El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Sophie se sorprendió. Esperaba que hubiera eco en los techos abovedados del castillo. De todas formas, había una cesta con leña a su lado. Alargó el brazo con un crujido y echó un tronco al fuego, que envió un chorro de chispas ver­des y azules hacia la chimenea. Echó otro tronco y se apoyó de nuevo en el respaldo, sin dejar de mirar nerviosa a su espalda, donde el reflejo azul violeta del fuego danzaba sobre la superficie bruñida de la calavera. La sala era bastante pe­queña. Y allí no había nadie más que Sophie y la calavera.

—Él ya tiene los dos pies en la tumba y yo solo uno —se consoló mientras se volvía de nuevo hacia el fuego, que ahora había crecido con llamas azules y verdes—. Debe de haber sal en esa madera —murmuró Sophie. Se acomodó mejor, colo­cando los pies nudosos sobre la pantalla de la chimenea y la cabeza en una esquina de la silla, desde donde veía las llamas de colores, y empezó a pensar soñolienta qué haría por la mañana. Pero se despistó un poco al imaginar que había una cara entre las llamas—. Sería una cara delgada y azul —susu­rró—, muy alargada y delgada, con una nariz fina y azul. Pero esas llamas rizadas y verdes de arriba son sin duda el pelo. ¿Y si no me marcho antes de que regrese Howl? Los magos pueden quitar encantamientos, supongo. Y esas llamas moradas cerca del fondo son la boca. Tienes unos dientes feroces, amigo mío. Y esos dos mechones de llamas verdes son las cejas… —curiosamente, las únicas llamas naranjas del fuego estaban de­bajo de las cejas verdes, como dos ojos, y cada una tenía un reflejo morado en el medio que Sophie podía casi imaginar que la estaban mirando, como la pupila de un ojo—. Por otra parte —continuó Sophie, mirando las llamas naranjas—, si me librara del encantamiento, se comería mi corazón en un santiamén.

—¿No quieres que te coma el corazón? —preguntó el fuego.

No había duda de que había sido el fuego el que había hablado. Sophie vio cómo se movía la boca púrpura cuando salieron las palabras. La voz era casi tan cascada como la suya, llena de los suspiros y los chisporroteos de la madera al arder.

—Claro que no —dijo Sophie—. ¿Qué eres?

—Soy un demonio del fuego —contestó la boca púrpura. Había más de suspiro que de rencor en su voz cuando ex­plicó—: Estoy atado a esta chimenea por un contrato. No pue­do moverme de aquí —entonces la voz se convirtió en vivaz y chispeante—. ¿Y quién eres tú? —le preguntó—. Veo que estás bajo un encantamiento.

Eso espabiló a Sophie de su sopor.

—¡Lo notas! —exclamó—. ¿Me lo puedes quitar?

Se oyó un silencio crepitante y ardiente mientras los ojos anaranjados en el rostro azul del demonio recorrían a Sophie de arriba abajo.

—Es un conjuro muy potente —dijo por fin—. A mí me parece uno de los de la bruja del Páramo.

—Lo es —respondió Sophie.

—Pero hay algo más —añadió el demonio—. Detecto dos capas. Y por supuesto no puedes contárselo a nadie a menos que ya lo sepan —miró a Sophie un momento más—. Tendré que estudiarlo.

—¿Cuánto tardarás? —preguntó Sophie.

—Puedo tardar un buen rato —dijo el demonio. Y añadió con una chispa suave y persuasiva—: ¿Qué te parece si hacemos un trato? Yo romperé tu hechizo si tú accedes a romper este contrato que me tiene sometido.

Sophie miró con desconfianza el rostro delgado y azul del demonio. Había hecho aquella propuesta con una expresión cargada de astucia. Por todos los libros que había leído, sabía que era extremadamente peligroso hacer tratos con un de­monio. Y no había duda de que aquel parecía especialmente malvado, con aquellos largos dientes morados.

—¿Estás seguro de que eres honrado? —le preguntó.

—No del todo —admitió el demonio—. ¿Pero es que acaso quieres quedarte así hasta que te mueras? Fiándome de mi experiencia en este tipo de cosas, el conjuro te ha acortado la vida unos sesenta años.

Aquel era un pensamiento horrible, que Sophie había tra­tado de evitar hasta hora. Pero cambiaba las cosas.

—Ese contrato que te ata —dijo—, es con el mago Howl, ¿no?

—Naturalmente —dijo el demonio. Su voz volvió a gemir un poco—. Estoy atado a este hogar y no puedo moverme ni siquiera a un paso de distancia. Me obliga a realizar casi toda la magia que se hace aquí. Tengo que ocuparme del castillo, mantenerlo en movimiento y hacer todos esos efectos especia­les que asustan a la gente, además de todas las otras cosas que Howl quiera de mí. Howl es un desalmado, ¿sabes?

Sophie no necesitaba que le dijeran que Howl era un de­salmado. Por otra parte, el demonio seguramente era igual de malvado.

—¿Y tú no sacas nada de este contrato? —le preguntó.

—Si no sacara algo, no lo habría firmado —dijo el de­monio, chispeando con tristeza—. Pero de haber sabido lo que me esperaba, no lo hubiera hecho. Me están explotando.

Pese a su desconfianza, Sophie se compadeció de él. Pensó en sí misma haciendo sombreros mientras Fanny se divertía por ahí.

—Está bien —dijo—. ¿Cuáles son los términos de tu con­trato? ¿Cómo lo rompo?

Una sonrisa púrpura e impaciente se extendió por el rostro azul del demonio.

—¿Aceptas el trato?

—Si tú aceptas romper mi encantamiento —replicó Sophie, con el valiente presentimiento de haber dicho algo fatal.

—¡Hecho! —gritó el demonio, elevando su larga cara y satisfecha hacia la chimenea—. jRomperé tu hechizo en el mis­mo momento en que rompas mi contrato!

—Entonces dime cómo romper tu contrato —dijo Sophie.

Los ojos anaranjados la miraron y luego se apartaron.

—No puedo. Una parte del contrato es que ni el mago ni yo podemos revelar cuál es la cláusula principal.

Sophie comprendió que la habían engañado. Abrió la boca para decirle al demonio que en ese caso podía quedarse en el hogar hasta el día del juicio final. El demonio se dio cuenta de sus intenciones.

—¡Espera un momento! —crepitó—. Puedes averiguar qué es si observas y escuchas atentamente. Te suplico que lo in­tentes. A la larga, este contrato no nos hace bien a ninguno de los dos. Y sé cumplir mi palabra. ¡El hecho de que esté aquí preso muestra que la estoy cumpliendo!

Lo decía en serio, saltando entre los troncos con gran agi­tación. Sophie volvió a sentir mucha compasión por él.

—Pero si tengo que observar y escuchar, eso quiere decir que tengo que quedarme aquí en el castillo de Howl —objetó.

—Solo será un mes o así. Recuerda que yo también tengo que estudiar tu conjuro —suplicó el demonio.

—¿Pero qué excusa puedo poner para quedarme? —pre­guntó Sophie.

—Ya se nos ocurrirá algo. Howl es un desastre para mu­chas cosas. De hecho —dijo el demonio, siseando como una víbora—, está demasiado pagado de sí mismo para ver más allá de sus narices la mitad de las veces. Podemos engañarle, si es que decides quedarte.

—Muy bien —dijo Sophie—, me quedaré. Ahora busca una excusa.

Se arrellanó cómodamente en la silla mientras el demonio pensaba. Y pensaba en voz alta, con murmullos crepitantes y resplandecientes que a Sophie le recordaron bastante a cómo hablaba ella con su bastón cuando venía por el camino, y mientras pensaba ardía con un crepitar tan alegre y poderoso que volvió a quedarse dormida. Le pareció que el demonio había hecho algunas sugerencias. Recordó haber negado con la cabeza ante la propuesta de fingir ser la tía abuela de Howl que se había perdido hacía mucho tiempo, y un par de ideas aún más descabelladas, pero no se acordaba muy bien. Al final al demonio le dio por cantar una tonada dulce y flameante. No estaba en ningún idioma que Sophie conociese, o eso le pareció, hasta que distinguió la palabra sartén varias veces. Y era muy indicada para dormir. Sophie cayó en un sueño profundo, con la ligera sospecha de que la estaban hechizando además de engañando, pero no le molestó particularmente. Pronto se habría librado del conjuro…

CAPÍTULO 4.

“En el que Sophie descubre varias cosas extrañas”

Cuando Sophie se despertó, caía sobre ella la luz de la mañana. Como no recordaba que hubiera ninguna ventana en el castillo, lo primero que pensó fue que se había quedado dormida adornando sombreros y que había soñado que se marchaba de casa. Frente a ella, el fuego se había con­vertido en unas brasas rosadas y cenizas blancas, lo que terminó por convencerla de que el demonio del fuego había sido un sueño. Pero sus primeros movimientos le dijeron que algunas cosas no las había soñado. Le crujieron todas las articulaciones del cuerpo.

—¡Ay! —exclamó—. ¡Me duele todo!

La voz que exclamó era un hilillo débil y cascado. Se llevó la mano nudosa a la cara y palpó las arrugas. Y entonces se dio cuenta de que había pasado todo el día anterior conmocionada. Ahora estaba muy enfadada con la bruja del Páramo por haberle hecho aquello, terriblemente furiosa—. ¡Qué es eso de entrar en las tiendas y volver vieja a la gente! —exclamó—. ¡Ya verás tú lo que le voy a hacer yo a ella!

Su rabia la hizo ponerse de pie con una salva de crujidos y chirridos y acercarse lentamente hacia la ventana. Estaba sobre el banco de trabajo. Se quedó totalmente sorprendida al descubrir que la ventana daba a una ciudad costera. Vio una calle empinada sin pavimentar, flanqueada por casas pequeñas de aspecto pobre, y distinguió los mástiles que se erguían más allá de los tejados. Por detrás de los mástiles percibió un re­flejo del mar, que nunca había visto en su vida.

—¿Pero dónde estoy? —preguntó Sophie a la calavera que estaba sobre la mesa—. No espero que me contestes a eso, ami­go mío —añadió apresuradamente al recordar que estaba en el castillo de un mago y dio media vuelta para estudiar la ha­bitación.

Era una sala pequeña, con vigas negras y pesadas en el techo. A la luz del día vio que estaba increíblemente sucia. Las piedras del suelo estaban manchadas y grasientas, detrás de la pantalla de la chimenea se apilaba la ceniza y de las vigas colgaban polvorientas telarañas. La calavera estaba cu­bierta por una capa de polvo. Sophie la limpió distraídamente al pasar a mirar la pila de lavar que estaba junto a la mesa. Le dio un escalofrío al ver el limo verde y rosa que la re­cubría y la baba blanquecina que goteaba de la bomba de agua. Era evidente que a Howl no le importaba que sus sir­vientes vivieran rodeados de mugre.

El resto del castillo tenía que estar al otro lado de alguna de las cuatro puertas negras que había en la habitación. Sophie abrió la más cercana, junto a la mesa, que daba a un gran cuarto de baño. En algunos aspectos era un baño que nor­malmente solo se encontraría en un palacio, lleno de lujos como un retrete interior, una ducha, una inmensa bañera con patas de león y espejos en todas las paredes. Pero estaba in­cluso más sucio que la otra habitación. Sophie se alejó as­queada del retrete, arrugó la nariz al ver el color de la bañera, retrocedió ante el moho verde que crecía en la ducha y pudo soportar el ver su imagen arrugada en los espejos porque es­taban cubiertos por pegotes y churretes de sustancias innom­brables. Las sustancias innombrables propiamente dichas se acumulaban sobre un estante muy grande que colgaba sobre la bañera. Estaban en tarros, cajas, tubos y en cientos de paquetitos y bolsas arrugadas de papel marrón. El tarro más grande tenía un nombre. Decía POLVOS SECANTES con letras torcidas. Cogió al azar un paquete que decía PIEL y lo volvió a colocar en su lugar. En otro ponía OJOS con la misma letra. En un tubo se leía PARA EL DETERIORO.

—Pues parece que funciona —murmuró Sophie mirando en el lavabo con un escalofrío. El agua corrió por la loza cuando abrió un grifo que podría haber sido de cobre y se llevo algo del deterioro. Sophie se aclaró las manos y la cara con el agua sin tocar el lavabo, pero no tuvo valor de usar los POLVOS SECANTES. Se secó el agua con la falda y luego fue hacia la siguiente puerta negra.

Aquella daba a un tramo de escaleras destartaladas. Sophie oyó a alguien moverse arriba y cerró la puerta a toda prisa. Parecía que solo daba a una especie de altillo. Avanzó cojean­do hasta la siguiente. Ya se movía con mayor facilidad. Era una anciana resistente, como había descubierto el día anterior.