El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Avena otra vez. Rué bajó la mirada hacia la lata de copos deshidratados en la alacena, sus labios se apretaron con repugnancia. Habían ido al mercado el día anterior pero la mayoría de las cosas que habían comprado (sardinas, queso y nueces, pasteles de mazapán) se había terminado. Quedaba un puñado de higos y apenas habían tocado el pan de manteca. Encontró el pan que no habían terminado, la hogaza ya dura debido a que Christoff la había vuelto a envolver demasiado floja en su paquete.

Soltó el pan con un gesto agresivo sobre la tabla de cortar. Volvió a acechar la despensa y miró con detenimiento la lata de gachas de avena. Después, la golpeó con el dorso de la mano haciéndola volar hacia la pared.

La tapa se partió. Los granos pequeños salieron como divertidos confites.

Se puso de pie mientras observaba el desorden, temblaba, sentía frío y calor a la vez.

Había terminado. Su vida, sus sueños, todo había terminado. Lo había hecho ella misma, había abandonado todo…

No podía respirar. Sentía cómo sucedía, cómo se comprimían sus pulmones, cómo chillaba su respiración. Explotaban burbujas azules que reaparecían en los bordes de su visión. Se dejó caer de rodillas y presionó la frente contra el suelo impecable. Apenas sintió la piedra.

Su vida, su casa, su libertad. Su futuro y su corazón, y ahora, estaba obligada a estar con él para siempre y él nunca la había amado como ella a él, nunca supo lo que era el amor…

Sería su esposa. Le había preguntado el precio y ella lo había puesto, el pequeño y feroz Zane, y nunca más volvería a caminar con libertad, nunca, nunca, nunca. Pasaría el resto de sus días en Darkfrith, a la sombra de la obediencia hacia él y la Comunidad y todos aquellos fantasmas que la esperaban.

***

A tiempo, Rué volvió en sí. El suelo estaba helado. Sus manos estaban apretadas en su cabello. Levantó la cabeza y miró con los ojos enrojecidos toda la cocina, tan brillante y limpia que pertenecía a algún otro mundo. Volvió a sentarse en el suelo y envolvió los brazos alrededor del pecho hasta que pudo dejar de temblar.

Se puso de pie para barrer la avena. No había ratones en Far Perch que la limpiaran por ella.

***

El tiempo iba cambiando. Él era consciente de eso, de cómo se estiraba largo y espeso como caramelo, o se cortaba de manera brusca. Eran nítidas impresiones: el parpadeo deslumbrante de la luz del sol contra el techo, la textura de la alfombra debajo de sus dedos. Sabía que estaba tendido allí, que había llegado a ese lugar para descansar de costado y luego, de espalda. Se sintió mareado y luego, ya no. Estaba muy liviano y flotaba como el humo pero no tan concentrado.

Estaba enfermo. Kit lo percibía. Toda su pierna ardía en llamas del infierno. No estaba tan dolorido la noche anterior, pero ahora sí, y sentía que el sudor se acumulaba sobre él, que brotaba en la pendiente de su pecho, que le goteaba por la frente, la entrepierna y los brazos.

¿Cómo había sucedido eso? Había estado enfermo con anterioridad pero nada como eso; nada tan rápido y letal. Una catástrofe que hervía detrás de sus párpados.

Cocodrilos. Fiebre. De pronto, Kit se dio cuenta de lo que iba a suceder.

La sangre de los dragones reaccionaba al veneno de maneras particularmente despiadadas. Podría matarlo o no, pero sin duda, lo consumiría hasta la médula. Si volvía a despertar, si volvía a verla, pasase lo que pasase, no debía herirla…

En su letargo insoportable, consiguió darse la vuelta sobre las rodillas para levantarse de esa manera. Puso el pie sano debajo del cuerpo y se sostuvo allí. Los dedos empujaron con fuerza contra la alfombra e inclinó la cabeza. Pensaba en Rué. En dónde podría estar. Era peligroso y debía protegerla…

Llevó el torso a una posición erguida. Sus manos encontraron los pies de la cama, buena madera maciza, un bienestar equilibrado bajo la palma de sus manos. Kit se concentró, puso en orden lo que encontró de su fortaleza y con gran esfuerzo, se arrastró sobre ambos pies inclinándose con fuerza sobre la cama.

Se arrastró encima de ésta. Cayó sobre los cobertores y la ropa planchada. Sonrió entre las sábanas porque lo había logrado.

No iba a morir en el suelo.

Rué, pensó, y dejó caer su rostro sobre el brillante satén.

***

Ella continuaba en la planta baja. Se sentía ridícula. Holgazaneó en la cocina y luego, en la sala de estar, cubierta sólo con las cortinas de la sala del frente porque no quería que la escuchara volver a subir las escaleras.

No pudo decir cuándo se dio cuenta de que él no tenía por qué escucharla. Se encontraba de pie en la suntuosa sala de estar, lejos de la mancha de sol que hacía resaltar el blanco y el amarillo pálido tramados en la alfombra, como si el sol fuera contagioso, como si la encendiera, cuando, sin siquiera pensarlo, se convirtió en humo. Se filtró hasta el piso siguiente sin provocar ningún ruido más que el de la caída de la tela.

Estaba en el cuarto de huéspedes, se vistió, con ropa simple porque no tenía una criada que la ayudara, pero aun así bastante fina, seda beige y faldas amplias y abiertas bordadas con flores de ciruelo y hojas de parra. Se sentía bien al usar su propia vestimenta. Sentía que no tenía que fingir ser alguien que no era. Para variar.

Sin embargo, Christoff no aparecía. Se cepillaba el cabello y pensaba en eso mientras lo trenzaba y lo enrollaba en un moño pesado en la nuca. Cogió la cofia de encaje finamente bordado y dejó que las cintas pasaran por sus dedos, pero al final decidió no usarla. Le disgustaba tener las orejas cubiertas; iba en contra de sus instintos tanto de drakon como de ladrona. Se la pondría más tarde si debía hacerlo.

Si hubiera elegido los vestidos con cuidado para su estancia en Far Perch, al menos habría llevado una colección completa de cosméticos: rouge, bayas de saúco y perfume, polveras de terciopelo y agua aromatizada. Usaba un toque delicado y experto. Nadie conocía su rostro como ella. Y al final, después de al menos otra hora de entretenimiento, el espejo mostró una dama correcta una vez más, alguien a quien no había visto por días. Semanas. La mujer que recordaba en ella no revelaba nada del temor, la confusión y la desesperación que burbujeaba debajo de su suave calma. Parecía toda una lady. Parecía que pertenecía a esta casa.

Rué alejó su rostro del espejo. Sin siquiera quererlo, ya tenía puesto un nuevo disfraz.

Se puso de pie y se alejó. ¿Por qué no había ido?

Se estiró las medias por debajo del vestido. Tamborileaba los dedos en la cómoda mientras echaba un vistazo del otro lado de las cortinas translúcidas que daban a la calle. Había gente ahí fuera en coches, en palanquines y a pie. Personas estúpidas, normales y con el ingenio de una mula que hacían sus cosas. No tenían idea de los secretos que se entretejían a su alrededor.

Rué inspiró y dejó el cuarto. Encontró la puerta del marqués ligeramente entreabierta, tal vez como la había dejado ella, y apoyó la mano sobre la madera. Echó un vistazo a la alcoba y pensó que estaba vacía.

—Christoff.

No contestó. Había una silueta sobre la cama. Dio un paso hacia adelante y entonces reaccionó: la mancha cítrica del ungüento. El aroma caliente y maduro que subía; el silencio de muerte a su alrededor.

Lo dijo mientras corría hacia la cama, mientras lo giraba sobre la espalda y apartaba el cabello húmedo de su rostro.

Estaba colorado. Hervía más que el sol. Sus pestañas se abrieron de un parpadeo.

—Ratoncita…

—No hables —le ordenó asustada—. Sube hasta aquí… ¿Puedes hacerlo? Inténtalo. No puedo levantarte. Así… así… Sólo un poco más…

Se esforzaba por tomar aire. Sus dedos apretaban el cobertor. Ella se inclinó para observar su pierna herida.

—¡Ay, Dios! ¿Por qué no me lo dijiste?

Sangre, infección, ese olor agrio. ¿Cómo no se había dado cuenta? Le había hecho el amor esa mañana, había sentido un placer que nunca había imaginado, y todo ese tiempo…

—No es nada —balbuceó al girar la cabeza—. Nada para preocuparse. Estoy lo suficientemente bien.

—Eres un tonto…

El enojo reemplazó al temor y al decir eso tuvo la fortaleza necesaria como para subirlo correctamente el resto del trayecto a la cama. Le abrió la camisa rasgándola y le colocó la mano sobre el corazón.

Staccato, irregular. Ella lo observaba, poco dispuesto a moverse, e intentaba obligarlo a la vida, a la salud, sólo con la palma de la mano presionada contra su piel. Pero él mecía la cabeza hacia atrás y hacia delante y se lamía los labios. Rué apartó la mirada en busca del cuenco y del jarro de agua más próximos. Lo dejó para servirle una taza.

—Bebe esto.

Lo hizo sediento. Levantó las manos para estrechar las de ella.

—Ratoncita —dijo otra vez y encontró su mirada. Su boca se elevó en una curva irónica—. Tal vez no tengas que ser Lady Langford después de todo.

—¿Dónde está el ungüento? —reclamó ella.

—Demasiado tarde —le contestó en voz baja—. Márchate mientras puedas.

—¿Qué quieres decir?

Sus ojos se cerraron.

—Te amo —confesó Kit y su cuerpo se distendió. Luego, se convirtió.

Fue violento y precipitado, nada semejante a la habilidad a la que estaba acostumbrada con él sino algo poderosamente desmedido. Sintió que el aire hacía un vacío al pasar delante de ella en una ráfaga de humo ascendente. No podía ver del otro lado. Sintió una mala señal que resonó y sacudió todo, y después… se marchó.

Rué giró desesperada. Buscaba por la alcoba y por el techo. Se dejó caer de rodillas para revisar el suelo debajo de la cama, pero en verdad él ya no estaba en el cuarto.

Corrió hacia la ventana. El cristal astillado ahora tenía una telaraña blanca de rajaduras. Del otro lado no había nada más que un pálido cielo azul… y allí, arriba, bien arriba. El cielo tenía una sola nube.

Herte brillaba desde las sábanas. Lo tomó, lo metió otra vez debajo del colchón y se convirtió. En un solo movimiento atravesó la ventana rota para salir al día.

Él no seguía el viento. Rué fue tras él con tanta rapidez como pudo. Sabía cómo debía verse para cualquiera que se encontrara abajo. Las nubes verdaderas no se movían a voluntad. Debía ser una extraña nube de humo, vestigio de un incendio ya sofocado, pero sin disiparse. Él se agitaba y giraba con movimientos desenfrenados. Si volviera a convertirse…Si volviera a ser hombre…

Y como algún deseo del demonio, sucedió tal y como ella lo deseaba: el humo se unió con un propósito oscuro. De pronto, su figura fue visiblemente clara, una corriente salvaje de cabello rubio, una imagen apuesta e inactiva. Se dejó caer a tierra sin despertar. Ella corrió como un rayo debajo de él y se convirtió en dragón. ¡Ay! Allí, en el pálido cielo abierto…

Amortiguó la caída con su espalda, se volteó y giró cuando él rebotó sobre ella y lo tomó con sus garras.

Era un buen peso. Descendió un poco y se estabilizó después de tambalearse. Sus alas se esforzaban para recuperar el dominio del viento.

Desde abajo, a lo lejos, llegaba una gran ola de sonido. Sabía de qué se trataba sin siquiera mirar: el grito colectivo de innumerables Otros con los rostros que apuntaban al cielo.

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