El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Mientras tanto, Howl no dejaba de aparecer, envuelto en su colcha y levantando una polvareda, para hacer preguntas y anunciar cosas, casi siempre para halagar a Sophie.

—Sophie, como has encalado todas las paredes y has cu­bierto las marcas que hicimos cuando inventamos el castillo, ¿serías tan amable de decirme dónde estaban las marcas de la habitación de Michael?

—No —dijo Sophie, cosiendo el septuagésimo triángulo azul—. No sé dónde estaban.

Howl estornudó pesarosamente y se retiró. Al poco volvió a aparecer.

—Sophie, si compramos esa tienda, ¿qué venderíamos?

A Sophie le pareció que ya estaba harta de sombreros.

—Nada de sombreros —dijo—. Ya sabes que se puede com­prar la tienda, pero no el negocio.

—Concentra tu malvada mente en este asunto —dijo Howl—. O piensa un poco, si es que sabes.

Y volvió a marcharse escaleras arriba. A los cinco minutos, volvió a bajar.

—Sophie, ¿tienes alguna preferencia sobre las otras entra­das? ¿Dónde te gustaría que viviéramos?

Sophie pensó inmediatamente en la casa de la señora Fairfax.

—Me gustaría una casa bonita con muchas flores —dijo.

—Ya veo —dijo Howl, y volvió a marcharse.

Cuando apareció ya se había vestido. Según los cálculos de Sophie, aquella era la tercera vez. No le dio importancia hasta que Howl se puso la capa de terciopelo que había usado Michael y se convirtió en un hombre barbudo, pelirrojo y pálido, que se llevaba un gran pañuelo rojo a la nariz y tosía. Se dio cuenta de que Howl iba a salir.

—Te vas a poner peor —le dijo.

—Me voy a morir y después lo sentiréis mucho —dijo el hombre barbudo, y salió con el pomo señalando hacia el verde.

Michael tuvo tiempo de trabajar en su conjuro durante una hora. Sophie llegó a su triángulo azul número ochenta y cuatro. Hasta que el hombre regresó, se quitó la capa de ter­ciopelo y se convirtió en Howl, que tosía con más fuerza que nunca y se compadecía de sí mismo todavía más.

—He comprado la tienda —le dijo a Michael—. Tiene un cobertizo muy útil en la parte de atrás y una casa al lado, y me he quedado con todo. Pero no tengo muy claro con qué lo voy a pagar.

—¿Por qué no con el dinero que conseguirás si encuentras al príncipe Justin? —preguntó Michael.

—Se te olvida —gimió Howl— que el propósito de esta operación es precisamente no buscar al príncipe Justin. Vamos a desaparecer.

Y subió por las escaleras tosiendo hacia la cama, donde al poco tiempo empezó a estornudar, haciendo temblar las vigas para llamar la atención.

Michael tuvo que dejar el conjuro y correr escaleras arriba.

Sophie hubiera ido, pero el perro-hombre se entrometía en su camino cada vez que lo intentaba. Aquello era otro aspecto de su extraño comportamiento: no le gustaba que Sophie hi­ciera nada por Howl. A ella le pareció muy razonable. Cogió el triángulo número ochenta y cinco.

Michael bajó de buen humor y se puso de nuevo con su conjuro. Estaba tan contento que mientras trabajaba se unió a Calcifer en su canción sobre la sartén y charlaba con la calavera igual que hacía Sophie.

—Vamos a vivir en Market Chipping —le dijo a la cala­vera—. Podré ir a ver a mi Lettie todos los días.

—¿Por eso le has dicho a Howl lo de la tienda? —le pre­guntó Sophie mientras enhebraba la aguja. Ya iba por el trián­gulo número ochenta y nueve.

—Sí —contestó Michael—. Lettie me habló de ella cuando pensábamos en cómo seguir viéndonos. Yo le dije…

Le interrumpió la llegada de Howl, que bajaba las esca­leras envuelto en su colcha.

—Esta es definitivamente mi última aparición —graznó Howl—. Se me ha olvidado deciros que mañana van a enterrar a la señora Pentstemmon en su finca cerca de Porthaven y que necesito que este traje esté limpio para entonces —Howl sacó el traje gris y escarlata de debajo de la colcha y lo dejó caer sobre el regazo de Sophie—. Te preocupas del traje equi­vocado —le dijo a Sophie—. El que me gusta a mí es este, pero no tengo fuerzas para limpiarlo yo mismo.

—No tienes que ir al funeral, ¿no? —le preguntó Michael preocupado.

—Ni se me ocurriría dejar de asistir —dijo Howl—. Fue la señora Pentstemmon quien me hizo el mago que soy. Tengo que presentarle mis respetos.

—Pero estás peor de la tos —dijo Michael.

—El mismo se lo ha buscado —dijo Sophie—, al levantarse y andar por ahí de paseo.

Howl adoptó inmediatamente su expresión más noble.

—Estaré bien —gimió—, siempre que me mantenga alejado de la brisa marina. La finca de Pentstemmon es un lugar inclemente. Los árboles están todos vencidos por el viento y no hay ni un refugio en millas a la redonda.

Sophie sabía que buscaba su compasión. Soltó un bufido.

—¿Y la bruja? —preguntó Michael.

Howl tosió penosamente.

—Iré disfrazado, probablemente de cadáver —dijo, arras­trándose hacia las escaleras.

—Entonces te hace falta una sábana blanca, en lugar de este traje —le dijo Sophie. Howl siguió subiendo las escaleras sin contestar y Sophie no protestó. Ahora que tenía el traje encantado en su poder no quería perder la oportunidad. Sacó las tijeras y cortó el traje gris y escarlata en siete piezas de distinto tamaño. Aquello bastaría para desanimar a Howl. Luego se puso a coser los últimos triángulos del traje azul y plateado, casi todos trocitos de alrededor del cuello. Se había quedado muy pequeño. Parecía que no le sentaría bien ni siquiera al paje de la señora Pentstemmon.

—Michael —le dijo—, date prisa con ese conjuro. Es urgente.

—Ya me falta poco —respondió Michael.

Media hora después fue tachando los ingredientes de la lista y dijo que creía que estaba listo. Se acercó a Sophie llevando en la mano un cuenco con una pequeña cantidad de polvo verde en el fondo.

—¿Dónde lo quieres?

—Aquí —dijo Sophie, cortando los últimos hilos. Echó a un lado al perro-hombre dormido y colocó el traje de talla infantil en el suelo. Michael, con el mismo cuidado, inclinó el cuenco y espolvoreó la sustancia sobre cada centí­metro de tela.

Los dos esperaron con ansiedad.

Pasó un momento. Michael suspiró aliviado. El traje co­menzaba a estirarse poco a poco. Lo contemplaron mientras crecía, hasta que por un lado se subió sobre la pelambrera del perro-hombre y Sophie tuvo que retirarlo un poco para ha­cerle sitio.

Al cabo de cinco minutos estuvieron de acuerdo en que el traje volvía a ser del tamaño de Howl. Michael lo recogió y con mucho cuidado sacudió el polvo restante sobre el fuego. Calcifer se alteró y protestó. El perro-hombre se estremeció en sueños.

—¡Cuidado! —exclamó Calcifer—. Era un conjuro muy fuerte.

Sophie cogió el traje y subió las escaleras de puntillas. Howl estaba dormido sobre las almohadas grises, mientras sus arañas se afanaban en construir nuevas telas a su alrededor. Dormido tenía un aspecto noble y triste. Sophie avanzó co­jeando para colocar el traje azul y plateado sobre el viejo arcón junto a la ventana, intentando convencerse de que el traje había dejado de crecer desde que lo cogió.

—De todas formas, si te impide que asistas al funeral, tampoco sería mala cosa —murmuró mientras miraba por la ventana.

El sol descendía sobre el primoroso jardín. Allí había un hombre alto y moreno, que tiraba con entusiasmo una pelota roja hacia el sobrino de Howl, Neil, que tenía un aspecto de paciente sufrimiento sujetando un bate. Sophie supo que el hombre era su padre.

—Otra vez cotilleando —oyó decir a Howl. Sophie se vol­vió inmediatamente sintiéndose culpable, y vio que estaba to­davía medio dormido. Tal vez creyera que era el día anterior, porque dijo:

Enséñame a librarme del aguijón de la envidia, eso forma parte de los años pasados. Amo a Gales, pero Gales no me ama a mí. A Megan le corroe la envidia porque ella es res­petable y yo no —luego se despertó un poco más y preguntó—: ¿Qué haces?

—Te he traído el traje, nada más —dijo Sophie, y se alejó cojeando a toda prisa.

Howl debió de quedarse dormido. No volvió a bajar aque­lla noche. A la mañana siguiente, cuando Sophie y Michael se levantaron, no le oyeron removerse. Tuvieron mucho cui­dado para no despertarle. A ninguno de los dos le parecía una buena idea que asistiera al funeral de la señora Pentstemmon. Michael salió sin hacer ruido a las colinas para que el perro-hombre corriera un poco. Sophie se movía de puntillas mien­tras preparaba el desayuno, confiando en que Howl siguiera durmiendo. Cuando Michael regresó, no había ni rastro del mago. El perro-hombre estaba muerto de hambre. Sophie y Michael rebuscaban por los armarios algo que pudiera comer un perro cuando oyeron a Howl bajar muy despacio los es­calones.

—Sophie —dijo con voz acusadora.

Estaba de pie, sujetando la puerta que daba a las escaleras con un brazo que quedaba totalmente oculto en una inmensa manga azul y plateada. Los pies, en el último escalón, estaban ocultos bajo la parte de abajo de una gigantesca chaqueta azul y plateada. El otro brazo no asomaba ni de lejos por la otra enorme manga. Sophie distinguió el contorno de ese brazo, haciendo gestos bajo los arremolinados volantes del cuello. Detrás de Howl, las escaleras estaban cubiertas de tela azul y plateada hasta su habitación.

—¡Ay, madre! —dijo Michael—. Howl, ha sido culpa mía, es que…

—¿Culpa tuya? ¡Tonterías! —dijo Howl—. Puedo detectar la mano de Sophie a una milla de distancia. Y hay varias millas de traje. Sophie, querida, ¿dónde está mi otro traje?

Sophie sacó precipitadamente los trozos del traje gris y es­carlata del armario de las escobas, donde los había escondido.

Howl los estudió.

—Ah, pero si queda algo —dijo—. Creí que a estas alturas sería demasiado pequeño para verlo. Dámelo, los siete trozos.

Sophie extendió el montón de ropa gris y escarlata hacia él. Howl, tras buscar un momento, consiguió encontrar su mano entre los muchos pliegues de la manga azul y plateada y sacarla por un agujero entre dos enormes puntadas. Cogió el traje.

—Ahora —dijo—, voy a prepararme para el funeral. Os pido a los dos, por favor, que no hagáis absolutamente nada mientras tanto. Veo que Sophie está en plena forma y me gustaría encontrar esta habitación de su tamaño normal cuan­do vuelva a entrar en ella.

Avanzó con dignidad hacia el baño, inmerso en azul y plateado. El resto del traje lo siguió, arrastrándose por los escalones y por el suelo de la habitación. Cuando Howl estuvo dentro del cuarto de baño, casi toda la chaqueta estaba en la planta baja y los pantalones apenas asomaban por las escaleras. Howl entrecerró la puerta y fue tirando del traje poco a poco. Sophie, Michael y el perro-hombre se quedaron observando cómo la tela azul y plateada avanzaba metro a metro por el suelo, decorada de vez en cuando con un enorme botón pla­teado del tamaño de una rueda de molino y de puntadas enormes y regulares, como hechas con una soga. Habría casi una milla en total.

—Me parece que el conjuro no me salió muy bien —dijo Michael cuando el último dobladillo desapareció por la puerta del cuarto de baño.

—¡Y mira que te lo ha hecho notar! —dijo Calcifer—. Otro tronco, por favor.

Michael le echó otro tronco a Calcifer. Sophie alimentó al perro-hombre. Pero ninguno de los dos se atrevió a hacer mucho más excepto desayunar de pie un poco de pan y miel hasta que Howl salió del baño.

Apareció dos horas más tarde, envuelto en una nube olo­rosa de conjuros cítricos. Iba todo de negro. El traje era ne­gro, las botas eran negras y el pelo también era negro, del mismo negro azabache que el pelo de la señorita Angorian. Su pendiente era largo y negro. Sophie pensó que ese color de pelo sería en honor a la señora Pentstemtnon. Estuvo de acuerdo con ella en que el pelo negro le sentaba bien. Pegaba mejor con sus ojos verde cristal. Pero no dejó de preguntarse cuál de los dos trajes sería aquel.