El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Sin embargo, ¿por qué no? Nada más había funcionado.

El humo sobre ella hervía y persistía. No volvía a cambiar ni a hombre ni a bestia. Si moría de esa manera, ella ni siquiera sabría si dejaba huesos.

Rué dejó caer el chal al suelo. Salió de la alcoba, la selló y se convirtió tras correr tres pasos.

La tormenta la llevó hacia arriba en sus dobleces casi de inmediato. La arrastró de manera tan intensa que perdió el sentido de ascenso y descenso. Todo estaba oscuro, húmedo y ruidoso. Una presión tremenda comenzó a elevarse y a elevarse a través del vapor, casi desgarrándola. No tenía cuerpo pero sentía que la electricidad crecía a través de ella, una tortura vigorosa que no se detendría. El relámpago se unió en una fisura maciza debajo de ella; rompió con un estruendo y penetró en direcciones salvajes. Ella se liberó, girando, y con rapidez se convirtió en dragón para trepar por las nubes.

Sólo que no pudo. Había demasiado viento y las nubes parecían no tener fin. No sabía si iba por el camino correcto o si la llevaban hacia el mar. No podía ver.

La presión eléctrica comenzó a aumentar una vez más. Rué era una paloma. Un relámpago se arqueó sobre su cabeza. Los rayos de fuego le quemaban los ojos. Caía y caía apaleada por la lluvia. Sus alas comenzaron a temblar por la tensión. No estaba preparada para eso. Nunca había volado así, en tan tremendo vendaval. Si se hacía humo, podría no tener la fuerza suficiente como para impulsarse contra los vientos.

Otro estallido de luz. Todas las nubes se iluminaron en un destello colosal. Eran como una negra furia amurallada. Se coló entre ellas y dejó que la gravedad la llevara hacia abajo, casi falla y chapotea en la desembocadura del Támesis que estaba debajo.

Descendió sobre el agua. La azotaron la lluvia y la espuma salada, aunque había luces en tierra. Se abrió camino hacia ellas, sólo se convirtió ante los primeros indicios claros de que había un muelle, subió por un toldo roto de una cabaña de postigos negros. Se puso de rodillas y presionó su rostro contra sus brazos, esperó hasta que el pánico disminuyera en su corazón. Un trío de hombres en chubasqueros pasó tambaleándose, tan próximos que pudo ver las mejillas y la barba salpicadas por la lluvia del que estaba más cerca. No la vieron.

Rué se convirtió en humo y comenzó su camino tierra adentro.

Había velas encendidas dentro de Far Perch. La luz parpadeante brillaba visible desde casi todas las ventanas y la dejó tan desconcertada que se materializó en la copa de un árbol al otro lado de la plaza. Se aferró a las ramas altas como si fuera un mono medio ahogado y entornó los ojos por la tormenta.

Una sombra cruzó la ventana del salón. Un hombre. Otro hombre se le unió; estaban de pie reunidos, con chaquetas oscuras y pelucas blancas. Por supuesto… los guardias de Kit. Los cinco hombres sobre los que habían acordado por fin llegaban de Darkfrith. Santo cielo, ¿cuántos días habían pasado desde aquella tarde en la habitación del concejo? Parecía que había pasado una vida. Lanzó un suspiro de alivio, tan repentinamente agradecida que casi sintió que se desmayaba; no tenía que hacerlo sola. Podía contarles sobre Christoff y la ayudarían. La…

Tres hombres más se movieron contra una ventana del piso superior. Y otros dos al otro lado de la mansión. Y otro más en la sala de estar.

Ocho, nueve. La sala del frente, con el marco debilitado por Zane, parecía ser el lugar de reunión principal. Tenía dos ventanas finamente arqueadas al frente y otra que derramaba oro por el costado de la casa, todas ellas trazadas en filigrana color plomo que le daba a la fachada de la mansión un aire de magnífico capricho anticuado. En cuestión de minutos contó al menos doce siluetas.

Un hombre con una peluca larga caminó hacia la ventana y se detuvo a mirar la lluvia de afuera con las manos atrás de la espalda. Su mirada apuntaba precisamente al lugar en el que Rué se posaba. Ella apretó las ramas resbaladizas con más fuerza, inmóvil detrás de las hojas.

Parrish Grady. Podía ver que era él, incluso a contraluz. No eran sólo cinco hombres los que habían enviado sino el concejo entero, todos habían venido a Londres y quién sabía cuántos guardias además.

Habían traicionado el acuerdo.

Tenía la intención de entregárselo al concejo para que lo mantenga seguro.

Palabras de Kit aquella mañana en la que discutieron. Ella negaba con la cabeza mientras emitía un gemido pequeño e incrédulo. Nunca había tenido la intención de dar a Herte a los guardias. Había estado esperando a Grady. A todo el resto.

Lo había dicho en voz alta y ella nunca lo había pensado bien.

El concejo aún no ha llegado…

Lo sabía. Kit había actuado en secreto con ellos. La había mirado directamente a los ojos y había mentido con ese encanto fácil y emocionante que ella siempre había adorado. Nunca quiso dejarla ir, en absoluto.

Bajó la cabeza hasta sus muñecas, débil en el árbol, rechinando los dientes. Dios la salve de esos hombres falsos.

¿Qué iba a hacer ahora?

No podía entrar a Far Perch sin Kit. Desde luego, no podía sacar el diamante y luego decirles a los hombres de la Comunidad que su líder estaba atrapado en un depósito, enfermo de muerte. Se reirían sólo con la idea. No… Pensarían que ella lo provocó de alguna manera, que era un truco para quedarse con Herte para sí misma, para terminar con cualquier esperanza de boda. Era lo que ella pensaría si fuera un arrogante miembro del concejo, solapado y malnacido.

Debería marcharse. Podía hacerlo. Sólo el marqués sabía dónde vivía.

Rué presionó la mejilla contra la rama áspera y cerró los ojos.

Te amo.

Había estado delirando. No sabía lo que decía.

Sin embargo, lo había dicho y ella le había dado su palabra de estar con él porque en lo profundo de su corazón, la niña llamada Clarissa lo amaba más, y siempre lo había hecho.

Habían tapiado el cristal roto de su habitación de manera burda pero muy efectiva. Se vaporizó hacia la cúpula. Aún no habían descubierto ese camino; se convirtió dentro del espacio pequeño, tan silenciosa como pudo y con mucha suavidad, abrió la trampilla. El desván no estaba iluminado. Bajó sigilosamente con los pies descalzos sin atreverse a convertirse dentro de la casa. Una vez la habían sentido.

La mayoría de los hombres parecía estar abajo. Escuchaba las voces, murmullos bajos, sin agitarse, no todavía. Probablemente sólo habían estado allí un día o algo así; aún no tenían sospechas de que algo podía andar verdaderamente mal…

Había un guardia en el descansillo siguiente, medio inclinado hacia la ventana para mirar la tormenta. Contuvo la respiración y se arrastró, con lentitud, a sus espaldas. Una línea de retratos observaba su paso minucioso. Sus ojos pintados brillaban en color negro y peltre en la oscuridad.

El hombre nunca miró a su alrededor. Ella siguió hasta el nivel siguiente de la casa y luego al próximo, donde se encontraba la alcoba del dueño. Hasta que no llegó a la entrada de la habitación de Kit no se le había ocurrido que podría haber alguien entre sus invitados con las habilidades suficientes como para detectar el diamante debajo del colchón. Pero cuando entró al cuarto, sintió la vida de Herte como una caricia. Se apresuró hasta la cama, ahora con menos cuidado, y sacó el diamante.

¿Y ahora qué? No podía convertirse y no quería arriesgarse a volver a subir por la cúpula. El guardia no se quedaría soñando delante de la lluvia para siempre.

Cruzó hasta otra ventana. Abrió la cerradura y empujó el marco; dio con una ráfaga de aire frío. La puerta de la habitación se cerró de un golpe.

Maldición. De un empujón abrió del todo la ventana, se asomó y echó un vistazo a las nubes. El aire soplaba con fuerza a su alrededor. Miró por encima de su hombro al hombre que estaba en la entrada de la alcoba. Tenía la mano sobre el picaporte y la chaqueta flameaba.

Era el escribiente. Se detuvo en el lugar y la miró fijo. Rué también lo miró, luego sonrió y levantó un dedo hacia sus labios. Se dio vuelta y lanzó el diamante al cielo con tanta fuerza como pudo. Se convirtió de inmediato, humo, dragón, consiguió alcanzarlo con sus dientes justo cuando la piedra alcanzaba la cima de su arco. Batió las alas y se dirigió hacia arriba en el aguacero. Dejó al escribiente mirándola desde la ventana abierta. Sus gafas destellaron un color blanco con el relámpago.

No arriesgó ninguna tontería con la tormenta esta vez. Si había personas fuera en ese revuelo no estarían mirando hacia arriba, si no hacia abajo, se preocuparían por sus pies y los ríos de agua que convertían las calles de la ciudad en aguas residuales y nieve sucia que flotaba. Por ello, voló justo debajo de las nubes, se sumergía y zigzagueaba cuando el relámpago amenazaba, resollaba alrededor de Herte, intentaba ver a través de los dardos puntiagudos de la lluvia que rayaban su cuerpo y sus ojos.

El depósito era un grato alivio. Aterrizó con torpeza entre la madera mojada, colocó el diamante en el suelo, se convirtió y tropezó con la puerta de hierro cerrada.

El farol aún brillaba tenue en el interior de la celda. El olor de la lluvia mezclado con las nubes, con él, era oscuro y característico.

No sabía con precisión qué ocurriría. No sabía qué debía hacer. Christoff aún era humo en el techo (¿era más fino ahora? ¿Era su imaginación?). Por ello, Rué levantó la mano hacia él como lo había hecho antes, sólo que esta vez el diamante era un pequeño fuego frío en la palma abierta de su mano.

Se detuvo allí, goteando, como si no sucediera nada.

Escalofríos se apoderaron de ella. Apretaba los músculos para controlarlos; Herte se sacudía con ella, era un rocío de colores que desparramaba luz a los rincones. El agua hizo un charco a sus pies.

—Por favor —susurró ella entre dientes—. Por favor.

Y el humo sedoso que era Christoff comenzó a juntarse, cayó en su mano, se deslizó en un tirabuzón por su brazo. Estaba muy frío, largos zarcillos en su hombro y luego le envolvió el cuerpo deprisa. Era una nube que cubría cada parte de su ser. Los escalofríos se detuvieron. Cerró los ojos y se mantuvo perfectamente inmóvil, temerosa de moverse. El diamante quemaba como un hielo contra su piel.

Llevó la cabeza hacia atrás. Respiró con cuidado, exhaló. El ardía en cada parte de su cuerpo, como la caricia más suave, y ella pensaba: Ahora estás dentro de mí. Una parte, un momento de ti, para siempre.

El cayó de su cuerpo. Era una niebla gris que bailaba y cambiaba y se elevaba en capas para convertirse en un dragón que la rodeaba.

Dejó caer su brazo para apoyarlo contra él e hizo rozar el diamante contra su espalda. Kit se estremeció y se soltó; ella se liberó de un saltó de su espiral, deslizó los pies primero a su lado, cayó de rodillas cerca de su cabeza. Tenía los ojos hendidos. La seguía con la mirada. Cerraba los ojos como hundiéndolos mientras le acariciaba el cuello con la mano.

—Sé bueno —rogaba Rué, y le colocó el diamante contra el corazón—. Regresa.

Kit lanzó un suspiro que volteó el farol. Rué lo levantó y lo enderezó. La llama lamía un color ámbar en el rostro de Kit y desaparecía en rayos débiles a lo largo del contorno de su cuerpo. Al parecer, respiraba con mayor facilidad que antes, o quizás sólo lo deseaba ella. Encontró la manta que había llevado y la echó sobre él.

Rué se frotaba las manos por los brazos mientras lo observaba. A tiempo, cuando el frío se volvió demasiado penetrante como para ignorarlo, se vistió otra vez con la popelina azul marino, se envolvió el chal alrededor de los hombros y de la cabeza como una campesina y se acurrucó junto a él para preservar lo último de su calor. Pero aún estaba helado. Se quedó dormida con las rodillas contra el pecho y soñó con la nieve alpina.

***

Autore(a)s: