El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Sorprendida, Sophie los desenvolvió: varios pares de me­dias de seda; dos paquetes de las enaguas de batista más ele­gantes, con volantes, encajes y adornos de satén; un par de botas de ante gris con los laterales elásticos; un chal de pun­tilla; y un vestido de seda gris perla adornado con lazos que hacían juego con el chal. Sophie los examinó con ojos de profesional y contuvo el aliento. Solamente el encaje valía una fortuna. Impresionada, acarició la seda del vestido.

Michael recibió un bonito traje de terciopelo.

—¡Debes de haberte gastado hasta la última moneda de lo que había en la bolsa de seda! —dijo desagradecidamente—. No lo necesito. Tú eres el que necesita un traje nuevo.

Howl enganchó con el pie lo que quedaba del traje azul y plateado y lo levantó con gesto lastimero. Sophie había tra­bajado mucho, pero todavía había agujeros.

—Qué poco egoísta soy —dijo—. Pero no puedo mandarte a ti y a Sophie a ensuciar mi nombre ante el Rey vestidos con harapos. El Rey creerá que ni siquiera cuido bien a mi propia madre. ¿Bien, Sophie? ¿Son las botas de tu talla?

Sophie levantó la vista.

—¿Haces esto por bondad o por cobardía? —le preguntó—. Muchas gracias y no, no lo haré.

—¡Qué ingratitud! —exclamó Howl con los brazos exten­didos—. ¡Tengamos otro baño de fango verde! ¡Y después de eso me veré obligado a mover el castillo a miles de millas de aquí y nunca volveré a ver a mi preciosa Lettie!

Michael le dirigió a Sophie una mirada suplicante. Sophie lanzaba chispas por los ojos. Se daba cuenta de que la felicidad de sus dos hermanas dependía de que ella accediera a ver al Rey. Además del lodo verde.

—Todavía no me has pedido que haga nada —dijo—. Solo has dicho que lo voy a hacer.

Howl sonrió.

—Y vas a ir, ¿verdad?

—Está bien. ¿Cuándo quieres que vaya? —preguntó Sophie.

—Mañana por la tarde —dijo Howl—. Michael puede ir como tu criado. El Rey te espera —se sentó en el taburete y luego les explicó con claridad y sobriedad lo que tenían que decir. Sophie se dio cuenta de que, ahora que Howl se había salido con la suya, la amenaza del lodo verde se había des­vanecido sin dejar rastro. Le dieron ganas de darle un bofe­tón—. Quiero que hagas una interpretación muy delicada —ex­plicó Howl—, para que el Rey me siga dando trabajo, como los conjuros de transporte, pero no confíe en mí para nada importante, como encontrar a su hermano. Debes contarle cómo he enfadado a la bruja del Páramo y explicarle lo buen hijo que soy, pero quiero que lo hagas de tal forma que se lleve la impresión de que soy un desastre.

Howl se lo explicó con más detalle. Sophie agarró los pa­quetes e intentó acordarse de todo, aunque no podía evitar dejar de pensar que, si ella fuera el Rey, no entendería ni una palabra de lo que diría aquella vieja.

Mientras tanto, Michael no dejaba de acercarse a Howl intentando preguntarle por el desconcertante conjuro. A Howl no dejaban de ocurrírsele nuevos e intrincados detalles para contarle al Rey y apartaba a Michael una y otra vez.

—Ahora no, Michael. Y he pensado, Sophie, que te ven­dría bien algo de práctica para que el palacio no te sobrecoja. No sería buena idea que te quedaras paralizada en medio de la audiencia. Ahora no, Michael. Así que te he organizado una visita a mi vieja tutora, la señora Pentstemmon. Es una anciana majestuosa. En cierto modo es más majestuosa que el propio Rey. Así te acostumbrarás a ese tipo de cosas antes de llegar a Palacio.

Para entonces Sophie estaba deseando no haber dicho que sí. Se sintió totalmente aliviada cuando por fin Howl se volvió hacia Michael.

—A ver, Michael. Te toca a ti. ¿Qué pasa?

Michael agitó el papel gris brillante y explicó a borbotones desconsolados cómo aquel conjuro era imposible.

Howl se quedó un tanto sorprendido al oírle, pero cogió el papel, diciendo:

—¿Cuál es tu problema? —y extendió la hoja. Se quedó con la mirada fija y arqueó una ceja.

—Lo intenté tomándolo como un acertijo y también pro­bé siguiéndolo al pie de la letra —explicó Michael—. Pero So­phie y yo no pudimos atrapar a la estrella fugaz y…

—¡Madre mía! —exclamó Howl. Empezó a reírse y tuvo que morderse el labio para parar—. Pero, Michael, este no es el conjuro que te dejé. ¿Dónde lo has encontrado?

—En la mesa, en ese montón de cosas que Sophie amon­tonó junto a la calavera —dijo Michael—. Era el único conjuro nuevo que había, así he pensado…

Howl se levantó de un salto y buscó entre las cosas que había en la mesa.

—Sophie ataca de nuevo —dijo. Apartaba las cosas a un lado y a otro mientras buscaba—. ¡Debí de haberlo imaginado! No, el conjuro no está aquí—. Dio un golpecito a la calavera sobre la frente marrón y brillante—. ¿Cómo estás, amigo? Ten­go la impresión de que vienes de allí. Estoy seguro de que al menos la guitarra sí. Esto… Sophie, querida…

—¿Qué? —preguntó Sophie.

—Viejecilla entrometida, desobediente Sophie —dijo Howl—, ¿Me equivoco al pensar que has girado el pomo con la mancha negra hacia abajo y has sacado por la puerta tu larga nariz?

—Solo el dedo —dijo Sophie con dignidad.

—Pero abriste la puerta —dijo Howl—, y la cosa que Michael cree que es un conjuro debe de haberse colado por ella. ¿No se os ocurrió a ninguno de los dos que no se parece a ningún conjuro?

—A veces los conjuros tienen un aspecto raro —dijo Michael—. ¿Qué es?

Howl soltó una carcajada.

Decide cuál es el tema y escribe otro verso. ¡Ay, señor! —dijo, y salió corriendo hacia las escaleras—. Os lo enseñaré —dijo mientras las subía a grandes trancos.

—Creo que anoche perdimos el tiempo correteando por los pantanos —dijo Sophie—. Michael asintió con expresión sombría. Sophie se dio cuenta de que se sentía ridículo—. Fue culpa mía —añadió—. Yo abrí la puerta.

—¿Qué había fuera? —preguntó Michael con gran interés.

Pero justo entonces Howl bajó las escaleras corriendo.

—Resulta que no tengo el libro —dijo. Ahora parecía mo­lesto—. Michael, ¿te he oído decir que intentaste atrapar una estrella fugaz?

—Sí, pero estaba muy asustada y se cayó en un charco y se ahogó —dijo Michael.

—¡Gracias al cielo! —dijo Howl.

—Fue muy triste —dijo Sophie.

—¿Conque triste, eh? —dijo Howl, más alterado que nun­ca—. Fue idea tuya, ¿a que sí? ¡Cómo no! ¡Te imagino perfec­tamente cojeando entre los charcos, animándole! Pues permí­teme que te diga que es la cosa más estúpida que ha hecho en su vida. ¡Y todavía habría sido peor si la hubiera atrapado por casualidad! Y tú…

Calcifer chispeó soñoliento en la chimenea.

—¿A qué viene tanto escándalo? —preguntó—. Tú también atrapaste una, ¿no?

—Sí, y… —Howl se giró a Calcifer para taladrarle con su mirada vidriosa, pero consiguió dominarse y se volvió hacia Michael—. Michael, prométeme que no volverás a intentar cazar otra.

—Te lo prometo —dijo Michael encantado—. ¿Y qué es eso si no es un conjuro?

Howl miró el papel gris que tenía en la mano.

—Se llama Canción, y eso es lo que es, supongo. Pero no está todo y no recuerdo el resto—. Se quedó pensando, como si se le hubiera ocurrido una nueva idea, algo que parecía preocuparle—. Creo que el siguiente verso era importante —dijo—. Será mejor que lo lleve de vuelta y vea… —fue hacia la puerta y giró el taco con el negro hacia abajo. Entonces se detuvo. Se volvió a Michael y a Sophie, que naturalmente estaban los dos mirando hacia la puerta—. Está bien —dijo—. Sé que Sophie se colará de alguna manera si la dejo aquí, y no es justo para Michael. Venid los dos, así puedo teneros vigilados.

Abrió la puerta hacia la nada y se adentró en ella. Con las prisas, Michael se tropezó con el taburete. Sophie despa­rramó los paquetes a un lado y a otro del hogar al levantarse de golpe.

—¡No dejes que se quemen con las chispas! —le dijo a Calcifer apresuradamente.

—Si prometes contarme qué hay ahí fuera —dijo Calcifer—. Por cierto, ya te he dado la pista.

—¿En serio? —dijo Sophie. Tenía demasiada prisa como para prestarle atención.

CAPÍTULO 11.

“En el que Howl va a un país extraño en busca de un conjuro”

La nada no tenía más de dos dedos de espesor. Al otro lado, en una tarde gris y húmeda, había un camino de cemento que llevaba hacia la puerta de un jardín. Howl y Michael estaban esperando en la puerta. Al otro lado salía una carretera llana flanqueada por casas. Sophie miró hacia atrás, tiritando un poco por la llovizna, y vio que el castillo se había convertido en una casa de ladrillos amarillos con grandes ventanas. Como todas las demás casas, era cuadrada y nueva, con una puerta principal de cristal ondulado. No había nadie paseando. Tal vez fuese por la lluvia, pero Sophie tuvo la sensación de que la verdadera razón era que, a pesar de que había muchas casas, estaban en algún lugar a las afue­ras de una ciudad.

—Cuando hayas terminado de fisgonear… —la llamó Howl. Su traje gris y escarlata estaba salpicado de gotitas de agua. Llevaba en la mano un manojo de llaves extrañas, la mayoría de ellas planas y amarillas, que parecían encajar con el estilo de aquellas casas. Cuando Sophie llegó por el camino, dijo—: Tenemos que vestirnos de forma adecuada para este sitio.

Sus ropajes se volvieron borrosos, como si la llovizna que le rodeaba se hubiera convertido de repente en niebla. Cuando volvió a enfocarse, seguía siendo gris y escarlata, pero con una forma totalmente distinta. Las larguísimas mangas habían de­saparecido y el conjunto le quedaba mucho más suelto. Parecía viejo y gastado.

La chaqueta de Michael se había convertido en una es­pecie de cosa rellena que le llegaba a la altura de la cintura. Levantó el pie, que estaba enfundado en un zapato de tela, y se quedó mirando el material prieto y azul que le rodeaba las piernas.

—Casi no puedo doblar las rodillas —dijo.

—Ya te acostumbrarás —dijo Howl—. Vamos, Sophie.

Sophie se sorprendió al ver que Howl los conducía de vuelta por el mismo camino que habían venido, hacia la casa amarilla. En la espalda de su chaqueta, había unas palabras misteriosas: RUGBY de GALES. Michael siguió a Howl, con el paso envarado a causa de los pantalones. Sophie miró hacia abajo y vio que se le veía un trozo de las piernas delgaduchas sobre los zapatos nudosos. Por lo demás, no había cambiado mucho.

Howl abrió la puerta de cristal ondulado con una de sus llaves. Junto a la puerta había un cartel colgado de unas ca­denas. RIVENDELL, leyó Sophie mientras Howl la empujaba a entrar en un vestíbulo limpio y reluciente. Parecía que había gente en la casa. Se oían voces agudas al otro lado de una puerta. Cuando Howl la abrió, Sophie se dio cuenta de que las voces salían de unas imágenes mágicas de colores que se movían en la parte delantera de una gran caja cuadrada.

—¡Howell! —exclamó una mujer que estaba sentada ha­ciendo punto.

Dejó la labor, con expresión un poco molesta, pero antes de que pudiera levantarse una niña pequeña, que estaba mi­rando las pinturas mágicas muy seria con la barbilla apoyada en las manos, se levantó de un salto y se lanzó hacia Howl.

—¡Tío Howell! —gritó, y se encaramó de un salto sobre él, enganchando las piernas a su espalda.

—¡Mari! —exclamó Howl como respuesta—. ¿Cómo estás, tesoro? ¿Te has portado bien? —entonces él y la niña se pu­sieron a hablar en una lengua extranjera, rápido y en voz alta. Sophie se dio cuenta de que tenían una relación muy especial. Se preguntó qué idioma sería aquel. Sonaba parecido a la can­ción de Calcifer sobre la sartén, pero era difícil de saber. Entre las parrafadas en aquella lengua, Howl consiguió decir, como si fuera ventrílocuo—: Esta es mi sobrina, Mari, y mi hermana Megan Parry. Megan, estos son Michael Fisher y Sophie, esto…

—Hatter —dijo Sophie.