Sin embargo, no podía terminar de decidirse a marcharse. Lo pensó. En realidad, fue hacia la ventana del salón que Zane había utilizado y jugó con el pestillo, abriéndolo y cerrándolo, antes de vagar por la cocina. Encontró una cuchara de madera en uno de los cajones y quebró la manija. La llevó de nuevo hacia la ventana para atascarla entre la cerradura y el marco.
El cielo del otro lado del vidrio se volvía sin límites de un azul impecable. Una ardilla colorada corría por el sendero a pasos agigantados, casi volando con prisa por alcanzar un olmo cercano.
El estómago le retumbaba.
Volvió a la cocina, puso a hervir una olla de agua para la lata de avena que encontró. Tragó cada bocado con un escalofrío. Odiaba la avena. Pero era eso, o los encurtidos, o el bacalao.
El cocinero le hubiese servido salchichas ahumadas para el desayuno. Cruasanes mantecosos. Melón fresco y zumo y café con leche dulce e hirviendo.
Rué raspó lo que quedaba de la fría avena en el cuenco y lo tiró en un lavabo, junto con la cuchara rota. Subió las escaleras de vuelta hacia la alcoba del marqués.
Se encontraba tendido de lado, abrazando una almohada con un brazo y con el cuerpo hundido en la profundidad del colchón de plumas. Ella lo observó por un largo momento secreto: el contorno perfecto de su rostro, la forma de las manos, los dedos largos relajados en una curva contra el lino.
No debería ser posible que un hombre fuera tan hermoso. No debería ser posible que la hiciera sentir como lo hacía, cómo desplegaba un hechizo que hacía que Herte pareciera pequeño en comparación.
—¿Te gustaría venir conmigo?
—¡Vaya! —Sus ojos volaron hacia los de Kit, ahora abiertos, que la miraban con un interés soñoliento. Rió un poco, avergonzada—. Estás despierto.
Se incorporó contra la cabecera y las almohadas. El cabello le caía despeinado por los hombros y las sábanas bajaban por sus caderas. Estaba completamente sin ropa de dormir.
—Así parece. —Se frotó una mano por el rostro—. ¿Qué hora es?
—Más de las once.
Miró las persianas, aún cerradas. Ella se dirigió hacia las ventanas y tiró del cordón para dejar caer la luz en bloques sobre la alfombra color azafrán y amarillo pálido.
—¿Cómo está tu pierna?
—Bien. ¿Por qué estás vestida así?
Era un lacayo, desde el chaleco a medida hasta los pantalones lisos de lana. Los botones de latón en los dobladillos destellaban puntos en la luz del sol. Lo único que le faltaba era la peluca, que nunca se ponía hasta que fuera necesario hacerlo. Empolvar pelucas de forma adecuada era el tipo de tarea que podría llevar medio día.
Fue suerte o intuición lo que le hizo llevar ese atuendo en particular en la maleta que había traído de su casa el día anterior. Si estaba en verdad atrapada en Far Perch, no la iban a coger sin su propia ropa. Rué le dio a Christoff un cuadrado de papel pergamino del bolsillo de su chaqueta.
—El conde de Marlbroke organiza un baile de máscaras esta noche. Para esto contratará ayuda adicional. Es una excelente oportunidad para entrar a robar de manera inadvertida.
Levantó la vista de la invitación.
—¿Dónde la obtuviste?
—En tu salón de entrada. Hay una infinidad sobre la repisa de la chimenea, sin abrir. ¿Nunca lees tu correspondencia?
Kit golpeaba la punta de la tarjeta contra los labios mientras la observaba con algo que no era exactamente una sonrisa.
—¿Puedo preguntar por qué tenemos que robar allí dentro?
—Marlbroke —dijo ella y aguardó—. De los Marlbroke de Rotherham. De la fortuna en perlas de South Sea. Lady Marlbroke verdaderamente deslumbra con ellas en cada acontecimiento al que concurre.
—Ah. El fugitivo.
—Precisamente.
—¿Qué te hace pensar que estará allí esta noche?
Se encogió de hombros.
—Le agradan las perlas. La temporada anterior lo sorprendí dos veces cerca de la casa que el conde tiene en la ciudad. No creo que se haya llevado nada todavía. Pero lo desea.
Christoff asintió con la cabeza. La inclinó y recorrió el borde de la invitación con el dedo anular. La luz del sol lanzaba un brillo claro y helado en la habitación. Rebotaba en las paredes y el suelo hasta llegar a él. Destacaba su mandíbula, los pómulos y el cabello. Sus pestañas se elevaron y ella permaneció inmóvil con una mirada verde dorada.
—¿Cómo es?
—Cómo le dije a Mim. Pelirrojo, alto. Guapo.
Hubo una pausa de un instante.
—¿Guapo? —repitió, absolutamente neutral.
Ella no pudo evitar sonreír.
—Extremadamente. ¿Pensaste que no lo sería?
—Para ser honesto, ni siquiera pensé en eso. —Dejó caer la invitación sobre el cobertor y cruzó las manos alrededor de una rodilla—. ¿Él sabe cómo eres tú?
—Lo dudo. Sólo nos hemos cruzado cuando yo vestía de conde.
Sin embargo, sabría que era una mujer, pensaba Kit. Lo sabría tan pronto como oliera su perfume. Podía vestirse con todos los malditos disfraces que quisiera, podía pasearse en pantalones delante del mismo rey si lo deseaba, pero para otro drakon, su sexo era tan evidente como las cálidas flores pálidas o las largas pestañas negras. O esa suave boca increíble.
Respiró lento, sintió que sus pulmones rebasaban su capacidad y exploró ese dolor. Nunca había imaginado que ella estuviera enclaustrada, no de la manera en la que lo están las doncellas o incluso las esposas atractivas y jóvenes, pero había imaginado que estaría sola. Tal vez no era nada más que su propia soledad la que había contemplado en ella, un parentesco compartido que había derivado de sus fantasías. Pero su Ladrón de Humo no estaba sola. Tal vez no lo había estado nunca.
Había otro que había volado como ella, que vivía como ella, en las sombras, al margen de la sociedad. Incluso le había dicho todo al concejo. ¿Por qué nunca antes había considerado las consecuencias?
—¿Nunca se acercó a ti? —preguntó, y escuchó el escepticismo de su propia voz—. ¿Nunca en todos estos años?
—No —respondió ella con ironía—. Imagino que piensa que estoy con la Comunidad. Tal vez una espía enviada para atraparlo. ¿Por qué más me permitirían estar sin restricciones en Londres?
—Entonces os esquiváis el uno al otro.
—No es difícil. La ciudad ofrece un territorio extenso para ambos.
Territorio extenso. Los dos, delimitando a la perfección las calles y los distritos como los más finos cohortes, codeándose en los límites.
—Sus ojos son azules —agregó con indiferencia, apoyándose contra la columna de la cama—. Azules como los lagos de la montaña.
—Un dios entre los hombres, sin duda. —Kit abrió las sábanas, sin importarle cubrirse mientras saltaba de la cama de roble macizo. Rué no se movió; él sintió un fuerte mareo extraño cuando sus pies tocaron el piso. Tuvo que detenerse por un instante y equilibrar su peso.
Ella se incorporó.
—¿Qué sucede?
—Nada. —Se dirigió hacia el vestidor, sacó una camisa, calcetines, su navaja de afeitar y la correa; no tenía agua para la navaja de afeitar; no tenía más salida que utilizar la que estaba detrás de él. Ella se acercó con rapidez. Su sombra cruzó la de él. Él se quedó allí, mirando la correa de cuero gastado mientras ella se agachaba junto a sus pies. Sintió que sus dedos le rozaban la venda que había colocado alrededor de la pantorrilla la noche anterior.
Quería que ella lo tocara. Lo esperaba tranquilo, lo anticipaba, aun sabiendo lo que encontraría.
—Está herida está infectada —dijo ella, repentinamente.
—Ni siquiera puedes verla.
—No necesito hacerlo. Siéntate. Déjame quitar las vendas.
Arrastró la camisa hacia su cabeza y se hundió en un sillón. La observó agacharse para apoyarse sobre una rodilla delante de él. Con la cintura y los pechos escondidos y el mentón hacia abajo, casi se la veía como lo que quería representar… de no haber sido por la trenza de su cabello deslizándose sobre el hombro. La luz del sol desplazó el otoño a través de ella en un juego de rojos y ricos marrones que brillaban por los cabellos. Se inclinó hacia atrás sobre su talón con las vendas sueltas en las manos. Su respiración salía en un silbido.
—Está infectada —dijo de manera acusadora y con los ojos brillando hacia él—. Mírala. ¿Con qué la limpiaste?
—Agua, jabón. Estabas allí.
—Bien; no fue suficiente.
—Te pido perdón. La próxima vez que un cocodrilo elija tomarme como cena, me aseguraré de no olvidar mi farmacopea. Y tan atractivo como me parece este pequeño cuadro, no tienes que preocuparte. No está tan mal. Aún voy a poder bailar contigo esta noche.
Sus cejas se juntaron.
—¿Bailar conmigo?
—En el baile de máscaras, amor. Estamos invitados.
—Tú estás invitado, Lord Langford. Yo soy sólo un modesto lacayo. Ni siquiera el conde de Lalonde fue agraciado con el respeto de Marlbroke.
—Rué —dijo riendo, inclinándose hacia adelante en la silla—, es un baile de máscaras. La gente ostenta todo tipo de disfraces tontos. Beben demasiado y hablan demasiado y fingen no reconocerse unos a otros porque manosean a las esposas de sus vecinos. No tienes que ser un lacayo. —Le tomó la trenza, dejando que las puntas se curvaran contra la palma de su mano ahuecada—. Sé una reina. Sé una lechera. Las lecheras usan los trajes más encantadores.
—Tendré eso en mente. —Y liberó su cabello—. Pero si el conde no está invitado, dudo mucho que el fugitivo asista. La última vez que lo vi era un comerciante de té, y antes de eso, era jardinero. No será un invitado, será un trabajador. Eso significa que es más probable que esté en la casa de día, no esta noche.
—Si es que está.
—Si es que está —repitió ella, realista.
Él se recostó nuevamente, examinándola.
—¿Sabes? Con Herte tan cerca tenemos una gran ventaja en el juego. ¿Por qué no nos tomamos el día libre? —Intentó su mejor sonrisa—. Podemos hacer un picnic. Visitar
Covent Garden. Aterrorizar algunos cisnes, tal vez.
—Tengo una idea mejor. En tu camino de regreso del boticario, ¿por qué no compras buena comida? No comeré gachas de avena otra vez.
—Querida. ¿Tan malas son?
—Peor.
—Supongo que está bien —dijo él—, si vas a ser un lacayo todo el día, no tendrás mucha oportunidad de cenar.
—Marlbroke les proporciona tres comidas por día a sus sirvientes. No me moriré de hambre.
Kit daba golpecitos con sus dedos contra el sillón.
—Has hecho esto antes…
La sonrisa de ella contuvo la respiración de él, casi cegado con su rápido resplandor provocativo.
—Naturalmente.
No la iba a dejar ir sola. Se preguntaba si incluso necesitaba decirlo. Vio la actitud traviesa de su sonrisa en los labios y decidió que sí.
—El conde de Marlbroke me conoce. No puedo hacerme pasar por un lacayo.
—No. Irás al boticario, ¿recuerdas? Necesitas un ungüento para tu pierna.
—Rué…
—No haré nada sin ti —dijo ella, y su sonrisa desapareció—. Sólo estoy buscando al ladrón. Sólo quiero ver si se encuentra allí.
—Mientras él verá que tú estás ahí también.
—Vigilancia mutua. No perdemos nada con eso.
—Ratoncita —bajó hasta sus pies, la levantó para ponerla de pie delante de él—. Es el hombre que decidió robar el diamante más valioso de la Comunidad y luego lo tiró cuando se dio cuenta de que no podía venderlo. Tiene mucho, mucho que perder por tan sólo estar cerca de otro drakon. Obviamente arriesgó todo por su vida aquí, y arriesgará, con seguridad, todo otra vez para mantenerlo.
—Como lo haría yo —dijo con seriedad.
Sus dedos apretaron los de ella.
—¡Maldición! No puedes ir sola. Y claramente no puedo ir contigo, al menos no de día. Entraremos desapercibidos esta noche, durante el baile.
—¡Podría no estar allí esta noche!
—Es un riesgo que vamos a correr. —Hizo un esfuerzo para suavizar su tono—. Aún tenemos días, Rué, pequeña. No tiene que suceder todo esta tarde.
—No. —Una arruga había aparecido entre las cejas de ella; soltó las manos de él—. No dejaré que arruines esto. El baile de máscaras es esta noche. Lady Marlbroke tendrá las perlas fuera de la caja fuerte para la hora del té como muy tarde. Debo estar ahí.
—No es posible.
Ella se apoyó en un lazo de luz de sol.
—¡Juraste que me ayudarías!
—¡No te ayudaré a que te expongas a un peligro innecesario! Quítatelo de la cabeza, Rué. Iremos esta noche.
—No bastará con eso. —Y de un salto se acercó a la ventana. Por un instante Kit, cada vez con peor humor y con esas puntadas irritantes que enviaban breves espasmos constantes de dolor a su pierna, pensaba que ella se convertiría en humo y se iría. La alcoba era apenas segura.