El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Lo siguiente que limpió fue el cuarto de baño. Tardó va­rios días porque Howl pasaba muchísimo tiempo dentro todas las mañanas antes de salir. En cuanto se marchaba él, deján­dolo lleno de vaho y conjuros perfumados, entraba Sophie.

—¡Ahora veremos qué hay de ese contrato! —murmuró en el baño, pero su objetivo fundamental era, naturalmente, el estante de paquetes, tarros y tubos. Los cogió uno por uno, con el pretexto de limpiar la estantería, y pasó casi todo el día examinándolos cuidadosamente para ver si los que tenían el letrero PIEL, OJOS y PELO eran en realidad pedazos de las desventuradas jovencitas. Pero por lo que vio, no eran más que cremas, polvos y pintura. Si en otros tiempos fueron ni­ñas, Howl habría usado el tubo PARA EL DETERIORO y las habría deteriorado de tal forma que era imposible reconocer­las. Sophie confiaba en que los paquetes solo contuvieran cos­méticos.

Colocó las cosas de nuevo en la estantería y siguió lim­piando. Aquella noche, cuando se acomodó en la silla con dolores por todo el cuerpo, Calcifer se quejó de que por su culpa había secado uno de los manantiales de aguas termales.

—¿Dónde están esas termas? —preguntó Sophie. En aque­llos días sentía curiosidad por todo.

—Bajo los pantanos de Porthaven —dijo Calcifer—, pero como sigas así, tendré que traer agua caliente del Páramo. ¿Cuándo vas a dejar de limpiar y a averiguar lo de mi con­trato?

—Todo a su tiempo —dijo Sophie—. ¿Cómo voy a sacarle a Howl lo del contrato si no para en casa? ¿Siempre sale tanto?

—Solo cuando anda cortejando a alguna dama —dijo Calcifer.

Cuando el baño quedó limpio y reluciente, Sophie fregó las escaleras y el rellano. Luego entró en el pequeño cuarto de Michael. El muchacho, que para entonces parecía haber aceptado resignadamente a Sophie como una especie de desas­tre natural, lanzó un grito de desesperación y subió corriendo las escaleras para rescatar sus posesiones más preciadas. Esta­ban en una caja vieja bajo su pequeño camastro taladrado por la carcoma. Cuando se llevaba la caja con actitud protectora, Sophie vislumbró un lazo azul con una rosa de azúcar, sobre lo que parecían ser cartas.

—¡Así que Michael tiene una enamorada! —se dijo mien­tras abría la ventana, que también daba a una calle en Porthaven, y sacaba el colchón sobre el alféizar para que se aireara. Teniendo en cuenta lo curiosa que se había vuelto, Sophie se sorprendió a sí misma al no preguntarle quién era aquella chica y cómo la mantenía a salvo de Howl.

Barrió tal cantidad de polvo y basura de la habitación de Michael que estuvo a punto de ahogar a Calcifer intentando quemarlo todo.

—¡Me vas a matar! ¡Eres tan despiadada como Howl! —tosió Calcifer. Solo se le vía el pelo verde y un pedazo azul de su frente alargada.

Michael metió su preciada caja en el cajón de la mesa de trabajo y lo cerró con llave.

—¡Ojalá Howl nos hiciera caso! —dijo—. ¿Por qué tardará tanto con esta chica?

Al día siguiente Sophie intentó empezar con el patio, pero en Porthaven estaba lloviendo. La lluvia azotaba la ventana y repiqueteaba contra la chimenea, provocando el siseo irritado de Calcifer. El patio también formaba parte de la casa de Porthaven, así que estaba diluviando cuando Sophie abrió la puerta. Se cubrió la cabeza con el delantal y trasteó un poco, y antes de mojarse demasiado, encontró un cubo con cal y un pincel largo. Se los llevó dentro y se puso a trabajar en las paredes. Encontró una vieja escalera en el armario y encaló el techo entre las vigas. Siguió lloviendo durante dos días en Porthaven, aunque cuando Howl abrió la puerta con la man­cha verde hacia abajo y salió a la colina hacía sol, y las som­bras de las nubes corrían sobre el brezo a más velocidad de la que el castillo podía permitirse. Sophie encaló también su cubículo, las escaleras, el rellano y la habitación de Michael.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Howl al entrar el ter­cer día—. Parece que hay mucha más luz.

—Sophie —dijo Michael, con la voz de un condenado.

—Debería haberlo imaginado —comentó Howl mientras desaparecía en el baño.

—¡Se ha dado cuenta! —susurró Michael a Calcifer—. ¡La chica debe estar rindiéndose al fin!

Al día siguiente todavía seguía lloviendo en Porthaven.

Sophie se ató el pañuelo sobre la cabeza, se remangó y se puso el delantal. Cogió la escoba, el cubo y el jabón y, en cuanto Howl salió por la puerta, se dirigió como un anciano ángel vengador a limpiar el cuarto de Howl.

Lo había dejado para el final por temor a lo que pudiera encontrar allí. Ni siquiera se había atrevido a echarle una mirada. Lo cual era una tontería, pensó mientras subía las escaleras con dificultad. Para entonces ya tenía claro que Calcifer se encargaba de hacer toda la magia difícil del castillo y Michael todo el trabajo duro, mientras que Howl salía por ahí a divertirse persiguiendo a las chicas y explotando a los otros dos, igual que Fanny la había explotado a ella. Howl nunca le había parecido particularmente terrorífico. Y ahora no sentía más que desprecio hacia él.

Llegó al rellano y se encontró con Howl en el umbral de su cuarto. Estaba apoyado indolentemente sobre una mano y le bloqueaba totalmente el paso.

—Ni se te ocurra —le dijo en tono agradable—. Me gusta sucio, gracias.

Sophie lo miró con la boca abierta.

—¿De dónde has salido? Te he visto marcharte.

—Eso ha sido para despistar —dijo Howl—. Ya has sido bastante mala con Calcifer y Michael. Era lógico que hoy me tocara el turno a mí. Y a pesar de lo que te haya dicho Calcifer, soy mago. ¿O es que creías que no podía hacer magia?

Aquello echaba por tierra todas las teorías de Sophie, pero se habría muerto antes que admitirlo.

—Todo el mundo sabe que eres mago, jovencito —declaró con severidad—. Pero eso no cambia el hecho de que tu castillo sea el lugar más mugriento que he visto en mi vida.

Miró a la habitación más allá de la manga azul y plateada. La alfombra estaba tan sucia como el nido de un pájaro. La pintura se desprendía a tiras de las paredes y había una es­tantería llena de libros, algunos con aspecto extraño. No había ni rastro de los corazones mordisqueados, pero esos probable­mente los guardaba debajo o detrás de la cama con dosel.

La tela que colgaba de ella, de un blanco grisáceo, le impidió ver hacia dónde daba la ventana.

Howl le pasó la manga por delante de la cara.

—Eh, eh. No seas curiosa.

—¡No soy curiosa! —dijo Sophie—. ¡Esa habitación…!

—Sí, sí que eres curiosa —dijo Howl—. Eres una anciana horriblemente curiosa, terriblemente mandona y espantosamen­te limpia. Contrólate. Nos estás amargando la vida a todos.

—Pero esto es una pocilga —se quejó Sophie—. ¡No puedo evitar ser así!

—Sí, sí que puedes —dijo Howl—. Y me gusta mi cuarto tal y como está. Tienes que admitir que tengo derecho a vivir en una pocilga si me apetece. Y ahora vete abajo y piensa en alguna otra cosa que hacer. Por favor. Odio discutir con la gente.

Sophie no tuvo más remedio que alejarse con el cubo gol­peándole contra la pierna. Estaba un poco impresionada y muy sorprendida de que Howl no la hubiera echado todavía del castillo. Pero como no lo había hecho, se puso a pensar en su próxima tarea. Abrió la puerta junto a las escaleras, vio que ya casi no llovía y avanzó hacia el patio, donde comenzó con energía a ordenar las pilas de trastos mojados.

Se oyó un ruido metálico y Howl volvió a aparecer, tam­baleándose ligeramente, en medio de la gran lámina de hierro herrumbroso que Sophie pensaba mover a continuación.

—Y aquí tampoco —dijo—. Eres un peligro, ¿verdad? Deja tranquilo el patio. Sé exactamente dónde está cada cosa y si lo ordenas nunca encontraré los ingredientes que necesito para mis conjuros de transporte.

Sophie pensó que probablemente habría un montón de almas en alguna parte, o una caja llena de corazones. Se sintió frustrada.

—¡Pero estoy aquí precisamente para poner orden! —le gri­tó a Howl.

—Pues entonces búscale un nuevo significado a tu vida —replicó Howl.

Por un momento pareció que él también iba a perder los nervios. Sus ojos extraños y pálidos la miraron con intensidad. Pero se controló y añadió:

—Vuelve dentro, vieja hiperactiva, y búscate otra cosa con que jugar antes de que me enfade. Odio enfadarme.

Sophie cruzó los brazos delgaduchos. No le gustaba que le lanzaran miradas asesinas con ojos que parecían canicas de cristal.

—¡Claro que odias enfadarte! —replicó—. No te gustan las cosas desagradables, ¿verdad? ¡Eres escurridizo como una an­guila, eso es lo que eres! ¡Te escabulles de todo lo que no te gusta!

Howl esbozó una sonrisa forzada.

—Estupendo —dijo—. Ya conocemos cada uno los defectos del otro. Ahora vuelve adentro. Vamos. Media vuelta —avanzó hacia Sophie indicándole la puerta con la mano. La manga se le enganchó en el extremo del metal herrumbroso, dio un tirón y se le desgarró—. ¡Maldición! —exclamó Howl, sujetando los extremos de la manga—. ¡Mira lo que has hecho!

—Puedo cosértelo —dijo Sophie.

Howl le lanzó otra mirada vidriosa.

—Ya estás otra vez. ¡Cómo te gusta la servidumbre!

Cogió la manga con dos dedos de la mano derecha y los deslizó por el desgarrón. Tras pasar entre los dedos, la tela azul y plateada parecía como nueva.

—Ya está —dijo—. ¿Entendido?

Sophie volvió adentro escarmentada. Era evidente que los magos no necesitaban trabajar como el resto de la gente. Y Howl le había demostrado que era un mago de cuidado.

—¿Por qué no me echa? —se preguntó, a medias para sí misma y a medias para Michael.

—Yo tampoco lo entiendo —dijo Michael—. Pero creo que se fía de Calcifer. Casi todos los que entran en casa o bien no lo ven o bien les da un miedo terrible.

CAPÍTULO 6.

“En el que Howl expresa sus sentimientos con fango verde”

Howl no salió aquel día, ni tampoco los si­guientes. Sophie se sentaba para pensar en silencio en su silla junto al hogar. Se dio cuenta de que, por mucho que Howl lo mereciera, había centrado su rabia contra el castillo cuan­do en realidad estaba enfadada con la bruja del Páramo. Y, además, se sentía un poco incómoda por encontrarse allí disimulando sus verdaderas intenciones. Puede que Howl cre­yera que le caía bien a Calcifer, pero ella sabía que el de­monio del fuego solo había aprovechado la oportunidad para hacer un trato con ella. Además, pensó que le había fallado a Calcifer.

Aquel estado de ánimo no duró mucho. Sophie descubrió una pila de ropa de Michael que había que remendar. Sacó un dedal, hilo y tijeras de su bolsa de costura y se puso a coser. Aquella tarde se sintió lo bastante animada como para unirse a una canción tontorrona de Calcifer sobre sartenes.

—¿Contenta con tu trabajo? —preguntó Howl sarcásticamente.

—Necesito más cosas que hacer —dijo Sophie.

—A mi traje viejo le vendría bien un remiendo, si buscas algo con que entretenerte —dijo Howl.

Parecía que ya no estaba enfadado. Sophie sintió un gran alivio, pues aquella mañana casi había tenido miedo.

Era evidente que Howl todavía no había conseguido a la chica que perseguía. Sophie oyó cómo Michael le hacía preguntas directas al respecto y cómo Howl se escabullía hábil­mente y no contestaba a ninguna.

—Se escurre como una anguila —murmuró Sophie a un par de calcetines de Michael—. No puede aceptar su propia maldad.

Vio que Howl estaba inquieto, sin parar de hacer cosas para ocultar su descontento. Sophie lo entendía perfectamente.

En la mesa, Howl trabajaba con mucha mayor intensidad y rapidez que Michael, ejecutando conjuros de forma experta, aunque un tanto atropellada. Por la expresión en el rostro de Michael, casi todos los hechizos eran inusuales y difíciles de hacer. Howl dejó un conjuro a la mitad y subió corriendo a su habitación a vigilar algo secreto, y sin duda siniestro, que estaba pasando allí; luego salió a toda velocidad al patio a trastear con un gran conjuro que se traía entre manos. So­phie abrió la puerta un poco y quedó sorprendida al ver al elegante mago, arrodillado en el barro con las largas mangas atadas en un nudo por detrás del cuello para que no le es­torbaran, mientras llevaba con cuidado una pieza de metal grasiento hasta una estructura extraña.