El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Ella no tenía una respuesta preparada para eso y la irritó. Estiró la camisola sobre sus piernas, frunció el ceño y luego la soltó otra vez. No deseaba mirarlo porque cuando lo hacía, todo lo que veía era a Kit, al dorado Kit, desnudo y sonriendo con calidez. Entonces se lo pondría fácil porque no podría controlarse. La llenaría de palabras melosas y besos, todos sus mejores sueños y ella se derretiría como la nieve bajo el sol. Sin embargo, no quería hacérselo fácil. Él tomaba algo valioso de ella, no importaba cuánto le ofreciera a cambio, y no quería que fuese fácil.

—Pequeña… te dejo libre.

Le llevó un momento asimilar esas palabras en su cabeza. Levantó la mirada, conmocionada.

—¿Qué has dicho?

—Te dejo libre, Rué Hawthorne. —La miró de una manera que no pudo interpretar, fría y turbia, apoyado contra la ventana más brillante—. Ya no estás atada.

Por un momento sólo lo miró fijo. En algún lugar, fuera, un perro comenzó a ladrar.

—¿Se supone que esto es una broma?

—No.

—¿Qué dices? —Se sentó derecha, enfadada—. ¿Dices que soy libre? ¿Qué no tengo que regresar a Darkfrith?

—Sí.

—Ah… muy divertido, Lord Langford. Debo creer que el concejo consiente esto, que después de todo lo que ocurrió todos esos viejos locos simplemente me desean un afectuoso adieu.

—El concejo —aclaró con suavidad— hará lo que yo diga. Al fin y al cabo, es nuestra naturaleza. Además, ninguno de ellos sabe dónde vives y yo no se los diré.

Cerró de golpe la boca. El perro se calmó en ecos que disminuían.

—¿Qué hay de Zane?

—¿Qué ocurre con él?

—¿Lo dejas libre a él también?

—Mi amor, aunque sea difícil de creer. Nunca quise nada de tu sucio golfillo de la calle. Todo lo que quería era su silencio. No lo libero de eso, pero de otra cosa… sí. Por mi parte, es libre de prosperar en la verdadera ratería por años.

—No nos traicionará —dijo Rué.

El marqués le brindó una sonrisa muy escueta.

—Comienzo a pensar que no importaría si lo hiciera. Después de lo de anoche, dudo que alguien le crea. Tenemos una ciudad llena de testigos ahora y no hay nadie en particular que parezca estar aterrado por los dragones voladores. —Bajó la mirada hacia las rosas—. Sospechan que fue todo un espectáculo.

Con el dedo ella trazaba un círculo lento sobre las sábanas.

—Escuché que decían que eras una nueva clase de títere de sombra proyectado en el cielo. —Se encogió de hombros—. La gente cree cualquier cosa, supongo.

—En especial los ebrios. —Christoff soltó la respiración en un suspiro—. Dios sabe que intenté alejarlo. Intenté que nos mantuviéramos en lo alto, pero él solo… —dejó de hablar, sus rasgos se volvieron duros.

—No estuviste visible por mucho tiempo —dijo ella bajito.

—¿Es así como fue para ti? —Tomó una de las rosas; con unos golpecitos escurrió el agua del tallo y la llevó con él hasta la cama. El colchón se hundió; se sentó junto a ella sin tocarla—. Lo escuché hablando contigo sobre el Condado. ¿Es así como fue para ti también? ¿Te sentiste como una extraña, como si no pertenecieras?

—Cada uno de mis días…

Excepto cuando me mirabas, pensó.

El cabello de él era largo y salvaje, una efusión de oro que se oscurecía en los omóplatos. Los músculos de su espalda eran suaves y lisos. Rué levantó una mano. Le peinó los cabellos con sus dedos. El cuero cabelludo se sentía deliciosamente cálido.

Kit arrancó un pétalo de la rosa y lo dejó caer a la alfombrilla.

—No será simple —dijo—. Cambiar las costumbres de la Comunidad. No será una tarea fácil.

—No.

Otro pétalo.

—Tal vez podrías escribirme. Darme sugerencias.

—Tal vez.

—Rué. —Se dio la vuelta para mirarla; ella dejó que su cabello resbalara de su mano—. En verdad no vas a obligarme a ser tan noble, ¿no es cierto?

—Creo que un poco de nobleza podría ser buena para tu temperamento, Lord Langford.

—Un poco —dijo él con una risa extraña y preocupada, y cerró los ojos—. Dios. Abriste ventanas en mi alma que nunca supe que existían. Me hiciste pensar que tengo una esperanza de convertirme en el hombre que siempre quise ser. —Bajó la mirada hacia la rosa; sus dedos se ahuecaron y arrancaron todos los pétalos que quedaban a la vez. Cayeron en un silencio pintado desde la palma de sus manos—. Pequeña… Clarissa… Para bien o para mal, despertaste mi corazón. No creo que pueda ser un hombre noble sin ti a mi lado, empujándome cada día. Soy un maldito tipo testarudo. ¿No lo sabes?

No contestó. Él lanzó el tallo al suelo y frunció el ceño, ahora en las rodillas de ella, como si la extensión de la camisola blanca sobre ellas lo impacientara. Le tocó el brazo. La palma de su mano rozaba su piel desnuda. Después, ella levantó su mano para colocar los labios de él sobre la parte anterior de su muñeca. Sus besos eran tentadores. Sentía un sendero de dulces mariposas pequeñas que volaban hasta el interior de su codo. Rué descubrió que contenía la respiración.

Él presionó su mejilla contra su antebrazo.

—Te das cuenta de que si no acabas casándote conmigo, terminaré siendo un viejo avinagrado, igual que el resto de ellos. Te necesito para que me rescates.

—Sí. —Estaba de acuerdo—. ¿Pero qué hay de mi vestido? —Christoff levantó la mirada—. Llevará meses de verdaderas pruebas. Muestras de tela. Modelos. Un vestido como ese no se cose como la arpillera de un pescadero.

—¡Ah!… Creo que ya entiendo. —Se acercó un poco más—. El tocado de una dama no se hace deprisa. Si crees que llevará tanto tiempo… quizás yo podría quedarme contigo para asegurarme que se haga una prueba adecuada. Soy, si me permites decirlo, un tanto experto en tu figura.

—¿Lo eres? —respiró ella y se echó hacia atrás, sobre las almohadas, y estiró los brazos.

Él le sonrió, una sonrisa más verdadera que la de antes. Su mano descubrió el cordel de la camisola; enrolló la fina cinta en un dedo.

—Sí. El experto… más … cariñoso. —De un tirón aflojó el lazo.

—¿Y qué sucedería si te dijera… —Rué tuvo que detenerse porque él había inclinado sus labios hacia su pecho, su lengua acariciaba su piel donde la camiseta se abría—, si te dijera —continuó, decidida— que quisiera algunos vestidos más como ese cada año?

—Supongo que alguien debe mantener Far Perch en orden. —Sus ojos reían en un verde claro brillante aunque su tono permanecía suave—. Sería un crimen dejarlo languidecer vacío todo el tiempo.

—Estoy de acuerdo. Y también alguien debería rondar por allí… de vez en cuando… para cuidarlo de los peligros naturales de la ciudad. Granujas. Diamantes robados. Ladrones despiadados.

—Ratoncitas. —Christoff se inclinó para cubrir sus labios, abandonó su cautela, su cuerpo era ágil sobre el de ella, presionaba dentro de ella con su calor firme y ansioso—. Deja que vengan. No hay nada allí que valga la pena robar. Todo lo que es valioso en el mundo está aquí frente a mí, en tus ojos.

El amanecer llegó y se marchó agitando colores verde, oro y rojo anaranjado, pero Rué no estaba despierta para ver ninguno de ellos. Kit la observaba dormir, su hermoso rostro sin protección, sus mejillas teñidas con la luz. Sentía un dolor en su corazón que no le era conocido, y en silencio lo examinó mientras apartaba el cabello de su frente. Le llevó un buen rato darse cuenta de que lo que sentía era felicidad, absoluta y completa.

Lo asustó un poco. Nunca había sentido algo así antes. Parecía frágil, esquivo, tan pasajero como la capa de colores que brillaba por el cielo.

Sus ojos se abrieron. Lo observó con una mirada somnolienta y oscura, sin hablar.

—¿Crees que podrías amarme aún otra vez? —preguntó él.

Ella le sonrió, una sonrisa de mujer, misteriosamente profunda.

—Qué ridículo eres. Te amé toda mi vida. ¿No lo sabías?

Puso su rostro en el cabello de ella para esconder su alivio.

—Un verdadero caballero se resiste a parecer indecoroso…

La risa de ella los sacudió a ambos.

—Demasiado tarde para eso.

Se relajó a su lado y la acercó, con la espalda de ella contra su pecho, sus brazos la rodeaban con firmeza en un abrazo gradual y apretado. Lo rodeó con los brazos sobre los de él.

—¿Te casarías conmigo, Rué? ¿Casarte conmigo de verdad delante de nuestra gente?

Su respuesta llegó por lo bajo.

—Lo haré.

—Gracias.

—De nada.

El cuerpo de ella se doblaba son suavidad. Sus glúteos hacían una presión cálida y tentadora contra su ingle. Sus pechos eran un peso placentero entre sus brazos, su cabello caía atrapado por las almohadas y debajo de su mejilla. Kit inclinó la cabeza hacia la de ella con un nuevo propósito.

—Así es como lo haremos.

—¿Hacer qué?

Le pellizcó el hombro con los dientes.

—Ay.

—Esta noche —murmuró él—. En el cielo.

Rué giró, envuelta en una cubierta de hermoso cabello marrón, piel blanca, labios rosados, lo miró a través de sus pestañas. Sonrió con un gesto de travesura lento y sensual.

—¿Por qué esperar hasta entonces?

Y lo volvió a llevar hacia ella.

***

The Londón Town Crier

20 de julio de 1751

Reserva animal pronta a cerrar…

El Marqués de Langford ha realizado la compra particular de la Reserva de Graham, Chelsea, por una suma no revelada, y mencionó el deseo de reestablecer la paz a nuestra ciudad. Los amables lectores podrán recordar la extraña desaparición de un grupo completo de monos capuchinos en el último mes de junio, el cual se descubrió que desde entonces vive de manera silvestre en el Bosque Rollingbrook y ha provocado una gran cantidad de estragos en los cultivos cercanos. El Marqués prometió que no ocurrirían más diabluras, ya que mudarán a todas las criaturas a un lugar retirado, o bien los llevarán a las tierras de las cuales provinieron, prescindiendo de gastos por los costos.

El Marqués contrajo matrimonio en abril. Se dice que su esposa es la amante más apasionada de las criaturas salvajes.

Epílogo

LA verdad sobre las piedras es la siguiente: cambian las sustancias químicas en la sangre de los dragones.

Como una droga para un mortal, un diamante o un rubí o una mera lasca de jaspe puede incitar a tener visones de éxtasis, de tormento o dolor, o un deseo insostenible. La estructura de cualquier piedra puede resonar en el corazón de un dragón, en cada una de sus sustancias; ambos, el dragón y el diamante, son verdaderos seres de la tierra. Se nutren el uno al otro. Son reflejos mellizos de un todo más grande que es la razón por la que el dragón colecciona las piedras, y la razón por la que unos pocos —muy pocos— hombres mortales también las coleccionan.

La piedra puede cambiar al dragón al igual que el dragón también puede cambiar la piedra.

En el año 1751, por primera vez en siglos, dos corazones Alfa se unieron. El poder de su unión hizo temblar a la misma red de los drakones. Las almas temblaron en hilos invisibles. Los destinos cambiaron. Y los antiguos vínculos, olvidados hace mucho tiempo, surgieron a la vida.

En ese año, Draumr, el diamante soñado, transformó su melodía. Desde su lugar oculto en las minas de Los Cárpatos, en la oscuridad, en el frío, su llamado surgió hasta brillar a través de los cielos.

***

Ni la fortuna ni la distancia pueden separar una familia verdadera. La sangre llama a la sangre.

Fue sólo una cuestión de tiempo antes de que los ingleses enviaran su propia princesa dragón para encontrarnos.

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