El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Kit rio, sin alegría.

—Funcionará —dijo, indignada—. Siempre funciona. He andado en sociedad vestida como un hombre a menudo. Cientos de veces.

—Sociedad —murmuró Christoff y al pasar a su lado, la rozó—. Debe de ser mucho más tediosa de lo que siempre he pensado.

Pero Kit no tuvo que presentarla. La despensa de la cocina les procuró una cena práctica de jamón ahumado y centeno, queso gruyere… (su invitada había metido la nariz en los pepinos en vinagre y en la jarra del bacalao en salmuera). Cuando terminaron, Kit se animó a despertar al señor Stilson y a su buena esposa y les informó a través de la puerta que estaría en la ciudad por un tiempo, que había traído con él a un viejo amigo de Cambridge y que se había dado cuenta en ese instante de que necesitaban merecidas vacaciones y que podían tomarlas tan pronto lo desearan. Ellos tenían una hija en Cornwall; Kit estaría feliz de pagarles el pasaje de ida y vuelta.

Para ese momento, Stilson había abierto la puerta, sin afeitar, pero con los calcetines estirados y ordenados y la peluca bien colocada, sus ojos azules comenzaban a humedecerse con la imagen de la vela de Kit. Quizás los años de trabajo duro con el viejo marqués le habían enseñado a no cuestionar las órdenes ni los horarios. Le agradeció a Christoff la oferta y le dijo que con la licencia del señor, él y su mujer partirían en la mañana. Rué, fuera de su vista y en la cocina, resopló de modo afeminado. Kit rogó que sólo él lo hubiese escuchado.

—Qué bien lo haces —comento Rué cuando reapareció. Estaba sentada en una banqueta junto a la tabla de cortar, cortaba una rebanada de pan en migajas a la sombra de la lámpara que él le había dejado. Había siempre prendas de vestir para el señor en Far Perch; vestía como un aristócrata, con piel de ante y linón blanco, pero el efecto general quedaba arruinado porque todo lo que tenía no era de su talla. Las mangas de la camisa, incluso enrolladas hacia arriba, colgaban sobre sus dedos; sus pantalones le tocaban la espinilla. Parecía una profesora disfrazada para una obra de teatro, sin importar cuan oscura fue su mirada hacia él.

Kit llevó la vela hacia la tabla de picar.

—¿Hacer qué?

—Domesticar personas. —Se llevó una rebanada de pan a la boca.

—Ah. Sí. Fui entrenado en las bellas artes del adiestramiento desde pequeño. Aunque he descubierto que ayuda bastante si tienes la posibilidad de meter la mano en el salario de otra persona.

Rué miraba el pan. El cabello se deslizaba como una bella cascada sobre sus hombros. La luz del farol creaba un brillo tropical sobre su rostro y garganta.

—¿Cuántos hombres has asesinado? —preguntó Rué sin levantar la vista.

La tabla de cortar tenía cicatrices, un entrecruzamiento de líneas que marcaban generaciones de ensaladas y carne picada. Kit encontró un surco astillado y lo rozó con la mano.

—Tres.

—¿Y cuántos eran drakones?

—Tres.

—Levantó las pestañas.

—Me dijeron que fueron cinco.

—Bueno —reconoció encogiéndose de hombros—. A los demás les agrada difamar.

—¿Eran fugitivos?

Kit no respondió. No tenía que hacerlo. Rué tomó otra rebanada de pan y lentamente la hizo migajas.

—¿Me dirás su nombre ahora? —preguntó Kit—. Estamos juntos en esto, después de todo.

Rué estaba tranquila. Frunció el ceño al ver sus manos, entonces Kit agregó. —Estoy aquí para ayudarte, Rué, pero tienes una peligrosa desventaja sobre mí. Sabes su nombre, su familia, su historia y eso puede acelerar la cacería.

—¿Es eso lo que realmente quieres? —Rué dejó caer la última miga de pan sobre la tabla y se limpió los dedos—. ¿Ayudarme?

—Por supuesto.

—Porque no puedo evitar pensar que en todo caso esta situación no te favorece, Lord Langford. Mejor consigue una esposa y no un diamante.

—Te aseguro —dijo Kit cuidadosamente— que quiero el diamante.

—¿Y a mí?

—Sí-admitió directamente—. Y a ti. No mentiré acerca de eso. Te he deseado desde el primer instante en que te vi en el museo. Antes que eso. He deseado cada parte de tu cuerpo desde el primer instante en que te sentí, en que sentí tu presencia. Te deseo en el cielo y en la tierra. Deseo besarte una vez más, deseo tocarte, sentirte entre mis brazos y deseo oírte pronunciar mi nombre con tu boca cuando esté dentro de ti. Quiero todo eso, y lo quiero como nunca antes. Cada vez que te miro, lo deseo. Así que tendrás que acostumbrarte a eso, Rué. No cambiaré. Pero no te forzaré a hacer algo que tú no desees. Y te ayudaré a encontrar el Herte. Te doy mi palabra.

Las mejillas de Rué se ruborizaron, de rosa a casi rubí; tenía los labios apretados, como si estuviera reteniendo algunas palabras. Miraba fijamente la tabla de cortar; las pestañas muy largas, muy oscuras contra su piel ardiente.

Kit tuvo que entrelazar las manos detrás de la espalda para evitar abrazarla.

—No sé su nombre —dijo después de un momento de interminable dolor.

—¿Qué?

—El ladrón. No sé su nombre. Nunca dije que lo supiera. —Sus ojos resplandecieron cuando lo miró—. Pero todavía puedo encontrarlo y al diamante también.

Kit la miró en silencio.

—Faltan unas horas para el amanecer. Quisiera descansar un poco antes de eso. —Se volvió sobre la banqueta para mirarlo con sinceridad—. No dormiré contigo.

—No— dijo, y se volvió para coger el farol. Lo tomó con las dos manos mientras contemplaba la llama—. Los caballeros invitados tienen sus propias alcobas en Far Perch.

Kit soñó con sangre. No era una gran cantidad de sangre, no era sangre espesa, sino la elegante y sepulcral insinuación de ella: gotas de rocío coloradas, esparcidas sobre un lienzo níveo; la brillantez escarlata impregnada en un charco sobre el suelo con aserrín. El resbaladizo y ardiente jarabe entre sus dedos. El hedor a cobre que quemaba en su nariz.

El hedor era lo que más lo perseguía. Giró la cabeza para huir de allí y despertó con un dolor punzante en la garganta.

Kit abrió los ojos.

—¿Dónde está ella?

La voz era intensa y débil y directamente sobre su oreja izquierda; era también la ubicación del filo que presionaba contra el costado de su mandíbula.

—¿Dónde está ella? —demandó la voz una vez más con palabras que salían una tras otra llenas de cólera—. ¡Dime, bastardo! ¡Te asesinaré!

Algunas opciones revoloteaban en su mente: esa persona era pequeña, era joven, olía a muchacho de la calle, el filo parecía de una daga o un puñal. Podía quebrarle el brazo o el cuello, podía convertirse y vencerlo por detrás o simplemente arrancarle la cabeza… y la única razón por la que su cuerpo permanecía inmóvil en la cama fue por el simple hecho de que la criatura estaba obviamente hablando de Rué.

—Zane —dijo entonces, una sola palabra que surgió como un sueño calmo en la alcoba—. Por favor, no asesines al marqués de Langford.

La daga desapareció. Kit tomó asiento y utilizó la sábana para limpiar la sangre mientras observaba cómo la criatura caminaba en la oscuridad de la alcoba hacia la puerta donde estaba Rué, quien levantó un brazo y lo cogió de un hombro antes de que pudiera abalanzarse sobre ella. Llevaba una de las batas de Kit enlazada de modo tal que formaba unos pliegues flojos de fino tejido.

El muchacho de la calle, un niño aún, vestía de negro. Kit suponía que la mayoría era suciedad.

—¿Cuánto tiempo te llevó? —le preguntó Rué con un tono de voz informal.

—Dos días. Hubiese sido más rápido si la imbécil de la criada no hubiera llevado todas mis ropas a lavar. Lavar —profirió con disgusto—. Y nunca me avisó hasta que estuvieron listas. Encontré su tarjeta. Con su chaleco y todo, y funcionó. He espiado este lugar desde entonces. Hasta bien entrada la noche. Negocios.

—Sí. Lord Langford. —Volvió su mirada a Kit—, le presento a Zane, de apellido desconocido. Él es mi…

—Aprendiz —dijo el joven, mientras colocaba la daga en su cinturón.

—…sirviente —dijo con firmeza Rué—. Pídele disculpas al señor.

—No se moleste —gruñó Kit y se puso de pie—. Sólo salga de aquí.

El muchacho de la calle en realidad dio un paso adelante hacia Kit, se mantuvo en el lugar sólo porque Rué lo sujetaba con la mano que todavía estaba sobre su huesudo hombro.

—No pienso dejarla a ella con usted, hijo de…

—Zane. —Su voz era filosa como hielo endulzado—.Obedéceme o, como dijo el marqués, vete.

Rué lo soltó. El niño se movió en el lugar un instante. Kit, muy cerca, sintió las vibraciones de su cólera, el rostro demacrado y anguloso, cabello castaño aleonado probablemente con piojos. Pero el niño logró controlarse; le hizo una reverencia a Kit tan refinada como pudo. Rué debe de haberle enseñado eso.

—Mis disculpas —murmuró.

—Me temo que mi hospitalidad no se extiende a niños que intentan asesinarme mientras duermo —dijo Kit de todos modos—. Ha encontrado a su ama. Ahora, por favor, vuelva a su lugar de origen.

—Un minuto, milord. —Rué se volvió al niño—. ¿Qué novedades tienes?

El niño envió una mirada desconfiada a Kit, pero respondió lo suficiente.

—Perro con Manchas ha sido atacado por sorpresa. Atraparon al Viejo Jinx y a Nollie, pero se dice que estará fuera mañana. Cabeza de Turco está todavía haciendo números, pero el Cerdo y Pinchazo ya no. El Gordo Paddy mató a uno la noche pasada.

—¿Y acerca del diamante de Langford?

—Nada —dijo el niño.

Rué asintió con la cabeza, como si fuera la respuesta que ella esperaba.

—Ve a casa, pero mantente alerta. ¿Qué les dijiste a Cooky a Sidonie?

—Que ibas a visitar a tu familia. En Dartford, si preguntan.

—¿Te creyeron?

—No lo sé. Pero después de eso dejaron de decir tonterías acerca de bandoleros y asesinos.

—Bien. Pasaré por allí por la mañana para poner en orden las cosas. Pero… —hizo una pausa y luego echó una mirada serena a Kit— no me quedaré.

El muchacho también se volvió y miró a Kit con una mirada mortal, con ojos amarillos y hostiles. Podría haber sido gracioso (la dama de la mansión con su perro faldero con los pelos de punta a sus pies), excepto por la herida húmeda en el cuello de Kit y por la forma suave y agradable en que ella pronunció el nombre del niño.

Era ridículo sentir el estómago hecho un nudo a causa de un niño de la calle. Era ridículo intentar intimidarlo al caminar en dirección a ambos (más alto, más grande, con seguridad, más limpio) hasta que el muchacho de la calle tuviera que llevar su cabeza hacia atrás para seguir mirándolo a los ojos. Con un solo movimiento, Kit tuvo la daga en sus manos. El niño hizo una mueca en señal de disgusto, pero eso fue todo.

—Buena pieza. Una Burke y Boone, supongo.

—Sí. Le di una paliza a un tío para conseguirla.

—Ciertamente lo has hecho. —Inspeccionó el filo, el largo y sedoso acero remachado, la oscura y débil línea sobre el borde con sangre de Kit.

—¿Cómo conseguiste entrar en mi casa… Zane?

—Por la ventana de la sala. Una cerradura barata —agregó el malintencionado muchacho—. De mala calidad.

—La haré revisar. —Christoff tomó una parte de la camisa sucia, limpió deliberadamente el filo con movimientos ascendentes y descendentes hasta que la sangre desapareció y luego le devolvió la daga al muchacho.

—Mientras tanto, quizás puedas irte por el mismo lugar por el que has entrado. Ahora.

El muchacho vaciló. Cerró el puño alrededor de la empuñadura.

—Vete— le ordenó Rué, todavía con suavidad, y finalmente Zane asintió con la cabeza dándole una mirada final antes de apresurarse y desvanecerse en las sombras. Rué dijo con voz más fuerte:

—No te lleves nada.

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