El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

La noche caía fría y profunda sobre ellos. Una leve brisa fresca extendía colores brillantes en las estrellas.

No había grandes árboles cerca de los cocodrilos, sólo arbustos y espacio abierto.

El cuidador se fue enfadado. Desde el tejo, siguieron su camino de regreso hacia la deteriorada cabaña en el límite de los terrenos. Cerró la puerta de un golpe.

La hiena les gruñía entre mordiscos, sujetando la carne entre sus garras, rasgándola en pedazos con frenetismo. Rué pensaba en los cocodrilos y temblaba. Kit lo notó; ella sintió la mano de él sobre su cabello, una suave palmada en su espalda. Cuando lo miró, las curvas de sus labios se levantaron en una sonrisa diabólica. Luego, se convirtió en humo enviando un suspiro a través de las hojas a su alrededor.

Ella lo siguió por las copas de los árboles hasta el foso, tomando su forma junto a la de él, bien atrás del borde. Los monos del sendero comenzaron a chillar y luego a aullar.

De manera instintiva ella echó un vistazo a los arbustos y a las sombras. Sin embargo, no había nadie más cerca, no había Otros, no estaba el fugitivo. Los monos despertaron a la leona solitaria que soltó un rugido que destrozaba los oídos.

Rué se llevó una mano a la frente. Sentía que el dolor de cabeza volvía lentamente.

El foso en sí mismo era poco más que una zanja turbia, pero profunda. Los cocodrilos nadaban a unos siete pies por debajo de ellos, contenidos por la pendiente inclinada de los costados y una baranda de madera estropeada. En uno de los extremos del foso había una pequeña playa arenosa donde una de las criaturas los miraba con nerviosismo, respirando por la boca. El otro aún tendría que estar en el agua, pero con la escasez de luz, Rué no podía encontrarlo.

Christoff estaba parado tomado con ambas manos de la baranda, mirando hacia abajo. Ella se iba acostumbrando poco a poco a verlo desnudo.

—No me agrada tu plan —dijo ella por, quizás, décima vez.

—Lo siento. —Contemplaba el foso, concentrado, frunciendo el ceño—. Es lo mejor que tenemos. Tú dijiste que no puedes nadar. Eso hace que yo vaya al agua, y tú vigiles la costa.

Llegar hasta el fondo no representaría ninguna dificultad, pero encontrar el diamante en el lodo, sí. No podían tomarlo en forma de humo. Tendrían que tener forma humana o bien, de dragón. Y los límites del foso hacían imposible que ambos fueran dragones.

Rué se unió a él en la barandilla.

—¿Y si se lo comieron?

—Esperemos que no. Sus vidas aquí son bastante desdichadas. No deseo lastimarlos, ni siquiera por Herte. Sólo tendríamos que esperar hasta el final.

—Esperar hasta el final…

—Sí. Y creo que en verdad preferiría esto a aquello. —Se incorporó—. ¿Estás lista?

—Sí.

Él asintió con la cabeza, su mirada recorría la longitud del cuerpo de ella a propósito, con lentitud, como para memorizarla de pie.

—Entonces, ¿me das un beso… —preguntó él, inmóvil— para la suerte?

Sintió que su corazón se aceleraba. Sintió que el rostro se enardecía.

—¿Ves? Te lo pido, no te lo exijo. —Levantó las manos hacia ella, con las palmas hacia arriba—. Incluso el más brutal de nosotros puede aprender.

Rué dejó caer la mirada hacia el suelo, incómoda.

—No creo que seas brutal.

—Gracias a Dios. Iba a destacar que aquel tipo de allí abajo tiene mucho peor aliento que yo.

Rió bajo sacudiendo la cabeza, pero por entonces sus dedos se curvaron alrededor de los de ella.

—¿Eso es un sí, ratoncita?

Inspiró: calor, y animal. Él.

Rué levantó el mentón.

—Sí.

Al principio, todo sucedió de manera tan suave, tan lánguida, mientras las manos de él llevaban las de ella detrás de su espalda de tal manera que tuvo que acercarse a él, hasta que sus pechos se tocaron. Tan pronto como lo hicieron sus dedos se soltaron; pasó la palma de su mano por la espalda de ella, una mano en la cintura y la otra se elevaba para tomar su cabeza. Ella sintió que su cabello se hacía un ovillo y se deslizaba por sus dedos. Sintió el aire fresco en su piel y el grato calor del pecho, el estómago y las caderas de él. Sus ojos recorrían el rostro de ella con la intensidad de los párpados a medio cerrar; ella llevó una mano a la pendiente del hombro de él, dejándola allí. Quedaron allí parados juntos en la oscuridad plena, suave y firme, mientras su estómago se anudaba y su cabello se movía con la brisa.

Humedeció los labios, nerviosa.

—¿Vas… vas a hacerlo?

—Sí. —Su cabeza se inclinó hacia la de ella. Rué sintió sus labios contra su mejilla, suave como la pelusa de la semilla de cardo, apenas allí.

—Yo sólo…

—¿Qué? —susurró ella, mirando fijamente las sombras.

—Sólo me agrada mirarte.

Así que cuando la besó, ella sonrió un poco, sus labios se curvaron bajo los de él. A Kit le encantaba esa curva. Dejó que su lengua viajara por la dulce longitud de la boca, probándola, probándola, pero principalmente, lanzándose al límite de la razón. Cuando ella abrió la boca lo escuchó gemir, pero era débil y profundo, casi inaudible bajo el tronar de los latidos de su corazón. Era exactamente como la recordaba, suave y sabrosa. Las manos de ella hacían círculos sobre los hombros de él. Se inclinó hacia adelante en el beso, elevándose de puntillas, y lentamente clavó sus uñas en su piel.

Su límite más oscuro comenzó a desmoronarse. La leona rugió otra vez y la sintió retumbar en el aire, a través de él, sintió a Rué tensa y presionando contra él con los muslos apenas separados mientras su respiración se volvía temblorosa. Se aferró a él mientras profundizaba su beso de manera gradual, tomándose el tiempo para eso, atrayéndola, retirándola, enseñándole como aferrarse y separarse, para compartir lenguas y placer.

Ella hizo un sonido femenino en su garganta que sonó peligrosamente cercano a una entrega.

Con sinceridad, él no había tenido la intención de que fuese más que eso, un preludio de lo que podía darle. No obstante, el deseo corría a través de él en exuberantes ondas negras, borrando lo que quedaba de su noble moderación. Kit tuvo el pensamiento salvaje de empujar entre sus piernas y tomarla allí, en ese momento, de pie, los dos tan feroces e indomables como todo el resto de las criaturas que estaban a su alrededor. Sería natural, sería fácil; él quería y ella quería que él lo hiciera, ya sea que aún se diera cuenta por completo o no.

Comenzó a frotarse contra él, con pequeños movimientos agitados que se convirtieron en una extraña fricción apretada contra la excitación de él. Tuvo que tomarla de las caderas para detenerla.

—Espera —jadeó él. Dio vuelta la cabeza y la enterró en el cabello de ella—. Espera, Rué.

Estaba tan sonrojada y sin aliento como él. Él pudo hacerlo. Tan pronto como se ordenó a sí mismo que podía hacerlo, ella estaba preparada. La sintió temblar bajo la palma de sus manos. Sintió su calor, la sal en su piel. Olió su perfume, a lirios y a mujer.

Uno de los monos soltó un grito particularmente estridente. El cocodrilo le contestó, golpeando y protestando debajo.

Rué tomó un aliento más largo, lo contuvo. La suavidad dispuesta de su figura comenzó a tensarse. Sus brazos dejaron los de él.

No la volvió a acercar, aunque cada fibra de su ser le pedía que lo hiciera. En cambio, sacudió hacia atrás su cabello y le dio lo que debió ser una sonrisa en verdad cruel, aún incapaz de lamentarse cuando ella se alejó un paso.

—La próxima vez que hagamos esto tendremos que estar vestidos o en la cama —y con rapidez, antes de que ella pudiera decirle que no habría próxima vez, él se convirtió en humo, y se hundió en la guarida del cocodrilo.

La bestia que estaba sobre la arena lo miró mientras descendía, abriendo y cerrando la boca, pero al menos no corrió hacia el agua ni intentó embestirlo. De esta manera estaba seguro, nada podía tocarlo, pero tampoco podía tocar nada. Ni siquiera podía causar una ondulación de esta forma; para eso Kit necesitaba una forma sólida. Rozó la superficie del agua una y otra vez y sintió la llamada de Herte, el temor directo y primitivo por el otro cocodrilo, acurrucado en el barro debajo de él.

El estanque reflejaba un rectángulo de estrellas y a Rué inclinada sobre la baranda con el cabello colgando sobre sus hombros. Ella miró una vez detrás de sí, luego volvió a mirar hacia él.

Kit vagaba más alto y luego se convirtió en dragón para clavar las garras en la madera que bordeaba la parte superior del foso (no había lugar ahí dentro para volar). El cocodrilo en la arena se paró sobre sus patas abriendo la mandíbula. Kit estaba en su mayor parte fuera de su alcance, sin embargo el que estaba en el agua podía hacer cualquier cosa. Necesitaba que estuviera a la vista. Kit agitó su cola hacia la superficie, trazó una línea que pasaba rozando hacia la arena y que se rompió en flechas. Nada. Lo intentó otra vez —un blanco fácil, pequeño, sin protección— y el segundo cocodrilo se levantó como una pesadilla, más veloz de lo que él hubiera imaginado, haciendo surcos en el agua, ignorando que cerraría la boca en la pata trasera de Kit.

Se convirtió pero no con la suficiente rapidez; el cocodrilo cerró los dientes sangrientos en el humo y volvió a caer en el estanque con un tremendo chapoteo.

Entonces Rué llegó hasta allí, un destello color blanco y oro, un dragón que colgaba cabeza abajo en la pared más lejana. Desplegó las alas para tomar la luz de las estrellas. Fijó la mirada sobre los reptiles con ojos brillantes y abrió la boca para mostrarles sus propios dientes. Con lentitud, agitó las alas. No pudo hacer ningún ruido, pero de todas maneras, hacía un muy buen trabajo de intimidación. El segundo cocodrilo huyó al agua para unirse al primero; ambos se escabullían tan lejos de ella como podían, gruñendo y trepando uno sobre otro mientras presionaban la pared del foso.

Él no tenía que oírla para saber lo que pensaba: apresúrate.

Se convirtió en humano y de manera instantánea se dio cuenta de su segundo error. El estanque era profundo, mucho más profundo de lo que había pensado.

En lugar de pararse en el agua, se hundió en ella, apenas consiguió contener la respiración a tiempo. Y fue asqueroso.

Cerró los ojos y nadó cada vez más bajo hasta que tocó el lodo. Herte cantó su canción y él la escuchó. Hurgando en el barro encontró rocas y Dios sabe qué más, pero ningún diamante.

Se quedó sin aire. Subió de mal humor, escupiendo el sabor de su boca. En la superficie, Rué aún mantenía su posición. Le echó una brillante mirada dorada. Tenía las alas extendidas sobre la cabeza de él.

Los cocodrilos estaban inmóviles, paralizados por ella, anudados en un solo bulto gris con hoyuelos.

Se sumergió una vez más. Esta vez sabía dónde ir. Pataleó hacia la parte más profunda del foso y llegó al barro y lo apretujó entre los dedos, buscando, buscando…

Lo encontró. Apenas lo tocó, lo supo. Sentía frío en su puño, un frío abrasador; subió con un movimiento de tijeras hacia la superficie y tomó una gran bocanada de oxígeno levantando el brazo sobre su cabeza para mostrárselo.

Vierte brillaba entre sus dedos en un fuego púrpura que destellaba incluso en esa luz tenue. Con un gruñido por el esfuerzo lo arrojó hacia arriba, en el aire, en un arco lento que centelleó. Rué lo atrapó con la boca. Oyó el sonido contra sus dientes.

Se convirtió en humo, buscó el camino hacia el césped pisoteado junto al foso, se transformó en hombre y se tendió sobre el césped con los brazos abiertos y el rostro hacia el cielo.

Autore(a)s: