ella había ayudado al espantapájaros al decirle que fuera diez veces más rápido. Había corrido hacia el cas­tillo viajero para intentar entrar por ese lado. Pero la señorita Angorian estaba allí fuera. Sophie se preguntó si estaría des­mayada entre los arbustos—. Por favor, no —dijo débilmente.

Pero nadie le prestaba atención. Lettie se puso del color del vestido de Fanny, y se aferró del brazo de Martha. Percival se quedó mirándolo fijamente y Michael intentaba coger la calavera, que estaba castañeado los dientes con tanta fuerza que iba camino de caerse de la mesa y llevarse consigo a la botella de vino. Y la calavera parecía tener un efecto extraño en la guitarra, que emitía unos arpegios largos y temblorosos: ¡Noummm Harrummmm! ¡Noum Harrummm!

Calcifer apareció otra vez en la chimenea.

—Esa cosa está hablando —le dijo a Sophie—. Dice que no tiene malas intenciones. Creo que dice la verdad. Espera tu permiso para entrar.

Y era cierto que el espantapájaros estaba quieto. No inten­taba lanzarse al interior como en otras ocasiones. Y Calcifer debía de confiar en él, porque había detenido el castillo. So­phie miró la cara de nabo y los andrajos que flotaban al viento. Después de todo no daba tanto miedo. La primera vez que lo vio se había compadecido de él. La verdad es que sospechaba que lo había convertido en una excusa conveniente para no dejar el castillo porque realmente quería quedarse. Pero ahora ya no había ningún motivo. Sophie tenía que mar­charse de todas formas: Howl prefería a la señorita Angorian.

—Por favor, pasa —le dijo con voz un poco ronca.

—¡Ahmmnng! —dijo la guitarra.

El espantapájaros entró en la sala con un poderoso salto lateral y se quedó balanceándose sobre su única pierna como si estuviera buscando algo. El aroma a flores que había en­trado con él no bastaba para esconder su propio olor a polvo y a descomposición.

La calavera castañeó de nuevo bajo los dedos de Micliad. El espantapájaros dio media vuelta con alegría y se lanzó hacia ella. Michael intentó salvar la calavera pero enseguida se quito del medio, porque cuando la criatura caía sobre la mesa se oyó el restallar que produce la magia poderosa y la calavera se fundió con la cabeza de nabo del espantapájaros. Pareció meterse dentro y rellenarla. Ahora se veía el contorno de un rostro arrugado debajo del tubérculo. El problema era que estaba mirando al revés. El espantapájaros se retorció como pudo, se enderezó de un salto y luego giró rápidamente todo el cuerpo de forma que la parte delantera quedara debajo de la cara arrugada del nabo. Poco a poco dejó caer sus brazos extendidos hacia los costados.

—Ahora puedo hablar —dijo con una voz un tanto pastosa.

—Me voy a desmayar —aseguró Fanny, en las escaleras.

—No digas tonterías —replicó la señora Fairfax a su es­palda—. Es solo el golem de un mago. Se limitan a cumplir órdenes. Son inofensivos.

Lettie, de todas formas, parecía al borde de un desvane­cimiento. Pero el único que se desmayó fue Percival. Se cayó al suelo sin hacer ruido, y se quedó allí acurrucado como si estuviera dormido. Lettie, pese al terror que sentía, corrió ha­cia él y tuvo que retroceder cuando el espantapájaros dio otro salto y se detuvo delante de Percival.

—Esta es una de las partes que me enviaron a buscar —dijo con su voz pastosa. Se giró sobre el palo hasta quedar frente a Sophie—. Debo darte las gracias —dijo—. Mi cráneo estaba muy lejos y me quedé sin fuerzas antes de alcanzarlo. Me habría quedado para siempre en aquel seto si no hubieras venido tú y no me hubieras insuflado vida con tus palabras —se giró también hacia la señora Fairfax y hacia Lettie—. Os doy las gracias a las dos.

—¿Quién te envía? ¿Qué tienes que hacer? —preguntó Sophie.

El espantapájaros se dio la vuelta vacilante.

—Algo más —dijo—. Todavía me faltan partes.

Guardaron silencio, casi todos demasiado traumatizados para hablar, mientras el espantapájaros se daba la vuelta a un lado y a otro. Parecía que estaba pensando.

—¿De qué forma parte Percival? —preguntó Sophie.

—Dejadle que se aclare —dijo Calcifer—. Nadie le había pedido que se explicara hasta ahora… —se interrumpió de re­pente y se escondió hasta que casi no se veía ninguna llamita verde. Michael y Sophie intercambiaron miradas alarmadas.

Entonces habló una nueva voz, salida de la nada. Se la oía amplificada y con sordina, como si hablara desde dentro de una caja, pero no había duda de que era la voz de la bruja.

—Michael Fisher —tronó la voz—, dile a tu maestro Howl, que ha caído en mi trampa. Tengo en mi poder a la mujer llamada Lily Angorian en mi fortaleza del Páramo. Dile que solo la dejaré marchar si viene él mismo a buscarla. ¿Enten­dido, Michael Fisher?

El espantapájaros dio media vuelta y saltó hacia la puerta abierta.

—¡Oh, no! —gritó Michael—. ¡Detenedlo! ¡La bruja lo ha­brá enviado para poderse colar aquí dentro!