El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Detrás de las puertas cerradas por las que pasaron llegaban indicios esporádicos de lo que había más allá: la risa de una mujer, acallada y luego interrumpida; la pequeña salpicadura crispada de un líquido contra un cristal o una piedra; una respiración frenética; la secuela murmurada del opio; un violonchelo, solo, tocando un pasaje de profundas notas resonantes.

El opio la mareó. Intentó contener la respiración hasta que pasaron el lugar.

Mim giró la cabeza.

—¿Van a desayunar? ¿Champán? ¿No? Entonces no importa; tal vez encontremos otra cosa para tentarlos.

Ingresaron al centro del edificio: una alcoba rectangular llena de sofás, sillas, gordos almohadones y un clavicordio en una de las esquinas que era tocado por una joven con piel caramelo y ojos de un negro endrino de manera muy suave. Allí había menos hombres de los que Rué había visto con anterioridad, sólo cinco —dos de los cuales reconocía— a los que un coro de mujeres provocaba y manoseaba. Sin embargo, era de mañana. La mayoría de los clientes de Mim ya estarían en los cuartos, o se habrían marchado a sus hogares con sus esposas.

La joven del clavicordio los miró mientras entraban. Sus manos se levantaron de las teclas; se puso de pie y se dirigió hacia ellos con un aplomo pausado.

—Gaétan —dijo sonriente y apretó un beso sobre la boca de Rué. Habló en francés mientras se entrelazaba en su brazo.

—¿Acaba de llegar? Como lo he extrañado.

Rué contestó en el mismo idioma.

—Y yo a ti, querida. He estado fuera de la ciudad, pero como ves, te traje una chuchería de Calais. —Sacó un relicario redondo de oro del bolsillo de su chaleco. Estaba suntuosamente envuelto y atado con una cinta azul marino intenso. La joven (el nombre que usaba allí era Portia) se retiró bailando mientras aplaudía y atraía toda la atención del cuarto.

Rué sabía lo que les debió haber parecido a esos caballeros embriagados con vino; sabía cómo esperaba que la vieran. Pero en ese momento se le ocurrió que Kit Langford era en verdad su comodín. Él podía aprovechar el momento o arruinarlo todo, y era imprescindible que no lo arruinara.

Sin embargo, parecía impasible, casi aburrido, parado apoyando todo su peso sobre un pie y con las manos detrás de la espalda. Parecía estar mirando a la pareja del sofá más cercano: el hombre estaba con la corbata desatada y la cabeza apoyada en los almohadones, la mujer tenía las manos curvadas alrededor del brazo de él. Entonces la mirada de Kit se trasladó a la de ella. Los ojos de él ardían en un verde intenso, muy intenso.

—¿Pero está vacío? —exigió Portia, haciendo una pequeña mueca de berrinche muy atractiva—. ¡Para esto debo tener un mechón de tu cabello!

—¡Por supuesto! —Rué dejó caer el relicario en la palma de la mano de la joven y le dio una media sonrisa a Mim.

—En realidad, creo que debemos ocuparnos de eso de inmediato. Agregó, ahora en inglés.

Mim asintió con la cabeza hacia el marqués.

—¿Y tu amigo?

—Creo que hay lugar para dos mechones de cabello en el relicario.

—Muy bien. Portia, encontrarás la tercera alcoba preparada.

—Oui, madame.

Tomó la mano de Rué y luego la de Christoff. Los llevó a ambos hacia una entrada arqueada pasando el clavicordio. Alguien se había levantado para tocar en su ausencia. Mientras se marchaban, una nueva melodía comenzaba a flotar con suavidad, sutil, por el pasillo, retumbando en el suelo y las paredes.

Portia se detuvo delante de una puerta barnizada y la abrió para ambos. Rué entró primero, reconociendo la forma de las paredes, la disposición de los muebles, el dulce aroma químico de los cosméticos y colonias y, debajo de ambos, la lejía.

El marqués cerró la puerta. Portia le echó una mirada oculta con rapidez, una que Rué había visto más de mil veces mientras crecía en el Condado. Luego, se dirigió hacia la cama. Con la falda en las manos trepó sobre el colchón y alargó la mano hasta un capullo de rosa tallado en madera en la cornisa que bordeaba las paredes. Se oyó un clic y un gruñido; en un resoplido de aire viciado, la puerta secreta junto a la cabecera quedó entreabierta.

Portia bajó del colchón y se dirigió a la abertura.

—Gracias por el relicario —le dijo a Rué con una sonrisa, más tímida y más natural.

—No es nada.

La joven bajó la cabeza y desapareció. La puerta volvió a cerrarse.

Rué había estado en ese cuarto en no menos de siete ocasiones, y cada vez lo sentía de la misma manera, fresco y enclaustrado, casi sofocante, incluso con la magnífica cama con caireles carmesí y coral, la mesa redonda de cuero puesta para el backgammon —que con seguridad nunca nadie había jugado— y los espejos gemelos en las paredes, enfrentados el uno al otro, de tal modo que cuando se paraba entre ellos sólo se veía a sí misma, una y otra y otra vez, minimizándose en un hueco de plata. Bordeó la línea de sus marcos. Había armarios allí que nunca había abierto, lugares que nunca había mirado. Le bastaba con saber lo del capullo de rosa, y que la puerta principal estaba sin llave.

—Puedes relajarte —le dijo a Christoff, todavía cerca de la puerta— Nadie nos oirá aquí dentro. Hay mirillas pero no las utilizarán.

Él ya las había notado, huecos ingeniosos en el papel de flores de la pared, diseñados para engañar los sentidos; lugares como ése rara vez permitían una verdadera privacidad. Escuchó con atención el silencio. Rué tenía razón. No había nadie respirando detrás de las falsas paredes, ni perfumes que emanaran de ellas más allá del polvo y una vieja rata. Estaban solos.

Una cadena de latón estaba enrollada en una de las columnas de la cama; Kit pasó un dedo por los eslabones al pasar.

—No parece ser un cuarto especialmente propicio para la relajación.

—No. —Rué estuvo de acuerdo con la sombra de una sonrisa. Se sentó a la mesa y ajustó el largo de su estoque.

—¿Confías en esa joven?

—Dentro de aproximadamente una hora regresará al clavicordio luciendo su nuevo relicario. Se demorará otra hora pero se va a las diez. Responderá a cualquier pregunta con respecto al conde con detalles discretos: prefiere el ajenjo al jerez, el azúcar a la sal, los azotes a la esclavitud. —Mientras, daba golpecitos con la uña contra una ficha madreperla, mirándolo por debajo de sus pestañas—. No hay necesidad de estar tan intranquilo. Él es francés.

—No estoy intranquilo. Simplemente horrorizado.

—No por Portia, espero. Ha pagado generosamente por sus mentiras.

—Por ti —dijo él, y tomó la silla al otro lado de la mesa. Se inclinó hacia adelante y con mucho cuidado le tocó la mejilla—. Qué vida curiosa has llevado.

Con eso no había tenido la intención de otra cosa más que de un simple gesto de comunión. Sin embargo, ella se echó hacia atrás como si él la hubiera herido. El rostro se le puso rígido. Él dejó caer su mano sobre el regazo y juntó sus dedos frotándolos; la piel de ella había mantenido esa calidez ardiente que siempre parecía extenderse directamente a través de él.

—Y por mí mismo, por supuesto —agregó con sarcasmo al ver que ella no se levantaba ni hablaba—. ¡Sólo una hora para nosotros dos! Temo que mi reputación va a sufrir después de todo.

Y así como la noche anterior, el rostro de ella se tiñó. Él se preguntaba si en verdad entendía lo que le había querido decir, su ladrona ruborizada, o si sólo adivinó. Deseaba poder decirle, deseaba poder preguntarle, pero había tanto sobre ella que aún continuaba siendo un misterio para él. Pensaba que si le preguntaba se reiría o le mentiría. O ambas cosas.

Parecía lo suficientemente segura en sus pantalones y el vanidoso abrigo de cola, y Dios sabe que podía manejar la espada. Sin embargo, había veces en las que la miraba y vislumbraba a otra persona completamente diferente. Tal vez se trataba del ratón de bosque que solía ser, con los ojos bien abiertos, vacilantes. El arco de su boca mientras miraba la lluvia desde la ventana de su vieja habitación; la manera en la que tendía a pararse con una mano sujetándose una muñeca, femenina e irracional; cómo lo desafiaba y se mofaba de él.

Sin embargo, besaba como una doncella, con labios cerrados y sobrecogimiento, y eso aún hacía que su sangre hirviera más.

Se mostraba terriblemente resistente a los esfuerzos de él por traspasar sus barreras. No sabía cuánto tiempo más duraría su paciencia.

Alguien se acercaba. Los dos oyeron el frufrú de la tela detrás de las paredes y el leve golpeteo vacío de unos tacones altos.

La puerta secreta se abrió. La mujer pelirroja de antes apareció. Su falda ocupaba los límites de la entrada.

—Queridísima Rué. Me preguntaba cuándo aparecerías.

Rué se puso de pie y explicó:

—Me retrasé.

—Ya lo creo… —La mujer le lanzó una mirada divertida a Kit—. Y es un buen retraso. Lord Langford, qué bueno verlo, y lo digo de verdad. —Se sentó sobre el borde de la cama, desnudando unos bellos tobillos y una gran cantidad de enaguas color marfil—. ¿Me disculpan? Estuve de pie toda la noche.

—Mim administra la casa —dijo Rué, sin mirar a Kit—. Entre otras cosas.

—Ah, ahora soy un poco menos que una contable —respondió la mujer de manera agradable—. Pero, gracias, cariño.

—Sabes por qué estamos aquí.

—Supongo que sí. Aunque, debo decir, me sorprende la compañía que traes. Fuiste tan fría como la nieve escocesa esa tarde en el museo. Nunca imaginé que conocieras al marqués mismo.

Ahora la mirada de Rué se movió con rapidez hacia la de él.

—No conocía al marqués hasta hace unos pocos días.

—¿Es cierto eso? ¿Y ya son amigos íntimos? Qué encantador.

—Necesito saber sobre el diamante, Mim. ¿Te lo trajo a ti?

Los ojos de la mujer fueron de Kit a Rué y volvieron, su sonrisa quedó pegada en el lugar.

—No tengo idea a quién te refieres.

Rué introdujo la mano en su chaleco.

—Sí, lo sabes. El mismo hombre que tomó la perla negra de Cumberland y el anillo grabado de Vishney. Es casi de la altura de Langford, con cabello rubio rojizo y una cojera esporádica. —Sacó una pequeña bolsa de cuero, se la lanzó a la otra mujer. Mim la agarró; el sonido metálico de las monedas hizo eco en la alcoba.

—No hay nadie más en la ciudad a quien pueda recurrir —dijo Rué en voz baja—. Eres la más avezada en el negocio, y todos lo saben. A menos que ya se haya mudado al extranjero, tendrá que venir a ti.

—Conoces mi regla de privacidad.

—Es importante, Mim. Juro que lo es.

—¿Desde cuándo tú rondas por el lado apropiado y correcto de la ley?

—Desde que me conoce —murmuró Kit, ganándose una mirada de parte de Rué que de manera muy clara decía: «Quédate al margen de esto».

—No estoy de ningún lado de la ley, y lo sabes. Sólo necesito ese diamante.

—Bien… —Mim balanceaba la bolsa hacia atrás y hacia adelante entre las palmas de sus manos, pensativa—. Escuché que la emperatriz Elizaveta adora esas piedras que resplandecen de una manera maravillosa, en especial las grandes. Tal vez tu diamante esté camino a Rusia.

El frío de la habitación de repente pareció adquirir un borde más filoso.

—De alguna manera prefiero dudar sobre eso. ¿No es cierto, madame —dijo Christoff con pereza—. El diamante de Langford estuvo aquí, en esta alcoba, imagino que… hace

tres años. ¿No es correcto?

Mim lo miró fijamente, con expresión cerrada y los ojos muy brillantes.

Él sonrió.

—Sólo es un presentimiento. Llegan a mí con rapidez.

Era más que un presentimiento. Era una certeza. Era un conocimiento verdadero, una corazonada latente en el aire, en los muebles y justo allí, en la pequeña mesa de backgammon, donde la energía era más intensa. Había pasado más tiempo solo con Herte que cualquier otro en la Comunidad; era su derecho como Alfa, y Kit lo había utilizado por completo. Había pasado días estudiando la piedra, memorizándola, tal vez porque en el fondo de su mente siempre había anticipado su pérdida. Conocía la fortaleza del diamante y su brillo frío, su patrón distintivo de energía que susurraba como un fantasma en su oído donde fuera que se encontrara: Estuve aquí.

—Por favor —dijo Rué, con más emoción en su voz de la que él le había oído utilizar antes—. Por favor, Mim.

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