El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Capítulo 8

RUE quería ir a la cabaña del huerto. Kit había recibido el pedido de parte de uno de los guardias mientras todavía se encontraba atrapado en la asamblea del concejo. En un principio, pensó en negárselo, pero ella se había ido de buen humor y prefería no arriesgar lo que quedaba de su plan. Kit le concedió el deseo, envió a otros dos hombres con la gentil advertencia de que se uniría a ella pronto.

Sin embargo, no fue tan pronto como suponía. El concejo continuaba revisando las notas y las pesadas propuestas mientras él miraba por la ventana y veía cómo Rue caminaba bajo la lluvia a través del jardín y del prado: sin abrigo, sin gorra y sin chal, sólo su cabello desenredado y el vestido de bodas de su madre, la cola con frunces rozaba el césped detrás de ella. Iba rodeada de cuatro hombres. Kit contó nueve más en los alrededores; caminaban a la deriva como si ella los remolcara con largos y despiadados lazos.

En el momento en que ella desapareció de su vista, alguien nuevo surgió en el bosque, una mujer con una capa roja con capucha. Kit reconoció el modo de andar antes de que se acercara al primer guardia; caminaba despacio con una premeditación tal que en un tiempo solía provocarle un calor insoportable; Kit nunca se había dado cuenta de que lo hacía a propósito; el paso de Melanie, tímido y seguro, como sus miradas.

Melanie lo había esperado durante años. Había esperado y esperado, incluso cuando él le había implorado que no lo hiciera, aun cuando le había aclarado, dolorosamente aclarado, que no se unirían en matrimonio.

Había enfurecido a su padre. Melanie era el Alfa femenino por excelencia y el hecho de su compromiso matrimonial fue siempre ampliamente aceptado. Pero Kit nunca la amó. En realidad, nunca le había atraído, más allá del placer que le ofrecía su cuerpo. Incluso, Kit nunca supo del todo por qué seguía rechazándola. Sólo supo que la situación le provocó una apoplejía a su padre y duplicó la fuerza de las garras de Melanie.

Se había dado por vencida hacía tres años, después de que su padre muriera, y finalmente se casó con el hijo del orfebre. Debió darse cuenta de que sin el anciano marqués, Kit nunca sería forzado a hacerlo.

Ahora sabía por qué la había rechazado. Ahora lo sabía.

Rue se detuvo y se volvió, aparentemente esperaba que Mel la alcanzara. Se detuvieron en un área despejada antes de la pradera y se miraron una a otra; bellas, hermosamente oscuras. Kit se inclinó hacia adelante para observar. No podía imaginar lo que se dirían, pero conocía a Mel lo suficiente. Si había esperado, no sería por nada. Si intentaba lastimar a Rue, si la lastimaba de algún modo…

La lluvia cambió de dirección y ahora golpeaba el vidrio. Se disponía a alcanzar la manivela para abrir el bastidor de la ventana cuando, sin aviso, Rue estiró el brazo. Había tomado a Melanie por la garganta, había dado un paso adelante y sostenía a la mujer en el aire con una mano. Kit observó el brillo dorado y sobrenatural en los ojos, otro Don; sólo unos pocos drakones tenían esa habilidad, y Melanie se había aferrado con las dos manos a Rue mientras luchaba y golpeaba sus pies en una espuma salvaje de faldas y capas.

Ninguno de los hombres intervino. Rue dejó caer a Mel al suelo húmedo, se alejó de ella y bordeó el prado sin volverse para mirarla.

Kit soltó la manivela. Un desafío ceremonial, una victoria indiscutida; en pocas horas, todos en el Condado sabrían que Rue Hawhtorne era, sin duda alguna, la nueva Alfa.

Después de todo, según Kit, no lo podría haber hecho de mejor modo.

***

Había telarañas en el alero. No tendrían que haberla molestado como lo hicieron, pero Rue levantó la mirada y buscó más. Espectadores acomodados en los rincones de la casa de su niñez colgaban de las puertas, flotaban sobre las cortinas, se estiraban como dedos abiertos entre la vieja maceta del geranio que se encontraba en el alféizar de la cocina y en un pequeño cordero de porcelana con la cola en el aire.

El espejo de hojalata estaba donde lo había visto por última vez; colgaba de la pared con su lazo, cubierto de polvo, salpicado por los años.

A Rue no le importó el polvo; según Quentin, uno de los guardias, la cabaña había estado vacía desde la muerte de Antonia. Pero las telarañas vacías…

Incluso las arañas se habían ido. Sólo quedaban los fantasmas.

Se apartó del espejo de hojalata; no quería ver su reflejo en él.

Alguien se había llevado las sillas con tapizados bordados, pero el suelo de nogal, las cenefas en tela de algodón a cuadros, incluso los acolchados sobre las camas, todo estaba igual, igual al día en que partió.

Qué bien conocía su corazón ese lugar. No todo había sido desdicha y persecución, en realidad; no allí, en la casa de su madre. Entre esas fuertes paredes lisas había conocido el amor, el aroma del budín de vainilla en el horno, los juegos de damas, los jarrones con flores silvestres, el canto de las alondras, las risas, los abrazos…

Después de su deceso oficial, Clarissa Rue había vuelto por Antonia dos veces. Cuando el dolor y la confusión de esa mañana de cumpleaños se habían borrado de su mente, una vez que encontró su lugar y una habitación pequeña para ella sola en una pensión en Wapping, había regresado a Darkfrith para rogarle a su madre que la acompañara a Londres.

Pero Antonia fue siempre sabia; después de la alegría del reencuentro finalmente se negó a ir porque sabía que ambas no podrían desaparecer de la Comunidad. Rue pasó la noche discutiendo con su madre, junto a ella, en su cama, cabeza con cabeza en la almohada hasta que su voz se volvió ronca y en el cielo aparecieron las rayas del amanecer. Antonia nunca vaciló. Ambas lloraron la despedida.

Medio año más tarde, Rue lo intentó una vez más. Sin embargo, la tuberculosis le había ganado de mano. Todo lo que pudo encontrar de su madre fue una simple lápida en el cementerio del Condado, más alejada en la colina que la mayoría, la última piedra en una hilera que terminaba con Antonia, el abuelo de Rue y su abuela. Había dejado gencianas en las tres tumbas.

El agua provocaba un lento goteo en un cristal rajado de la ventana de su antigua habitación, se deslizaba por el vidrio y formaba un charco en el alféizar. Rue tocó con sus dedos la rajadura mientras miraba fuera el exuberante césped y la fila de árboles empapados por la tormenta.

Quentin y los otros tres guardias permanecieron en la sala. Rue les había pedido estar a solas allí. No tenía a dónde ir después de todo. En el huerto había contado seis hombres que la miraban encorvados a causa del clima.

Era sorprendente que la hubieran dejado sola. Pensó que podría ser una buena señal.

La segunda tabla en el pasillo al que daba la puerta de su habitación estaba suelta y rechinó; ella oyó eso y sólo eso… Kit fue tan silencioso como la brisa. Rue giró la cabeza sin mirarlo, hablaba al suelo.

—¿Cuándo partimos para Londres?

El marqués entró en la habitación, traía el oscuro aroma de la lluvia mezclada con sándalo.

—Después de la cena.

Rue cerró los ojos por un instante. Dentro de ella despertó cierto alivio y algo más, agridulce.

—¿Estás cansada? —preguntó Kit con indiferencia—. Podríamos esperar un día más, si quisieras.

—No. —No estaba demasiado entusiasmada con la idea de subir de nuevo al coche para otro largo viaje. Lo mejor sería hacerlo cuanto antes. Era preferible irse, alejarse de Darkfrith, antes de que cualquiera de ellos pudiera cambiar de idea.

—Después de la cena está bien —dijo Rue en voz alta.

—Mientras la huella todavía esté marcada —dijo Christoff con el mismo tono de voz neutral.

—Exactamente.

—¿Esta era tu habitación? —Christoff dio un paso adelante, su capa semejaba una sinuosa llama contra el gastado acolchado que colgaba de la cama.

—Sí.

—Parece confortable.

—Lo fue.

Kit se acercó a la ventana. Las gotas de lluvia que adornaban su capa a la altura de los hombros, comenzaron a deslizarse hacia los pliegues color negro de la capa y salpicaban la falda de Rue.

Pero el vestido de bodas ya estaba arruinado. Nunca había habido un camino, ni siquiera una senda, para llegar a la vieja cabaña; sólo el indicio de un sendero sucio, sofocado de enredaderas y líquenes. Con cada paso, la tormenta se había encargado de cubrirle con barro todo el ruedo del vestido.

—Rue —dijo Christoff de pronto—. ¿Por el dinero o la emoción?

—Porque sí.

—Por supuesto. —Se mordió los labios.

Ante la ausencia de respuesta, tocó el cristal rajado como había hecho ella. Su mano era una sombra contra el vidrio.

—Me pregunto si satisfarías la curiosidad que tengo sobre algo.

—¿Qué deseas saber?

—¿Qué te dijo Melanie, allí en el prado?

Rue no estaba sorprendida de que lo supiera; quizás había estado observando. Quizás lo había oído de boca de uno de sus guardias.

—Me preguntó si continuaba siendo una asquerosa espía. Yo, por mi parte, le pregunté si seguía siendo una prostituta. Me pareció que no tenía sentido que continuara la conversación.

—Sí, lo vi.

—Ah. —Inclinó la cabeza hacia el rosa pálido de su falda en finas hebras que representaban el meticuloso florecimiento de una rosa, con brotes de verdes hojas de menta tan bellas y tan perfectas que le recordaban los caramelos dulces.

—¿Me dirás algo más?

Asintió sin levantar la cabeza.

—¿Por qué fingiste tu muerte? ¿Por qué huiste?

Rue llevó la mirada al pequeño charco sobre el alféizar y luego hacia los guardias apostados entre los árboles. Los romanos habían labrado la tierra para cultivar manzanas, castañas y peras, pero Darkfrith había pasado siglos casi sin progresar. Más allá de esa arboleda, más allá de los hombres, las líneas del huerto se estrechaban en el bosque denso, alzaban una oscuridad que envolvía la aldea viva con cascadas, rica con la niebla y helechos y capas de hojas. Por alguna razón, Rue recordaba el bosque más claramente que cualquier otra cosa. Más claramente incluso que su casa o el hombre que permanecía de pie a su lado.

El marqués no volvió a preguntar, sólo aguardó con la lluvia y el sándalo, y con la quietud que reinaba alrededor.

—Por ti —dijo finalmente. Ante el silencio por parte de Christoff, se aventuró a mirarlo de soslayo. Kit la estaba estudiando, no estaba sorprendido, simplemente intrigado. La superficie de su rostro se iluminaba por la tormenta. Tomó coraje y dijo.

—Me fui porque no quería casarme contigo.

Volvió la sonrisa de Kit.

—¡Por el amor de Dios! ¿Era tan insoportable?

—Yo… disfrutaba de estar enamorada de ti.

—Ah —dijo y la mirada de ella se volvió hacia otro lado.

—Absurdo, por supuesto. No te conocía. Tú no me conocías, ni siquiera me tenías en cuenta. Pero sabía lo que significaba, que pudiera convertirme. E incluso de niña, no quería que fuese de esa manera.

Kit miró por la ventana una vez más mientras seguía el zigzagueo del vidrio astillado que brillaba sobre el cristal.

—¿De qué manera?

—Presionados. Que alguno de nosotros dos se sintiera presionado.

Dejó caer su mano, mientras miraba los árboles. A través del velo de la luz, Rue capturó un instante más de Kit: el fuerte perfil, los labios firmes, su cabello muy húmedo, mechones descuidados que colgaban hasta su pómulo, un destello meloso a cerveza.

—Todo ese esfuerzo —murmuró— simplemente para evitarme. Qué gratificante.

No parecía satisfecho. Sonaba cínico, como si ella le hubiera contado algo pequeño y sin ninguna importancia que él ya había olvidado en parte. Y dolía, más de lo que ella pensaba.

—No fue sólo por ti, Lord Langford. Era este lugar, esta gente. Esta vida. No tengo nada que ver con ella.

—Es un poco tarde para eso, Rue. Te guste o no, somos tu sangre.

—La mitad de mi sangre.

—Sí —aceptó el marqués, sobrio—. Aunque parece que has obtenido la mejor parte de ella. Toda la belleza, nada de la parte bestial.

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