El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Los tirones de pelo eran muy dolorosos, pero consiguió que empezaran a caer hebras de color naranja hacia los lados. Movió el bastón con más energía. Ya se había soltado la ca­beza y los hombros cuando se oyó una explosión sorda. Las pálidas llamas temblaron y el pilar al que estaba atada Sophie se estremeció. Luego, con un ruido como de miles de juegos de té cayéndose por unas escaleras, estalló un trozo del muro de la fortaleza. Una luz cegadora se filtró por un agujero largo y desigual, y por la abertura entró saltando una figura. Sophie se volvió entusiasmada, esperando que fuese Howl. Pero la silueta oscura tenía solo una pierna. Era otra vez el espantapájaros.

La bruja soltó un aullido de rabia y se abalanzó hacia él con la trenza rubia al viento y los brazos huesudos extendidos hacia los lados. El espantapájaros saltó hacia ella. Se oyó otra violenta explosión y los dos quedaron envueltos en una nube de niebla, como la de Porthaven durante la pelea entre Howl y la bruja. La nube se movió de un lado a otro, llenando el aire polvoriento de gritos y truenos. El pelo de Sophie se electrizó. La nube estaba tan solo a unos pasos, moviéndose entre las columnas, y el boquete de la pared también estaba bastante cerca. La fortaleza, como había imaginado, no era muy grande. Cada vez que la nube se movía por delante de la brecha de luz cegadora, podía ver en su interior a las dos figuras delgadas luchando. Mientras los observaba, no dejaba de mover el bastón a su espalda.

Se había soltado del todo excepto las piernas cuando la nube pasó gritando frente a la luz por última vez. Sophie vio que otra persona entraba por la brecha. Esta tenía mangas largas y negras. Era Howl. Sophie distinguió su silueta cla­ramente, de pie con los brazos cruzados, contemplando la ba­talla. Por un momento pareció que iba a dejar que la bruja y al espantapájaros siguieran peleándose, pero entonces sus lar­gas mangas ondularon al levantar los dos brazos. Por encima de los gritos y las explosiones, la voz de Howl pronunció una palabra larga y extraña que llegó acompañada de un largo trueno. El espantapájaros y la bruja se sobresaltaron. Los ecos de aquel sonido rebotaron una y otra vez entre los pilares, y cada uno de ellos se llevó un poco de la nube mágica, que fue desgajándose en retazos y hebras. Cuando lo único que quedó fue una ligerísima bruma blanca, la alta figura de la coleta se tambaleó. La bruja pareció doblarse sobre sí misma, cada vez más delgada y más blanca. Por fin, cuando la neblina desapareció por completo, cayó al suelo con estrépito. Y al agotarse los millones de ecos, Howl y el espantapájaros quedaron uno frente a otro sobre un montón de huesos.

¡Bien!, pensó Sophie. Liberó las piernas de un golpe y se dirigió a la figura sin cabeza que estaba en el trono. La estaba poniendo de los nervios.

—No, amigo mío —le dijo Howl al espantapájaros, que había saltado entre los huesos y los estaba empujando aquí y allá con su pierna—. Su corazón no lo encontrarás ahí. Lo tiene su demonio del fuego. Creo que hace tiempo que la dominaba. Una historia muy triste.

Mientras Sophie se quitaba el chal y lo colocaba decen­temente sobre los hombros del príncipe Justin, Howl dijo:

—Creo que el resto de lo que estás buscando se encuentra allí.

Avanzó hacia al trono, con el espantapájaros saltando a su lado.

—¡Típico! —le dijo a Sophie— ¡Me rompo el cuello para llegar hasta aquí y te encuentro tranquilamente poniendo orden!

Sophie lo miró. Como había temido, la dura luz del día que entraba por la brecha en el muro le mostró que Howl no se había molestado en afeitarse ni en cepillarse el pelo. Tenía los ojos rojos y las mangas estaban desgarradas en varios sitios. Tanto Howl como el espantapájaros tenían un aspecto horrible. «¡Ay!», pensó Sophie. «Realmente debe querer mu­cho a la señorita Angorian».

—He venido por la señorita Angorian —explicó.

—¡Y yo que creía que si te organizaba una visita de tu familia, te estarías quieta por una vez! —dijo Howl disgusta­do—. Pero no…

Entonces el espantapájaros se puso delante de Sophie.

—Me envía el mago Suliman —dijo con su voz pastosa—. Yo le defendía las plantas de los pájaros del Páramo cuando la bruja lo atrapó. Entonces lanzó sobre mí toda la magia que pudo y me ordenó que viniera a rescatarle. Pero la bruja ya lo había separado en varias piezas, que estaban en sitios distintos. Ha sido una tarea muy difícil. Si no me hubieras de­vuelto la vida con tus palabras, habría fracasado.

Era su respuesta a las preguntas que Sophie le había hecho antes de que se separaran.

—Así que cuando el príncipe Justin ordenó conjuros de búsqueda, lo dirigían hacia ti —dijo—, ¿Por qué?

—A mí o a su calavera —dio el espantapájaros—. Entre los dos, somos lo mejor de él.

—¿Y Percival está hecho del mago Suliman y del príncipe Justin? —preguntó Sophie. No estaba segura de que aquello le fuera a gustar a Lettie.

El espantapájaros asintió con su rostro de nabo arrugado.

—Las dos partes me dijeron que la bruja y su demonio del fuego ya no estaban juntos y que podría derrotar a la bruja sola —dijo—. Gracias por aumentar mi velocidad diez veces.

Howl hizo un gesto con la mano.

—Trae ese cuerpo contigo al castillo —dijo—. Allí os arre­glaré. Sophie y yo tenemos que volver antes de que el de­monio del fuego encuentre alguna manera de penetrar mis defensas—. Cogió a Sophie por la delgada muñeca—. Vamos. ¿Dónde están esas botas de siete leguas?

Sophie se resistió.

—Pero… ¿y la señorita Angorian?

—¿Cuándo te vas a enterar? —dijo Howl, tirando de ella—. La señorita Angorian es el demonio del fuego. ¡Si entra en el castillo, Calcifer está perdido, y yo también!

Sophie se tapó la boca con las dos manos.

—¡Sabía que lo había estropeado todo! —dijo—. Ha estado en el castillo, dos veces. Pero… se marchó.

—¡Dios mío! —gimió Howl—. ¿Tocó algo?

—La guitarra —admitió Sophie.

—Entonces sigue allí —dijo Howl—. ¡Vamos! —tiró de So­phie hacia la brecha en el muro—. Sigúenos con cuidado —le gritó al espantapájaros—. ¡Voy a tener que conjurar un viento! No hay tiempo para buscar las botas —le dijo a Sophie mien­tras ascendían por escombros hasta la luz abrasadora—. Tú corre. Y no pares de correr, o no seré capaz de arrastrarte.

Sophie se apoyó en su bastón y consiguió echar a correr cojeando, tropezándose con las piedras. Howl corría a su lado, tirando de ella. El viento se levantó, silbando, aullando, ca­liente y arenoso, y la arena gris se arremolinó en torno a ellos
levantando una tormenta que tenía su centro en la fortaleza. Para entonces ya no corrían, sino que volaban hacia delante en una especie de curva a cámara lenta. El suelo pedregoso pasaba debajo de ellos a toda velocidad. El polvo y la arena tronaban a su alrededor y por encima de sus cabezas y for­maban una larga cola a su espalda. Era muy ruidoso y nada cómodo, pero el Páramo volaba bajo sus pies.

—¡No es culpa de Calcifer! —gritó Sophie—. Le pedí que no te dijera nada.

—No lo habría dicho de todas formas —contestó Howl a gritos—. Sabía que nunca delataría a otro demonio del fuego. Calcifer fue siempre mi punto débil.

—¡Yo creía que era Gales! —gritó Sophie.

—¡No! ¡Eso lo hice a propósito! —aulló Howl—. Sabía que si intentaba algo allí me enfadaría tanto que la detendría. Tenía que dejarle una puerta abierta, ¿no lo entiendes? La única oportunidad que tenía de rescatar al príncipe Justin era usar la maldición que me había echado para acercarme a ella.

—¡Ibas a rescatar al príncipe! —exclamó Sophie—. ¿Por qué fingiste escapar? ¿Para engañar a la bruja?

—¡Pues no! —gritó Howl—. ¡Soy un cobarde! ¡La única ma­nera de atreverme a hacer algo tan terrorífico como esto es convencerme a mí mismo de que no lo voy a hacer!

«¡Ay, madre!», pensó Sophie, volviendo la cabeza en el torbellino de arena. «¡Está siendo honesto! Y ahora el viento. ¡La última parte del maleficio se ha cumplido!».

La arena ardiendo la golpeaba y le dolía la muñeca que la agarraba Howl.

—¡Sigue corriendo! —gritó Howl—. ¡A esta velocidad te vas a hacer daño!

Sophie cogió aire y obligó a sus piernas a moverse. Ahora se veían claramente las montañas y la línea de verde de los ar­bustos en flor. Aunque el torbellino de arena amarilla les nublaba la vista, las montañas fueron creciendo y línea verde se fue acercando hacia ellos hasta que tuvo la altura de un seto.

—¡Todos los flancos eran mi punto débil! —grito Howl. —Confiaba en que Suliman estuviese vivo. Y cuando creí que lo único que quedaba de él era Percival, tuve tanto miedo que salí a emborracharme. ¡Y luego vas tú y le sigues el juego a la bruja!

—¡Soy la mayor! —gritó Sophie—. ¡Soy un fracaso!

—¡Idioteces! —gritó Howl—. ¡Lo que pasa es en no piensas las cosas con la cabeza!

Howl empezó a frenar. Densas nubes de polvo se acu­mularon a su alrededor. Sophie sabía que los arbustos estaban cerca porque oía el rumor del viento arenoso entre las hojas. Descendieron entre las plantas en medio de grandes crujidos y todavía iban tan rápido que Howl tuvo que torcer y agarrar a Sophie durante una larga carrera sobre la superficie del lago.

—Y eres demasiado buena —añadió, por encima del cha­poteo del agua y el repiqueteo de la arena sobre las hojas de los nenúfares—. Yo confiaba en que estuvieras tan celosa que no permitirías acercarse a ese demonio.

Llegaron a la orilla vaporosa al trote. Los arbustos a am­bos lados del camino se zarandearon a su paso y pájaros y pétalos se vieron arrastrados por el torbellino que les seguía. El castillo avanzaba lentamente hacia ellos, con su columna de humo ondeando al viento. Howl se detuvo lo suficiente para abrir la puerta de golpe, y se lanzó a sí mismo y a Sophie al interior.

—¡Michael! —gritó.

—¡No fui yo el que dejó entrar al espantapájaros! —dijo Michael en tono de culpabilidad.

Todo parecía normal. A Sophie le sorprendió descubrir el poco tiempo que había pasado desde que se había marchado. Alguien había sacado su cama de debajo de las escaleras y Percival estaba tumbado sobre ella, todavía inconsciente. Lettie, Martha y Michael estaban reunidos a su alrededor. En el piso de arriba, Sophie oyó las voces de la señora Fairfax y Fanny, junto a golpes y roces ominosos que indicaban que las arañas de Howl lo estarían pasando mal.

Howl soltó a Sophie y se lanzó hacia la guitarra. Antes de que pudiera tocarla, estalló en un largo y melodioso ¡buuuuum! Las cuerdas volaron. Una lluvia de astillas de ma­dera cayó sobre Howl, que se vio obligado a retirarse cubrién­dose la cara con una manga hecha jirones.

Y la señorita Angorian apareció sonriendo junto a la chi­menea. Howl tenía razón. Debía de haber estado escondida en la guitarra todo este tiempo, esperando su oportunidad.

—Tu bruja está muerta —le dijo Howl.

—¡Ay, qué pena! —respondió la señorita Angorian, sin nin­guna preocupación—. Ahora me puedo fabricar un nuevo ser humano mucho mejor. La maldición se ha cumplido. Ahora puedo apoderarme de tu corazón—. Se agachó hacia el hogar y sacó a Calcifer, que sobresalía de su puño cerrado con as­pecto aterrorizado—. Que nadie se mueva —dijo la señorita An­gorian amenazadora.

Nadie se atrevió a moverse. Howl estaba más quieto que ninguno.

—¡Socorro! —exclamó Calcifer débilmente.

—Nadie puede ayudarte —dijo la señorita Angorian—. Tú me vas a ayudar a mí a controlar a mi nuevo humano. Deja que te enseñe cómo. Solo tengo que apretar un poco más.

La mano con la que sujetaba a Calcifer apretó hasta que los nudillos se volvieron de un amarillo pálido. Howl y Cal­cifer gritaron a la vez. Calcifer se sacudió de un lado a otro, sofocado. El rostro de Howl se tornó azulado y cayó al suelo como un árbol talado, donde se quedó tan inconsciente como Percival. A Sophie le pareció que no respiraba.

La señorita Angorian se quedó atónita. Observó atenta­mente a Howl.

—Está fingiendo —dijo.

—¡No está fingiendo! —gritó Calcifer, retorciéndose en una espiral de llamas—. ¡Tiene un corazón muy sensible! ¡Suéltame!

Sophie levantó el bastón, despacio y con cuidado. Esta vez pensó un momento antes de actuar.

—Bastón —murmuró—, pégale a la señorita Angoriau, pero no le hagas daño a nadie más.