El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Ella se incorporó.

—¿Qué sucede?

—Nada. —Se dirigió hacia el vestidor, sacó una camisa, calcetines, su navaja de afeitar y la correa; no tenía agua para la navaja de afeitar; no tenía más salida que utilizar la que estaba detrás de él. Ella se acercó con rapidez. Su sombra cruzó la de él. Él se quedó allí, mirando la correa de cuero gastado mientras ella se agachaba junto a sus pies. Sintió que sus dedos le rozaban la venda que había colocado alrededor de la pantorrilla la noche anterior.

Quería que ella lo tocara. Lo esperaba tranquilo, lo anticipaba, aun sabiendo lo que encontraría.

—Está herida está infectada —dijo ella, repentinamente.

—Ni siquiera puedes verla.

—No necesito hacerlo. Siéntate. Déjame quitar las vendas.

Arrastró la camisa hacia su cabeza y se hundió en un sillón. La observó agacharse para apoyarse sobre una rodilla delante de él. Con la cintura y los pechos escondidos y el mentón hacia abajo, casi se la veía como lo que quería representar… de no haber sido por la trenza de su cabello deslizándose sobre el hombro. La luz del sol desplazó el otoño a través de ella en un juego de rojos y ricos marrones que brillaban por los cabellos. Se inclinó hacia atrás sobre su talón con las vendas sueltas en las manos. Su respiración salía en un silbido.

—Está infectada —dijo de manera acusadora y con los ojos brillando hacia él—. Mírala. ¿Con qué la limpiaste?

—Agua, jabón. Estabas allí.

—Bien; no fue suficiente.

—Te pido perdón. La próxima vez que un cocodrilo elija tomarme como cena, me aseguraré de no olvidar mi farmacopea. Y tan atractivo como me parece este pequeño cuadro, no tienes que preocuparte. No está tan mal. Aún voy a poder bailar contigo esta noche.

Sus cejas se juntaron.

—¿Bailar conmigo?

—En el baile de máscaras, amor. Estamos invitados.

—Tú estás invitado, Lord Langford. Yo soy sólo un modesto lacayo. Ni siquiera el conde de Lalonde fue agraciado con el respeto de Marlbroke.

—Rué —dijo riendo, inclinándose hacia adelante en la silla—, es un baile de máscaras. La gente ostenta todo tipo de disfraces tontos. Beben demasiado y hablan demasiado y fingen no reconocerse unos a otros porque manosean a las esposas de sus vecinos. No tienes que ser un lacayo. —Le tomó la trenza, dejando que las puntas se curvaran contra la palma de su mano ahuecada—. Sé una reina. Sé una lechera. Las lecheras usan los trajes más encantadores.

—Tendré eso en mente. —Y liberó su cabello—. Pero si el conde no está invitado, dudo mucho que el fugitivo asista. La última vez que lo vi era un comerciante de té, y antes de eso, era jardinero. No será un invitado, será un trabajador. Eso significa que es más probable que esté en la casa de día, no esta noche.

—Si es que está.

—Si es que está —repitió ella, realista.

Él se recostó nuevamente, examinándola.

—¿Sabes? Con Herte tan cerca tenemos una gran ventaja en el juego. ¿Por qué no nos tomamos el día libre? —Intentó su mejor sonrisa—. Podemos hacer un picnic. Visitar

Covent Garden. Aterrorizar algunos cisnes, tal vez.

—Tengo una idea mejor. En tu camino de regreso del boticario, ¿por qué no compras buena comida? No comeré gachas de avena otra vez.

—Querida. ¿Tan malas son?

—Peor.

—Supongo que está bien —dijo él—, si vas a ser un lacayo todo el día, no tendrás mucha oportunidad de cenar.

—Marlbroke les proporciona tres comidas por día a sus sirvientes. No me moriré de hambre.

Kit daba golpecitos con sus dedos contra el sillón.

—Has hecho esto antes…

La sonrisa de ella contuvo la respiración de él, casi cegado con su rápido resplandor provocativo.

—Naturalmente.

No la iba a dejar ir sola. Se preguntaba si incluso necesitaba decirlo. Vio la actitud traviesa de su sonrisa en los labios y decidió que sí.

—El conde de Marlbroke me conoce. No puedo hacerme pasar por un lacayo.

—No. Irás al boticario, ¿recuerdas? Necesitas un ungüento para tu pierna.

—Rué…

—No haré nada sin ti —dijo ella, y su sonrisa desapareció—. Sólo estoy buscando al ladrón. Sólo quiero ver si se encuentra allí.

—Mientras él verá que tú estás ahí también.

—Vigilancia mutua. No perdemos nada con eso.

—Ratoncita —bajó hasta sus pies, la levantó para ponerla de pie delante de él—. Es el hombre que decidió robar el diamante más valioso de la Comunidad y luego lo tiró cuando se dio cuenta de que no podía venderlo. Tiene mucho, mucho que perder por tan sólo estar cerca de otro drakon. Obviamente arriesgó todo por su vida aquí, y arriesgará, con seguridad, todo otra vez para mantenerlo.

—Como lo haría yo —dijo con seriedad.

Sus dedos apretaron los de ella.

—¡Maldición! No puedes ir sola. Y claramente no puedo ir contigo, al menos no de día. Entraremos desapercibidos esta noche, durante el baile.

—¡Podría no estar allí esta noche!

—Es un riesgo que vamos a correr. —Hizo un esfuerzo para suavizar su tono—. Aún tenemos días, Rué, pequeña. No tiene que suceder todo esta tarde.

—No. —Una arruga había aparecido entre las cejas de ella; soltó las manos de él—. No dejaré que arruines esto. El baile de máscaras es esta noche. Lady Marlbroke tendrá las perlas fuera de la caja fuerte para la hora del té como muy tarde. Debo estar ahí.

—No es posible.

Ella se apoyó en un lazo de luz de sol.

—¡Juraste que me ayudarías!

—¡No te ayudaré a que te expongas a un peligro innecesario! Quítatelo de la cabeza, Rué. Iremos esta noche.

—No bastará con eso. —Y de un salto se acercó a la ventana. Por un instante Kit, cada vez con peor humor y con esas puntadas irritantes que enviaban breves espasmos constantes de dolor a su pierna, pensaba que ella se convertiría en humo y se iría. La alcoba era apenas segura.

Pero en cambio se puso de pie delante de la ventana con las manos a los costados, con un halo de luz implacable y brillante.

—Marlbroke tiene una hija —irrumpió ella.

—¿Y?

—Casadera. —Le echó una mirada por encima del hombro—. Es su segunda temporada. Su nombre es Cynthia. Prefiere que la llamen Cyn.

—¿Y? —apuntó él otra vez, luchando para mantener oculta la irritación de su voz.

Se dio vuelta para mirarlo.

—Se me ocurre que debe disfrutar de tener visitas para el té. Sin duda, visitas de caballeros ricos y atractivos.

Cynthia. No la reconocía. Apenas podía recordar al conde mismo, mucho menos a su hija.

—Supongo que podría esperar hasta la hora del té para ir.

Rué se encogió levemente de hombros.

—Nos daría la oportunidad de buscar tu ungüento primero.

Él la miró fijo, toda cubierta en oro como una niña con un baño dorado.

Una niña en pantalones.

Iba a hacerlo. Podía intentar detenerla, pero en el mejor de los casos, eso le haría ganar su enemistad. Y en el peor, el infierno. Estaba cansado de su hostilidad. Estaba cansado de intentar cortejarla y controlarla a la vez. Ella era demasiado inteligente para los halagos y demasiado independiente para rendirse a su voluntad sólo porque él quería que ella lo hiciera.

Se dio cuenta, sorprendido, de que lo que en verdad deseaba era ver esa sonrisa burlona una vez más.

Kit suspiró

—Necesitarías el uniforme de Marlbroke.

—Este es su uniforme. —Le dio un tirón a la manga de lana de estambre—. Me costó tres libras que le di a un muchacho que perdió el puesto por echarle miraditas amorosas a la altanera hija del conde. ¿Cómo crees que sé tanto sobre sus asuntos?

—¿Es altanera? —preguntó él, muy apacible.

—Me llamó rana saltarina a mis espaldas la primera vez que nos conocimos. —Rué comenzó a quitarse la chaqueta y la arrojó sobre la cama—. Si el fugitivo intentara robar sus perlas, probablemente lo ayudaría.

***

Kit suponía que Lady Cynthia Meir era el tipo de mujer joven que atraería a una fila de visitantes masculinos. A primera vista, su rostro poseía la bonita serenidad ovalada de una madona medieval, con amplios ojos azul verdoso y cejas perfectamente depiladas que se levantaban en los extremos dándole una mirada de alegría. Podría ser fácil suponer que esas cejas contaban la historia verdadera, hasta que uno observaba su boca: también bonita, pero cuando sonreía. Y entonces Kit recordó a Melanie. Ella también sonreía como un gato con la crema.

Él fue el destinatario de esa sonrisa con bastante frecuencia esa tarde. Cyn había introducido en su corsé una flor del pequeño ramillete de violetas y fresias que él le había traído, mientras todos los demás ramos languidecían sobre una mesa lateral. Se sintió el más idiota, ubicado entre sus jóvenes admiradores novatos como un maestro rodeado de sus alumnos sonrientes.

Ella no tendría más de dieciocho. Él bebía a sorbos el té y no perdía de vista a Rué. Se preguntaba si alguna vez había sido tan joven.

Había lacayos que pasaban de un lado a otro por el vestíbulo traspasando las puertas del salón, murmurando. Había sentido la presencia de Rué, su encantador escalofrío de relámpago y nubes, por momentos más cerca y luego más lejos, mientras circulaba por la casa. No sentía ningún otro drakon. No todavía.

Qué plan ridículo. Su único consuelo era pensar que si el fugitivo en verdad se dejaba ver, en el instante en que viera a Kit, probablemente sólo huiría. Rué estaría persiguiendo sombras. Estaría a salvo.

El tiempo se hacía eterno. Su pantorrilla latía. Resistió el impulso de abrir el reloj. En cambio, siguió la sombra que la ventana proyectaba desde el piano, que avanzaba desolada por la alfombra. Sin duda, el baile de máscaras comenzaría pronto. Observó a Lady Cynthia levantar los tirantes de su vestido al inclinarse hacia adelante para poner más azúcar en su taza. No parecía tener prisa por liberar a su multitud de muchachos enamorados. Sin embargo, si Kit pudiera disculparse, podría encontrar a Rué y llevarla con él, incluso si eso significara escapar por la chimenea…

—¿Y qué hay de usted, milord? —Cynthia lo miró aun sosteniendo la cuchara.

La miró con inquietud, intentando recordar de lo que se había estado hablando. ¿Galletas de semillas? ¿El tiempo? Era lo mismo que siempre había odiado sobre la sociedad: tratar con jóvenes de risita tonta y conversaciones triviales cuando en general todo lo que en verdad quería se podía encontrar en su hábitat natural, a cielo abierto, o de lo contrario, en alguna cama oscura y blanda.

La sonrisa de Cynthia se frunció en una mueca.

—Ah, vendrá, ¿no es cierto? Diga que sí. Sencillamente no será lo mismo sin usted.

—Yo sí que estaré allí, Lady Cyn —exclamó uno de los jóvenes—. ¡Seré un pirata! ¡Puede contar conmigo!

La dama ni se inmutó.

—¿Pero Lord Langford…?

Él pensaba en Rué, tan lejos de él, en el vestíbulo. Pensaba en todas las cosas que prefería estar haciendo esa noche, cada una de ellas la involucraba, antes que estar escondiéndose en un baile de máscaras.

—Por supuesto —dijo Kit con suavidad—. No me atrevería a perdérmelo.

Lady Cynthia recuperó la sonrisa. —¡Maravilloso! ¿De qué se va a disfrazar?

—Es una sorpresa.

—Pero, ¿cómo lo reconoceré? —protestó ella jocosa, dejando la cuchara sobre la espléndida bandeja de plata—. ¡Tiene que darme una pista! ¡Insisto!

—¡Vaya! Entonces… seré el que cuide de que usted no pueda ver —dijo Kit y bebió otro sorbo de té.

El jefe de los lacayos le informó a Rué que el tema del baile de máscaras era el Misterioso Oriente. No le resultaba claro precisamente qué aspecto de Oriente se suponía que representaba el salón de baile: las paredes y las columnas de alabastro estaban cubiertas en seda de color mora con racimos de gotas de cristal, y los manteles de lino sobre la mesa del ponche tenían quimeras con crines escarlata entretejidas. Largos lazos de perlas se balanceaban desde los candelabros (comprobó que todo estaba adherido con pegamento) y las plantas en macetas variaban desde palmeras lánguidas hasta enormes orejas de elefante. Habían esparcido pétalos de rosas alrededor de las fuentes de comida y de la pirámide de copas de champán, y el aroma picante que provenía de la cocina era definitivamente curry. Y tartas de queso.

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