El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Y en este momento empuñó el bastón y descargo sobre los nudillos apretados de la señorita Angorian el golpe más fuerte del que fue capaz. La señorita Angorian soltó un siseo agudo, como cuando se quema un tronco húmedo, y dejó caer a Calcifer. El pobre Calcifer rodaba indefenso por el suelo, llameando de lado sobre las piedras y gimiendo roncamente de terror. La señorita Angorian levantó un pie para pisarlo y Sophie tuvo que soltar el bastón para lanzarse a rescatar a Calcifer. Pero el bastón, para su sorpresa, siguió golpeando solo a la señorita Angorian una y otra vez. «¡Claro!», pensó Sophie. Ella le había dado vida con sus palabras. La señora Pentstemmon se lo había dicho.

La señorita Angorian siseó y se tambaleó. Sophie se le­vantó con Calcifer en las manos y vio que el bastón seguía atacando a la señorita Angorian y echaba humo a causa del calor que ella despedía. En cambio, Calcifer no parecía muy caliente. Estaba azul lechoso de miedo. Sophie sintió que el bulto oscuro del corazón de Howl latía muy débilmente entre sus dedos. Tenía que ser el corazón de Howl lo que tenía entre las manos. Se lo había dado a Calcifer como su parte del contrato, para mantenerle con vida. Seguramente Calcifer le había dado mucha pena pero, de todas formas, ¡menuda tontería había hecho!

Fanny y la señorita Fairfax entraron corriendo por la puerta que daba a las escaleras, empuñando sendas escobas. Al verlas venir, la señorita Angorian pareció comprender que ha­bía fracasado. Corrió hacia la puerta, con el bastón de Sophie todavía flotando sobre ella y atacándola.

—¡Detenedla! —gritó Sophie—. ¡Que no se escape! ¡Defen­ded todas las puertas!

Todos obedecieron a la carrera. La señora Fairfax se colocó en el armario de las escobas con la suya en alto. Fanny cubrió las escaleras. Lettie se puso en pie de un salto y defendió la puerta que daba al patio y Martha se colocó a la entrada del cuarto de baño. Michael corrió hacia la puerta del castillo.

Percival se levantó de un brinco del camastro y corrió tam­bién hacia la puerta. Estaba pálido y tenía los ojos cerrados, pero corrió incluso más rápido que Michael. Llegó allí pri­mero, y abrió la puerta.

Como Calcifer estaba paralizado, el castillo había dejado de moverse. La señorita Angorian vio los arbustos detenidos en la bruma y corrió hacia la puerta con una velocidad in­humana. Pero antes de que pudiera alcanzarla, quedó blo­queada por el espantapájaros, que llevaba al príncipe Justin colgado sobre los hombros, todavía con el chal de Sophie. Extendió sus brazos de palo de lado a lado de la puerta, blo­queando el paso. La señorita Angorian retrocedió ante él.

El bastón que la golpeaba estaba ardiendo. Su punta de metal relucía y Sophie se dio cuenta de que no duraría mucho más. Afortunadamente, la señorita Angorian lo odiaba de tal forma que agarró a Michael y lo interpuso entre el bastón y su cuerpo. El bastón sabía que no podía hacer daño a Michael, así que se quedó suspendido en el aire, envuelto en llamas. Martha se acercó corriendo e intentó tirar de Michael. El bastón tuvo que evitarla a ella también. Sophie había vuelto a hacer mal las cosas, como siempre.

No había tiempo que perder.

—Calcifer —dijo Sophie—. Tendré que romper el contrato. ¿Te matará?

—Me mataría si lo hiciera cualquier otra persona —dijo , Calcifer con voz enronquecida—. Por eso te pedí que lo hicieras tú. Sabía que podías insuflarle vida a las cosas. Mira lo que hiciste con el espantapájaros y la calavera.

—¡Entonces vive otros mil años! —dijo Sophie, y lo deseó con todas sus fuerzas al decirlo, por si acaso no bastara con las palabras. Aquello la había tenido muy preocupada. Cogió a Calcifer y con mucho cuidado lo separó del bulto negro, igual que separaría un capullo muerto del tallo de una planta. Calcifer revoloteó libre y se quedó suspendido sobre su hom­bro como una lágrima azul.

—¡Me siento tan ligero! —dijo. Luego se dio cuenta de lo que había pasado—. ¡Soy libre! —gritó. Voló hacia la chimenea y se lanzó por ella, hasta desaparecer de la vista . ¡Soy libre!—lo oyó gritar Sophie cuando salía por el remate de la chimenea de la floristería.

Sophie se volvió hacia Howl con el bulto negro casi muerto, vacilando pese a las prisas. Tenía que hacerlo bien, y no sabía cómo.

—Bueno, vamos allá —dijo. Se arrodilló junto a Howl y colocó el bulto negro sobre su pecho, más o menos a la iz­quierda, en ese lugar donde sentía su corazón cuando le daba problemas, y empujó—. Entra —le dijo—. ¡Entra y ponte en marcha!

Y siguió empujando. El corazón comenzó a hundirse y a latir con más fuerza a medida que entraba. Sophie intentó ignorar las llamas y el forcejeo en la puerta y mantener una presión y constante. El pelo no le dejaba ver. Le caía sobre la cara en mechones pelirrojos claros, pero intentó ignorar aquello también. Siguió empujando.

El corazón entró del todo. En cuanto desapareció, Howl empezó a moverse. Soltó un fuerte gemido y rodó sobre la cara.

—¡Dientes del demonio! —dijo— ¡Menuda resaca tengo!

—No es la resaca, es que te has dado con la cabeza en el suelo —dijo Sophie.

Howl se incorporó como pudo sobre las rodillas.

—No puedo quedarme —dijo—. Tengo que rescatar a la insensata de Sophie.

—¡Estoy aquí! —dijo Sophie, sacudiéndole los hombros—. ¡Y también la señorita Angorian! ¡Levántate y haz algo! ¡De­prisa!

El bastón estaba totalmente envuelto en llamas. Martha tenía el pelo de punta. Y a la señorita Angorian se le había ocurrido que el espantapájaros ardería, así que estaba manio­brando para que el bastón se acercara hacia la puerta. «¡Cómo siempre!», pensó Sophie. «¡No he hecho las cosas bien!».

A Howl no le hizo falta más que echar un vistazo. Se puso en pie a toda prisa, levantó una mano y pronunció una frase de esas palabras que se perdían entre la descarga de un trueno. Cayó escayola del techo. Todo tembló. Pero el bastón desapareció y Howl dio un paso atrás con algo pequeño, duro y negro en la mano. Podría haber sido un bloque de ceniza, excepto que tenía la misma forma que lo que Sophie acababa de introducir en el pecho de Howl. La señorita Angorian gi­mió como un fuego mojado y abrió los brazos en un gesto suplicante.

—Me temo que no —dijo Howl—. Se te acabó el tiempo. Por la pinta que tiene este, también querías conseguirte uno nuevo. Ibas a quedarte con mi corazón y dejar morir a Calcifer, ¿verdad? —levantó la cosa negra entre las palmas de las dos manos y las empujó una contra la otra. El viejo corazón de la bruja se deshizo en arena negra, hollín y nada. La se­ñorita Angorian se desvaneció al mismo tiempo que el corazón se desmoronaba. Y cuando Howl abrió sus manos vacías, la puerta quedó también vacía de la señorita Angorian.

Y ocurrió algo más: en el mismo momento en que la se­ñorita Angorian desapareció, el espantapájaros también se es­fumó. Si Sophie se hubiera molestado en mirar, habría visto a dos hombre altos junto a la puerta, sonriéndose el uno al otro. El que tenía la cara arrugada era pelirrojo. El del uni­forme verde tenía rasgos más indeterminados y un chal gris sobre los hombros. Pero Howl se volvió hacia Sophie justo en ese momento.

—El gris no te sienta bien —le dijo—. Ya lo pensé la pri­mera vez que te vi.

—Calcifer se ha ido —dijo Sophie—. Tuve que romper tu contrato.

Howl parecía un poco triste, pero dijo:

—Los dos esperábamos que lo consiguieras. Ninguno de los dos quería terminar como la bruja y la señorita Angorian. ¿Dirías que tu pelo es de color zanahoria?

—Rojo dorado —dijo Sophie. Por lo que veía, Howl no había cambiado mucho ahora que había recuperado su cora­zón, excepto que tal vez sus ojos eran más profundos, parecían más ojos y menos canicas de cristal—. Al contrario que el pelo de otros —añadió—, es natural.

—No sé por qué la gente le da tanto valor a que las tusas sean naturales —dijo Howl, y Sophie supo que apenas había cambiado nada.

Si Sophie hubiera tenido algo de atención para los demás, habría visto al príncipe Justin y al mago Suliman estrecharse la mano y darse palmadas en la espalda con entusiasmo.

—Será mejor que vuelva con mi real hermano —dio el príncipe Justin. Se acercó a Fanny e hizo una profunda y elegante reverencia—. ¿Estoy hablando con la señora de la casa?

—Esto… la verdad es que no —dijo Fanny, intentando es­conder las escobas tras la espalda—. La señora de la casa es Sophie.

—O lo será dentro de poco —intervino la señora Fairfax con una sonrisa benevolente.

Howl le dijo a Sophie.

—No he dejado de preguntarme si serías aquella joven tan linda con la que me crucé en la fiesta de mayo. ¿Por qué estabas tan asustada aquel día?

Si Sophie hubiera estado prestando atención, habría visto cómo el mago Suliman se dirigía a Lettie. Ahora que era él mismo, era evidente que el mago Suliman era tan decidido como ella. Su hermana parecía estar muy nerviosa cuando Suliman se le acercó.

—Parece que los recuerdos que tenía de ti eran todos del príncipe, y no míos —dijo.

—No importa —dijo Lettie con valentía—. Fue un error.

—¡Claro que no! —protestó el mago Suliman—. ¿Permitirás al menos que te tome como alumna?

Lettie se puso colorada como un tomate y no sabía qué decir.

Para Sophie, aquello era problema de Lettie. Ella tenía los suyos. Howl le dijo:

—Creo que deberíamos vivir felices y comer perdices.

A ella le pareció que lo decía en serio. Sophie sabía que lo de comer perdices con Howl sería mucho más ajetreado de lo que se daba a entender en los cuentos, pero estaba dispuesta a probarlo.

—Será espeluznante —añadió Howl.

—Y me explotarás —dijo Sophie.

—Y tú cortarás todos mis trajes para darme una lección —replicó Howl.

Si Sophie y Howl hubieran podido prestarles atención, habrían visto que el príncipe Justin, el mago Suliman y la señora Fairfax intentaban hablar con Howl y que Fanny, Martha y Lettie le tiraban de las mangas a Sophie, mientras Michael hacía lo mismo con su maestro.

—Nunca había visto unas palabras de poder tan bien usa­das —dijo la señora Fairfax—. Yo no hubiera sabido qué hacer con esa criatura. Como digo siempre…

—Sophie —dijo Lettie—. Necesito consejo.

—Mago Howl —dijo el mago Suliman—. Debo disculparme por intentar morderte tantas veces. En circunstancias normales, nunca se me ocurriría hincarle los dientes a un compatriota.

—Sophie, creo que este caballero es un príncipe —comentó Fanny.

—Señor —dijo el príncipe Justin—, creo que debo darle las gracias por rescatarme de la bruja.

—¡Sophie —exclamó Martha—, se te ha quitado el conjuro! ¿Me oyes?

Pero Sophie y Howl se habían tomado de la mano y no podían parar de sonreír.

—No me molestéis ahora con eso —dijo Howl—. Solo lo hice por el dinero.

—¡Mentiroso! —dijo Sophie.

—¡He dicho que Calcifer ha vuelto! —gritó Michael.

Aquello consiguió llamar la atención de Howl, y la de Sophie también. Miraron a la chimenea, donde, efectivamente, el familiar rostro azul llameaba entre los troncos.

—No hacía falta que volvieras —dijo Howl.

—No me importa, siempre que pueda ir y venir a mi antojo —dijo Calcifer—. Además, está lloviendo ahí fuera en Market Chipping.

***

[1] Alusión a Hamlet, de William Shakespeare. Yorick es el nombre del bufón cuyo cráneo toma Hamlet en la famosa escena del cementerio. La frase «Algo huele a podrido en Dinamarca» es una de las más famosas de la obra. (N. de la T.)