El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

CAPÍTULO 18.

“En el que reaparecen el espantapájaros y la señorita Angorian”

Abrieron la floristería al día siguiente. Como Howl había señalado, no podía haber sido más fácil. Todos los días, por la mañana temprano, no tenían más que girar el pomo con el púrpura hacia abajo, abrir la puerta y salir a la pradera a coger flores. Pronto se convirtió en una rutina. Sophie cogía su bastón y sus tijeras y avanzaba con cuidado, charlando con el bastón y usándolo para comprobar que el suelo estaba firme o para alcanzar las rosas más altas y más hermosas. Michael salía con una invención propia de la que se sentía muy orgulloso. Era una gran cubeta de latón, con agua dentro, que flotaba por el aire y seguía a Michael por donde quiera que iba entre los arbustos. El perro-hombre también los acompañaba.

Se lo pasaba en grande corriendo por los senderos de hier­ba húmeda, cazando mariposas o intentando atrapar a los di­minutos pajarillos de brillantes colores que se alimentaban de las flores. Mientras el perro corría, Sophie cortaba montones de iris, lirios, frescas flores de naranjo o ramas de hibisco azul, y Michael cargaba el barreño con orquídeas, rosas, flores blan­cas estrelladas, de color bermellón o cualquier otra que le llamara la atención. Todos disfrutaban del paseo.

Luego, antes de que el calor se hiciera demasiado intenso, volvían con las flores del día a la tienda y las colocaban en un surtido de jarras y cubos que Howl había encontrado re­buscando en el patio. Dos de los cubos eran en realidad las botas de siete leguas. Sophie pensó que aquello demostraba cómo había perdido Howl su interés en Lettie. Ahora no le importaba si Sophie usaba las botas o no.

Mientras ellos cortaban las flores, Howl solía desaparecer. Y después, el pomo de la puerta solía estar apuntando hacia el negro. Casi siempre regresaba para tomar un desayuno tar­dío, con aspecto soñoliento y todavía ataviado con su traje negro. No quería decirle a Sophie cuál de los dos trajes era. Lo único que consiguió sacar al respecto fue: «Todavía estoy de luto por la señora Pentstemmon». Y si Sophie o Michael le preguntaban por qué siempre salía a aquella hora, Howl ponía expresión ofendida y decía: «Si uno quiere hablar con una maestra de escuela, tiene que pillarla antes de que em­piecen las clases». Y luego desaparecía en el cuarto de baño durante dos horas.

Mientras tanto Sophie y Michael se ponían su ropa ele­gante y abrían la tienda. Howl insistió en lo de la ropa elegan­te. Dijo que así atraerían a más clientela. Sophie insistió en que todos llevaran delantal. Y al cabo de unos días en los que los habitantes de Market Chipping se limitaron a mirar por el escaparate sin entrar, la floristería se volvió muy popular. Se extendió el rumor de que Jenkins tenía flores que no se habían visto nunca. Gente que Sophie conocía desde siempre entraba en la tienda y compraba flores en grandes cantidades. Nadie la reconoció, y aquello la hizo sentirse muy rara. Todos creían que era la anciana madre de Howl, pero Sophie ya se había cansado de ser su madre.

—Soy su tía —le dijo a la señora Cesari. Y desde entonces empezaron a llamarla tía Jenkins.

Para cuando Howl llegaba a la tienda, con un delantal negro a juego con su traje, solía encontrársela bastante aje­treada. Pero él conseguía que aumentara la actividad. Entonces fue cuando Sophie empezó a pensar que el traje negro era en realidad el traje encantado gris y escarlata. Cualquier señora a la que Howl atendía se marchaba al menos con el doble de flores de las que había pedido. Casi siempre, Howl las ca­melaba para que compraran diez veces más. Al poco tiempo, Sophie empezó a notar que las mujeres miraban dentro de la tienda y decidían no entrar si veían que Howl estaba allí. Y no le extrañaba. Si solo querías una rosa para la solapa, era una lata verse obligada a comprar tres docenas de orquídeas. Así que cuando Howl empezó a pasar horas en el taller al otro lado del patio, no se lo reprochó.

—Antes de que preguntes, estoy preparando defensas con­tra la bruja —dijo—. Cuando haya terminado, no habrá manera de que entre por ninguna parte.

A veces las flores que sobraban eran un problema. Sophie no soportaba verlas marchitarse durante la noche. Pero des­cubrió que aguantaban más tiempo si les hablaba. Desde ese momento, habló mucho con las flores. Hizo que Michael le hiciera un conjuro para la nutrición de las plantas y experi­mentó con cubos en el fregadero y barreños en la alcoba don­de solía adornar los sombreros. Así supo que podía mantener a las plantas frescas varios días. Así que, naturalmente, decidió experimentar un poco más. Limpió el hollín del patio y plan­tó cosas en él, murmurando sin cesar. Así consiguió cultivar una rosa azul marino, lo cual le produjo gran placer. Los capullos eran de un negro azabache y sus flores se abrían volviéndose cada vez más azules hasta que adquirían el mismo color que Calcifer. Sophie estaba tan contenta que cogió raíces de todas las hierbas que colgaban en las vigas de madera y experimento también con ellas. Se dijo a sí misma que no había sido más feliz en toda su vida.

Pero no era verdad, no se sentía bien, y ni siquiera ella misma sabía por qué. A veces pensaba que la causa era que nadie en Market Chipping la conocía. No se atrevía a ir a ver a Martha, por miedo a que tampoco su hermana supiera quién era. No se atrevía a vaciar las botas de siete leguas e ir a visitar a Lettie por la misma razón. Tampoco podría soportar que sus hermanas la vieran como una anciana.

Michael salía a ver a Martha con ramos de flores cada dos por tres. A veces Sophie sospechaba que aquello era lo que la molestaba. Michael estaba tan contento, y a ella la dejaban en la tienda sola cada vez más tiempo. Pero tampoco parecía ser eso. A Sophie le gustaba vender flores ella sola.

A veces el problema parecía ser Calcifer. Estaba aburrido. No tenía nada que hacer, excepto mantener el castillo deslizándose suavemente por los senderos de hierba verde y alrededor de las varias charcas y lagos, y de asegurarse que cada mañana llegaban a un sitio distinto, con flores nuevas. Su rostro azul se asomaba siempre a la chimenea cada vez que Sophie y Michael entraban con flores frescas.

—Quiero ver cómo es ahí fuera —dijo. Sophie le trajo hojas aromáticas para quemar, con lo que la sala olía tan bien como el cuarto de baño, pero Calcifer dijo que lo que quería de verdad era compañía. Ellos se iban todo el día a la tienda y lo dejaban solo.

Así que cada mañana Sophie dejaba solo a Michael en la tienda una hora mientras ella iba a hablar con Calcifer y se inventaba acertijos para mantenerle entretenido cuando ella estaba ocupada. Pero Calcifer seguía descontento.

—¿Cuándo vas a romper mi contrato con Howl? —le pre­guntaba cada vez más a menudo.

Y Sophie le daba largas.

—Estoy en ello —le decía—. Ya no falta mucho.

Aquello no era del todo cierto. Sophie había dejado de pensar en ello, si podía evitarlo. Al relacionar lo que le había comentado la señora Pentstemmon con lo que Howl y Calcifer le habían dicho, se le ocurrieron algunas ideas concretas y terribles sobre ese contrato. Estaba segura de que romperlo significaría la muerte para los dos. Puede que Howl lo me­reciera, pero Calcifer no. Y como parecía que Howl estaba esforzándose mucho para escaparse del resto de la maldición de la bruja, Sophie solo quería ayudar.

A veces le parecía que era el perro-hombre el que la de­sanimaba. Era una criatura tan patética. El único momento en que lo veía divertirse era cuando corría por la hierba entre los arbustos cada mañana. Durante el resto del día, seguía a Sophie con expresión lúgubre, suspirando profundamente. Como tampoco podía hacer nada por él, se alegró cuando el tiempo se fue haciendo más caluroso a medida que se acercaba el día del solsticio y el perro-hombre se limitaba a tumbare a la sombra del patio, jadeante.

Mientras tanto, las raíces que había plantado Sophie se estaban volviendo bastante interesantes. La cebolla se había convertido en una pequeña palmera y daba frutos con olor a cebolla. Otra raíz creció hasta volverse una especie de gira­sol rosa. Había una que tardaba mucho en crecer. Cuando por fin brotaron dos hojas verdes, Sophie estaba impacien­te por ver en qué se transformaría. Al día siguiente parecía que podría ser una orquídea. Tenía hojas puntiagudas con motas malvas y un tallo largo que brotaba en medio de ellas con un capullo muy grande. Al día siguiente, Sophie dejó las flores frescas en un barreño con agua y corrió a la alcoba para ver cómo evolucionaba.

El capullo se había abierto y se había convertido en una flor rosa parecida a una orquídea escurrida. Era plana y se unía al tallo justo bajo una punta redondeada. De un botón redondo y liso salían cuatro pétalos rosados, dos apuntando hacia abajo y otros dos más o menos hacia arriba. Mientras Sophie la miraba, un intenso aroma a flores primaverales le advirtió que Howl había entrado y estaba detrás de ella.

—¿Qué es esto? —preguntó—. Si esperabas una violeta ul­travioleta o un geranio infrarrojo, te ha salido mal, Doña Científica Loca.

—A mí me parece una flor de esas que tienen como un hombrecillo en la raíz —dijo Michael, que había venido a mirar.

Y era cierto. Howl le lanzó a Michael una mirada de alarma y cogió la flor con la maceta. La levantó de la maceta en la mano, donde separó con cuidado las raíces blancas y delgadas, el hollín y los restos del conjuro de abono, hasta que descubrió la raíz marrón bifurcada que Sophie había plantado.

—Debí haberlo imaginado —dijo—. Es una raíz de man­drágora. Sophie ataca de nuevo. Se te da bien, ¿a que sí, Sophie?

Colocó la planta en la maceta con cuidado, se la pasó a Sophie y se marchó con el rostro pálido.

Ahora sí que se había cumplido casi toda la maldición, pensó Sophie mientras se dirigía a arreglar las flores frescas en el escaparate de la tienda. La raíz de mandrágora había tenido un niño. Solo faltaba una cosa: el viento para impulsar una mente honesta. Sophie pensó que si eso significaba que la mente de Howl tenía que ser honesta, había una posibilidad de que la maldición nunca se cumpliera. Se dijo a sí misma que a Howl le estaba bien empleado, por ir a cortejar a la señorita Angorian todas las mañanas con un traje encantado, pero aun así se sentía alarmada y culpable. Colocó un ramo de azucenas en una de las botas de siete leguas. Se encaramó al escaparate para colocarlas mejor y entonces se oyeron golpes que venían de la calle. No era el ruido de los cascos de un caballo. Era el sonido de un palo al chocar contra las piedras.

El corazón de Sophie empezó a hacer cosas raras incluso antes de que se atreviera a mirar por la ventana. Y allí, como esperaba, apareció el espantapájaros, avanzando lentamente pero con decisión por el medio de la calle. Los jirones que colgaban de sus brazos extendidos eran menos y más grises, y el nabo de su cara estaba arrugado con una expresión de­cidida, como si llevara saltando desde que Howl lo arrojó a lo lejos hasta haber conseguido regresar.