El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Kit levantó el periódico y leyó en voz alta la descripción que había hecho el duque acerca del ladrón: «Moreno, alto, con el rostro sucio, de cabello negro como el carbón y una cicatriz en la mejilla». Kit miró a los otros dos hombres.

—¿Se parece a alguien que conozcamos?

George y Rufus negaron con la cabeza. En la Comunidad había rubios, gran cantidad de rubios, y pelirrojos, pero muy pocos morenos. Kid ni siquiera podía recordar un miembro de la Comunidad con cabello negro, ni siquiera a lo largo de toda su vida.

Otra mentira, como lo había pensado.

—¿Las listas de las familias están completas? —le preguntó a George.

—Sí, milord. Hemos conseguido los nombres de todos los posibles fugitivos exitosos de los últimos cuarenta años.

No hay demasiados hombres, se lo aseguro. Como máximo seis, y todos fueron considerados muertos. Cuatro, aparentemente, desaparecieron en un incendio (en el fuego que derrumbó la taberna en el año treinta y tres), uno murió ahogado y el ultimo sujeto, devorado por los lobos.

Kit arqueó las cejas.

—¿Lobos?

—Eso es lo que dijo su hijo. Su nombre era Stirling Jacobs. Le agradaba cazar al amanecer. Le gustaba el desafío. Se sabía que le atraía aventurarse fuera de la frontera. Se encontraron los huesos, posiblemente los de él. Eso es todo.

—¿Cuántos años hubiera tenido ese hombre ahora?

—Veamos… casi ochenta, diría.

Kit lo miró por encima del desorden de vajilla y periódicos.

—Sus instrucciones fueron que consideráramos a todos —George se movió en la silla, incómodo—. Y yo, maldita sea, consideré a todos.

—Bien. —Se alejó de la mesa y permaneció de pie, inquieto, mientras su mente intentaba resolver el rompecabezas, revisando todas las piezas—. Y el otro hombre. El que se ahogó.

¿Qué hay acerca de él? ¿Qué edad cree que tendría ahora?

Kit asintió con la cabeza, mirando fuera por una de las ventanas. Contra el oscuro cielo podía ver el reflejo del fuego la sombra gordinflona de Sir George— y la de Rufus, un poco más alejada.

—Alrededor de veintitrés —dijo George, después de un instante—. Murió joven.

—¿Nunca se encontró el cadáver?

—No… entero. —George se movió una vez más—. Una mano. Tenía un anillo…

—¡Por todos los cielos! —interrumpió Rufus, rebelándose.

—… y su abrigo fue encontrado en los cañaverales, cerca de Aberthon.

Kit estaba molesto por algo. Faltaba algo. Daba vueltas en su mente, un pensamiento distante, demasiado escurridizo para atraparlo. Algo acerca del río.

—Un hombre puede vivir sin una mano —dijo George de modo significativo en el silencio que había surgido de golpe—. Incluso, puede robar.

Sí. Podía.

Kit cerró los ojos e intentó reflexionar como si fuese el ladrón, el cuidadoso juego que desplegaba con la prensa y la ley. ¿Qué clase de persona sería?

Inteligente, sin duda. Tenía que haber descubierto la forma de infiltrarse abiertamente en las casas más elegantes, caminar por sus habitaciones. Los drakones no podían manifestarse en aquellos lugares que no podían ver.

Descarado. Cualquiera que escapara de Darkfrith estaría al borde de lo ilegal. El castigo por huir era, en general, la cárcel. O la muerte.

Astuto. Hasta ahora, nadie había dado con él.

Provocativo. Permitía que la prensa lo persiguiera como a una persona famosa y todavía seguía robando.

Afortunado. Porque había hecho la única cosa que Christoff no se había animado a hacer: desechar las cadenas que lo ataban a sus derechos de nacimiento.

—Parto mañana —dijo mirando hacia los cristales negros de la ventana.

—¿Mañana? Pero son tres días antes…

Le aseguro Rufus que se contar. Quiero estar allí antes de que los periódicos lo informen. Usted y los demás cumplirán con el calendario previsto.

—El concejo… —comenzó a decir George.

—No estarán de acuerdo, lo sé. Pero lo aceptarán. De mi parte.

Otra regla. Ningún miembro de la Comunidad podrá dejar el Condado sin el permiso del concejo. Excepto, por supuesto, los Alfa.

Esperó sin volverse mientras oía el chisporroteo del fuego.

George arrastró su silla.

—Sí, milord.

—¿Cree que funcionará? —preguntó Rufus—. ¿Aparecerá el Ladrón de Humo si exponemos el diamante en el museo?

—Lo hará. Nunca ha venido aquí por él. Pero considerará Londres como su dominio. No podrá resistirse.

—Un gran riesgo —dijo George con un tono de voz uniforme—. Sacarlo del Condado. El concejo tenía razón en ello, milord.

—Debe ser la piedra verdadera. Lo sabes. Distinguirá una imitación al instante. Y habrá varios de nosotros, y él estará solo. El Museo Stewart es lo suficientemente grande como para que haya un gran número de nosotros infiltrados entre la multitud.

—Sí, milord.

Detrás de ellos, los criados (todos miembros de la Comunidad) aprovecharon que Kit se encontraba de pie y con rapidez limpiaron el resto de la comida; eran como fantasmas reflejados en los cristales de las ventanas que miraban a su señor y se desvanecían sin hacer ruido, tal cual habían entrado.

Kit se había acostumbrado a esas miradas a lo largo de los años, en parte por temor y en parte por intimidación. Como si él fuera una criatura superior a ellos. Como si fuera… indomable.

Pensó en todos los momentos en que había deseado huir, escapar de Darkfrith. Contempló las estrellas desparramadas en el helado cielo y la envidia que sentía hacia el ladrón lo atravesó con un dolor mordaz… sólo un destello que luego se esfumó.

—Vendrá por el diamante —dijo lentamente.

Yo lo haría, pensó.

***

Se puso en cuclillas, desnudo y solo, en el borde más elevado del inclinado techo de la mansión, dejando que el viento de la noche revoloteara en su cabello; su piel, fría; sus músculos, tensos; contemplaba inmutable la tierra como las gárgolas de piedra que gruñían desde las almenas de Chasen Manor. Las estrellas estaban más cerca, pero nunca lo suficientemente cerca; Christoff se puso de pie y saltó desde el tejado.

Por un instante, cayó. Sentía terror, la sangre latía, una energía que haría que el corazón gritara. Pero en el último segundo logró la Conversión y el suelo que se acercaba deprisa se desdibujó, y el viento lo elevó hacia lo alto, hacia el cielo.

Era libre.

Kit voló muy alto sobre la tierra, la mansión se hacía cada vez más pequeña, los detalles del suelo se mezclaban con la oscuridad, los bosques y las luces. Habría otros en la noche sin luna —sus cazadores, sus guardianes— pero él los percibía antes de que ellos pudieran hacerlo, y entonces los esquivaba, veloz y salvajemente, como para que no pudieran seguirlo.

Tampoco lo harían. Sabían que debían dejarlo en paz.

Cabalgaba sobre los vientos mejor que nadie, penetraba los secretos de la noche, dónde ir, cómo ocultarse. Había estado moviéndose con sigilo desde el primer momento que pudo, desde la primera noche de su transformación. A los diez años, había sido el más joven de la Comunidad en sobrevivir a la dura experiencia de la Conversión. Pero lo había logrado. Y con las estrellas como eco, Kit voló.

Far Perch, la elegante casa del pastor, estaba desierta.

En realidad, lo suponía. Sin embargo, encontró desconcertantes las ventanas y los escalones del frente sin adornar. Su madre solía tener macetas con rosas en la puerta; los apretados pimpollos color coral olían a condimentos en verano; en invierno sólo quedaban los tallos pegajosos. Qué extraño; lo había olvidado hasta ese momento. Su padre, como recordó Kit, las había arrancado después de la muerte de su madre.

Las macetas estaban vacías ahora, ni siquiera tenían telarañas que se movieran con la brisa del viento. Con uno de los dedos tocó los bordes de la piedra caliza; su piel bronceada contrastaba con la blanca piedra con hoyos; luego, dejó caer la mano a un costado. Golpeó la aldaba contra la puerta una vez más.

Nadie respondió. Había mantenido a los ancianos cuidadores de su padre (no eran drakones, no se podía dejar a nadie de la Comunidad solo en la ciudad durante demasiado tiempo), pero parecía que no podían oírlo. Era una casa demasiado grande.

O quizás habían salido.

Nadie había venido a buscar su caballo; tuvo que guardarlo en el establo él mismo.

Kit buscó el llavero en su bolsillo y abrió la puerta de dos hojas.

—¿Hola?

El viejo Stilson no apareció. Tampoco su esposa. Kit echó una mirada detrás de él, a los elegantes edificios de la manzana y a los árboles y adoquines que flanqueaban la mansión, luego ingresó en el vestíbulo y cerró las puertas.

Odiaba Londres. Le parecía sofocante, contaminada por la saturación de seres humanos, maquinaria y el lúgubre y bajo cielo. Como el marqués de Langford, se había adaptado a las más pequeñas miserias de la vida en la ciudad, a los olores y a los fuertes ruidos, al tumulto constante en las calles.

Sabía cómo caminar, hablar y sonreír cuando debía. Sin embargo, siempre estaban esos momentos perversos e invisibles en los que Kit temía quebrarse… desesperado por salir corriendo de allí para encontrar un sólo lugar libre de obstáculos, un lugar limpio donde respirar. Pero no había un lugar así. No allí.

Su raza no prosperaba en las ciudades. Sin embargo, Londres, la brillante y sofocante Londres, era un mal necesario. Si todo salía como lo había planeado, se iría en una semana.

No tenía idea de cómo su padre se las había arreglado durante todos esos años. El viejo marqués había construido la mansión en Grosvenor square (la única extravagancia de su vida también se llamó así). Había cumplido sus deberes como lord e incluso cuando se lo ordenaron, había asistido al rey. Le había dicho a Kit que de negarse, habría levantado especulaciones sobre su persona.

Durante años, Kit había evitado la mansión. Siempre que debía ir a Londres había encontrado posadas, clubes, lugares sin espíritu o habitaciones con un acuciante silencio. Sin embargo, este viaje era único; en lugar de ocultar su presencia, la hacía pública y por ello la casa de su padre era necesaria.

Anduvo con paso majestuoso por los salones abandonados, abriendo puertas, quitando las sábanas que cubrían los muebles, removiendo polvo y recuerdos.

Ah, sí… Far Perch.

Allí, en el salón azul, su madre solía sentarse con su bordado, lazos y pliegues almidonados; sus labios fruncidos debido a la concentración; su aguja, centelleante.

Allí, en la balaustrada de la escalera principal, Christoff, con sólo seis años, se había roto un diente mientras intentaba sus progresivas e intensas Conversiones.

Allí, la habitación donde su hermano menor había nacido y —horas después— había muerto, llevándose a su madre consigo.

Y allí, la biblioteca de su padre, una alcoba con alfombra de Kidderminster y roble pulido, y libros con sus encuadernaciones intactas, congelados detrás del cristal. El retrato perfecto de un caballero.

Sus labios hicieron una mueca con el mero pensamiento y se volvió para irse. Sin los candelabros de pared encendidos, las paredes y los suelos de mármol emitían un débil y pálido brillo; Far Perch le parecía hambriento, necesitaba calidez y emoción.

Bueno, comprendió lo del hambre, por lo menos. Mientras recorría la habitación de su padre exploró con la yema de los dedos el revestimiento de madera y sus vetas.

Quizás no tendría que haberse adelantado a los demás. Quizás tendría que haber avisado a los Stilson de que llegaría antes de lo previsto. Por lo menos, hubieran quitado las sábanas para cuando llegara.

Sin embargo, deseaba tener un tiempo a solas en ese lugar. Había querido tener la oportunidad de meditar en privado sus recuerdos, encontrar la paz allí, en la ciudad, sin la constante y curiosa mirada de sus conocidos, amigos y parientes. Y, en verdad, deseaba estar un paso por delante del ladrón.

Seis años habían transcurrido desde la muerte de su padre, pero Kit sentía su fantasma con tanta fuerza como si el marqués estuviese sentado todavía en su escritorio, sermoneando a su taciturno hijo adolescente.

Protege la Comunidad. Encuentra al fugitivo. Haz lo que debas hacer para encontrarlo.

—Lo haré —murmuró Kit hacia el escritorio cubierto con sábanas blancas.

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