El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Sophie todavía temblaba a causa del viaje en el carruaje sin caballos. Se sentó encantada en una de las dos sillas. No era muy cómoda. La sala de la señorita Angorian no estaba diseñada para la comodidad, sino para el estudio. Aunque mu­chas de las cosas que allí había eran extrañas, Sophie reco­noció las estanterías cubiertas de libros, las pilas de papel sobre la mesa y los ficheros apilados en el suelo. Se sentó y observó cómo Michael la miraba con ojos tímidos y Howl utilizaba su encanto.

—¿Cómo sabe quién soy? —preguntó Howl de forma se­ductora.

—Parece que ha dado usted pie a muchas habladurías en la ciudad —dijo la señorita Angorian, mientras arreglaba los papeles sobre la mesa.

—¿Y qué le han dicho los que propagan esos rumores sobre mí? —preguntó Howl. Se apoyó lánguidamente en el extremo de la mesa e intentó que la señorita Angorian le mirara a los ojos.

—Que aparece y desaparece de forma impredecible, por ejemplo.

—¿Y qué más? —Howl seguía los movimientos de la se­ñorita Angorian mirándola de tal manera que Sophie supo que la única oportunidad que tenía Lettie era que la profesora se enamorara de Howl inmediatamente.

Pero no era ese tipo de mujer.

—Muchas otras cosas, la mayoría negativas —dijo la pro­fesora, e hizo que Michael se ruborizara cuando le miró. Lue­go le dirigió a Sophie una expresión que sugería que no sería apropiado que oyera los detalles. Levantó un papel amarillo con los bordes ondulados hacia Howl—. Aquí está —dijo con severidad—. ¿Sabe lo que es?

—Claro —dijo Howl.

—Entonces, por favor, dígamelo —dijo la señorita Angorian.

Howl cogió el papel. Hubo cierto forcejeo cuando intentó tomar la mano de la señorita Angorian al mismo tiempo. La profesora ganó la batalla y se llevó las manos a la espalda. Howl sonrió de forma encantadora y le pasó el papel a Michael.

—Díselo tú.

El rostro ruborizado de Michael se iluminó en cuanto lo vio.

—Es el conjuro. Este sí que sé hacerlo, es de agrandamiento, ¿no?

—Ya me lo parecía —dijo la señorita Angorian en tono acusador—. Me gustaría saber qué estaba haciendo usted con algo sí.

—Señorita Angorian —dijo Howl—, si ha oído todas esas cosas sobre mí, sabrá que escribí mi tesis doctoral sobre con­juros y encantamientos. ¡Por su expresión parece que estu­viera haciendo magia negra! Le aseguro que nunca he usado ningún tipo de conjuro en mi vida —Sophie no pudo evitar una ligera tos al oír aquella mentira descarada—. Con la mano en el corazón —añadió Howl, lanzándole a Sophie una mirada irritada—, le digo que este conjuro es solamente para estudiarlo. Es muy viejo y excepcional. Por eso quería re­cuperarlo.

—Bueno, pues ya lo tiene —dijo la tajante señorita An­gorian—. Antes de que se vaya, ¿le importaría devolverme la hoja de los deberes? Las fotocopias cuestan dinero.

Howl sacó el papel enseguida y lo levantó justo fuera de su alcance.

—Y ahora este poema —dijo—, me tiene intrigado. Es una tontería, en realidad, pero no me acuerdo de cómo termina. Es de Walter Raleigh, ¿no?

La señorita Angorian lo miró con desprecio.

—Por supuesto que no. Es de John Donne y es muy co­nocido. Aquí tengo el libro en el que aparece, si quiere refrescarse la memoria.

—Por favor —y por cómo siguió con la vista a la señorita Angorian hacia la estantería, Sophie se dio cuenta de que aquella era la verdadera razón por la Howl había venido a esta tierra extraña donde vivía su familia.

Pero a Howl no le importaría matar dos pájaros de un tiro.

—Señorita Angorian —dijo suplicante, observando su si­lueta cuando ella se estiraba para coger el libro—, ¿consideraría usted la posibilidad de salir a cenar conmigo esta noche?

La señorita Angorian se dio la vuelta con un gran libro en la mano, con una expresión más severa que nunca.

—No —dijo—. Señor Jenkins, no sé qué habrá oído sobre mí, pero debe saber que todavía me considero comprometida con Ben Sullivan…

—No sé quién es —dijo Howl.

—Mi prometido —dijo la señorita Angorian—. Desapareció hace años. Y ahora, ¿quiere que le lea en voz alta el poema?

—Por favor —dijo Howl, sin arredrarse—. Tiene usted una voz tan hermosa.

—Entonces empezaré con la segunda estrofa —dijo la se­ñorita Angorian—, ya que tiene la primera en la mano.

Leía muy bien, no solo melodiosamente sino en una forma en la que la segunda estrofa parecía encajar con el ritmo de la primera, cosa que en opinión de Sophie no ocurría en ab­soluto sobre el papel:

Si has nacido con visiones extrañas,

cosas invisibles a los ojos,

cabalga diez mil días con sus noches

hasta que la edad nieve de blanco tus cabellos.

Cuando regreses, me contarás

todas las extrañas maravillas que te han ocurrido,

y jurarás

que en ningún lugar

existe ninguna mujer hermosa y fiel.

Si encontrases…

Howl se había puesto terriblemente pálido. Sophie perci­bió el sudor en su rostro.

—Gracias —dijo—. Ya puede parar. No la molestaré con el resto. Incluso la buena mujer es infiel en el último verso, ¿no es así? Ahora me acuerdo. Qué tonto he sido. John Donne, naturalmente —la señorita Angorian bajó el libro y lo miró. Howl forzó una sonrisa—. Ahora tenemos que irnos. ¿No cam­biará de opinión sobre la cena?

—No —dijo la señorita Angorian—. ¿Se encuentra bien, señor Jenkins?

—Estupendamente —dijo Howl, mientras empujaba a Michael y Sophie escaleras abajo y hacia el horrible carruaje sin caballos. Los observadores invisibles en las casas de alrededor debieron de pensar que la señorita Angorian los perseguía con un sable, a juzgar por la velocidad con la que Howl los metió en el coche y se marchó.

—¿Qué pasa? —preguntó Michael mientras el carruaje avanzaba rugiendo colina arriba y Sophie se agarraba a los pedazos del asiento con todas sus fuerzas. Howl fingió no haberlo oído. Así que Michael esperó hasta que Howl guardó el carro en la caseta y volvió a preguntar.

—Ah, nada —dijo Howl con arrogancia, dirigiendo el ca­mino hacia la casa amarilla llamada Rivendell—. La bruja del Páramo me ha pillado con su maldición, nada más. Tenía que pasar, antes o después —parecía estar calculando o haciendo sumas de memoria mientras abría la puerta del garaje—. Diez mil —le oyó murmurar Sophie—. Eso será sobre el día del solsticio de verano.

—¿Qué pasa el 21 de junio? —preguntó Sophie.

—Que cumpliré diez mil días de vida —dijo Howl—. Y ese día, doña Metomentodo —dijo, entrando en el jardín de RIVENDELL—, será el día en que tendré que enfrentarme a la bruja del Páramo —Sophie y Michael se quedaron parados en el camino, con los ojos clavados en la espalda de Howl, donde se leían las misteriosas palabras RUGBY de GALES—. Si me man­tengo alejado de las sirenas —le oyeron murmurar— y no toco una raíz de mandrágora…

Michael lo llamó.

—¿Tenemos que volver a entrar en esa casa?

Y Sophie añadió:

—¿Y qué hará la bruja?

—Me dan escalofríos solo de pensarlo —apuntó Howl—. Tú no tienes que volver a entrar allí, Michael.

Abrió la puerta de cristal. Dentro estaba la sala del cas­tillo. Las grandes llamas de Calcifer coloreaban las paredes de azul y verde a la luz del atardecer. Howl apartó hacia atrás sus largas mangas y le echó un tronco.

—Nos ha cogido, viejo amigo azul —dijo.

—Ya lo sé —dijo Calcifer—. Noté cómo se agarraba.

CAPÍTULO 12

“En el que Sophie se convierte en la madre de Howl”

Sophie no entendía para qué iba a servir en­suciar el nombre de Howl ante el Rey, ahora que la bruja lo había encontrado. Pero el mago le dijo que era más impor­tante que nunca.

—Necesitaré toda mis energías para poder escapar de la bruja. Y si tengo al Rey encima, no seré capaz de hacerlo.

Así pues, la tarde siguiente Sophie se puso la ropa nueva y se sentó, sintiéndose bien aunque un poco agarrotada, mien­tras esperaba a que Michael se arreglara y a que Howl ter­minara en el cuarto de baño. En ese tiempo le contó a Calcifer cómo era el extraño país donde vivía la familia de Howl. Era una forma de no pensar en el Rey.

Calcifer estaba muy interesado.

—Sabía que venía del extranjero —dijo—. Pero esto parece ser otro mundo. La bruja ha sido muy lista al mandarle la maldición desde allí. Muy lista, sí, señor. Admiro ese tipo de magia, la que usa algo que ya existe y lo convierte en una maldición. Me pareció algo curioso cuando lo estabais leyendo el otro día. El bobo de Howl le contó demasiado sobre sí mismo.

Sophie observó el rostro delgado y azul de Calcifer. No le sorprendió descubrir que Calcifer admiraba la maldición, ni que llamara bobo a Howl. Siempre lo estaba insultando. Pero lo que no conseguía decidir era si Calcifer odiaba a Howl de verdad. Tenía siempre una expresión tan malvada que era difícil saberlo. El demonio del fuego movió sus ojos anaran­jados para mirar a los de Sophie.

—Yo también estoy asustado —dijo—. Sufriré con Howl si la bruja le atrapa. Si no rompes el contrato antes de que lo haga ella, no podré ayudarte.

Antes de que Sophie pudiera hacer más preguntas, Howl salió del cuarto de baño más elegante que nunca, inundando la habitación con perfume de rosas y llamando a Michael a gritos. El muchacho bajó corriendo las escaleras con su nuevo traje de terciopelo azul. Sophie se levantó y cogió su fiel bas­tón. Había que irse.

—¡Qué aspecto tan elegante y majestuoso! —le dijo Michael.

—Me deja en buen lugar —dijo Howl—, excepto por ese horrible bastón viejo.

—Hay gente de lo más egocéntrica —intervino Sophie—. Este bastón va conmigo. Lo necesito como apoyo moral.

Howl levantó la vista al techo, pero no discutió.

Salieron majestuosamente a las calles de Kingsbury. So­phie, naturalmente, miró hacia atrás para ver cómo era el castillo desde fuera. Y vio un dintel grande y curvo sobre una puerta negra y pequeña. El resto del castillo parecía ser un trozo de pared entre dos casas de piedra labrada.

—Antes de que preguntes —dijo Howl—, en realidad no es más que un establo vacío. Por aquí.

Recorrieron las calles con un aspecto tan elegante como cualquiera de los moradores de la ciudad. La verdad es que no había mucha gente. Kinsgbury estaba muy al sur y hacía un día terriblemente caluroso. El empedrado brillaba al sol. Sophie descubrió otro inconveniente de la vejez: uno se siente muy extraño cuando hace mucho calor. Los grandiosos edi­ficios temblaban ante sus ojos. Eso le molestaba porque quería verlo todo, pero lo único que consiguió distinguir fue una impresión borrosa de cúpulas doradas y casas altas.

—Por cierto —dijo Howl—, la señora Pentstemmon te lla­mará señora Pendragon. Con ese apellido me conocen aquí.

—¿Y eso por qué? —preguntó Sophie.

—Para disimular —dijo Howl—. Pendragon es un apellido precioso, mucho mejor que Jenkins.

—Pues a mí me va muy bien con un nombre sencillo —dijo Sophie mientras tomaban una calle estrecha y agrada­blemente fresca.

—No lo dudo —dijo Howl.

La casa de la señora Pentstemmon era alta y elegante y estaba hacia el final de la calleja. A los lados de la hermosa puerta principal había dos naranjos plantados en tiestos. Les abrió un anciano mayordomo vestido de terciopelo negro, que les condujo a un recibidor fresco con suelo de mármol blanco y negro, donde Michael intentó limpiarse el sudor de la cara discretamente. Howl, que siempre parecía estar fresco, trató a aquel hombre como si fueran viejos amigos y bromeó con él.

El mayordomo los dejó con un paje vestido de terciopelo rojo. Mientras los conducían ceremoniosamente por una es­calera lustrosa, Sophie comenzó a entender por qué aquello era una buena práctica antes de reunirse con el Rey. Ya se sentía como si estuviera en un palacio. Cuando el joven les hizo pasar a una salita en penumbra, le pareció que ni siquiera un palacio podría ser tan elegante. Todo era azul, dorado y blanco, pequeño y elegante. La señora Pentstemmon era lo más elegante de todo. Era alta y delgada y estaba sentada muy derecha en una silla tapizada de azul y dorado. Una mano estaba cubierta por un mitón calado de seda dorada, y la apoyaba sobre un bastón con empuñadura de oro. Vestía sedas doradas, de estilo muy formal y pasado de moda, y portaba un tocado de oro viejo que parecía una corona, atado con un gran lazo bajo el rostro demacrado y aguileno. Era la señora más elegante e imponente que Sophie había visto en su vida.

—Ah, mi querido Howell —dijo, ofreciéndole la mano con el mitón dorado.