El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Con la cabeza aún baja, Zane levantó la mirada hacia ella, la mantuvo en ese amarillo pálido lobuno. Ella no podía descifrar lo que pensaba pero advirtió su postura. Se preparaba para pelear.

Rué intentó dar un paso cauteloso hacia delante. Deseaba que Zane no se moviera.

—Pensé que esto compraría mi libertad. El concejo exigió al menos a uno de nosotros. Y en ese momento preferí que fueras tú. Ahora me arrepiento de eso. Y me doy cuenta de que… no importa. Arrepentimiento, remordimiento, todas las disculpas del mundo. —Dio otro paso—. Usas a un niño como escudo. ¿No lo ves? No puedes permanecer aquí. Eres un peligro para ti mismo y para la Comunidad. Necesitas venir a casa.

Una explosión con un brillo adicional palideció el cielo del otro lado de los árboles. La sombra de las hojas se inclinó estridente sobre todos ellos, realzó la corteza, el césped y las piedras antes de desaparecer en la oscuridad.

—No lo haré —dijo Williams—. No comprendes.

—En verdad, sí.

—¡Es tan fácil para ti! ¡Mírate! Pero si fueras diferente allí, si hubieras nacido diferente… si fueras pobre y extraña, si no pensaras como el resto de ellos… las cosas que te hacen…

—Enséñales —dijo ella—. Muéstrales que están equivocados.

Respiró tembloroso.

—Dios me ayude. Prefiero terminarlo aquí.

—Si ese es tu deseo —dijo Christoff mientras caminaba en silencio entre las hojas—, sin duda puedo arreglarlo por ti.

Zane levantó la cabeza; Williams dejó de temblar y Rué quedó conmocionada. Santo Dios, protege a Zane, protege a Christoff. Zane estaba más cerca; si ella se convertía, podía alcanzarlo primero, aunque Kit llegara hasta ella…

—¿Y bien, muchacho? ¿Cómo será? —Se había detenido junto al tronco del mirto y apoyó el hombro sobre éste. Parecía un fantasma de satén brillante y zapatos con hebillas de oro. Christoff mostró su sonrisa dulce—. Pareces un hombre de una clara voluntad poco común. Estoy lo suficientemente dispuesto como para respetar tu decisión.

El fugitivo apuntó la pistola directo a Rué. Ella lo miraba fijamente, impávida, mientras su pulgar amartillaba el percutor.

—Decisión equivocada —dijo Christoff y se incorporó.

La mirada de Williams mantenía la de ella, amarga, en un azul ardiente. Cerró los ojos apretándolos bien fuerte y luego, miró hacia el cielo. Se convirtió en una bruma de humo pálido, voló hacia arriba a través de las hojas. Zane cayó de rodillas, tomó con rapidez la pistola y la giró con furia para apuntar al aire.

—¡Quédate aquí, maldición! —Kit le gruñó a Rué y siguió al fugitivo como humo en la noche.

—Lo siento. —Zane estaba de pie en un montículo de trozos de corteza con la pistola en la mano. Comenzó a jadear, sus palabras se desplomaban, su voz estaba marcada por las lágrimas—. Lo siento, lo siento. Vine para ayudar. Me encontró antes de que ni siquiera supiera que la tenía…

Ella fue hacia él y cerró su boca con la mano. Su rostro se elevó repentinamente hacia el cielo. Fuegos artificiales, más aplausos. Los enérgicos compases finales de una gallarda del cuarteto. Lo arrastró, con las manos aún sobre su rostro, hasta los árboles de manera que ambos quedaran detrás de los troncos. Juntos miraron hacia el mar de rostros animados, hombres y mujeres que reían, hablaban y bebían mientras el espectáculo concluía con un final radiante.

Allí —esa nube de allí era Kit, lo conocía— y ahí estaba el fugitivo, no tan transparente, no tan sutil. Se plegaban sobre la bruma asfixiante de humo, giraban juntos, nunca se tocaban por completo.

Y entonces el fugitivo se convirtió en dragón. El público entero rompió en un grito sofocado.

Era de color turquesa y verde botella, hermoso de una manera extravagante porque todos los drakones eran hermosos de esa forma. Volaba en lo alto, se arrastraba con facilidad a través del humo que aún era Christoff. Ya habían encendido otro sol de fuego; se disparó directo hacia arriba y detonó como una bomba china, congeló los cielos y la tierra en una luz fría y blanca, descubriendo al segundo dragón que se había adelantado al primero, alas de color escarlata, ojos de esmeralda brillante.

Los que estaban debajo volvieron a gritar… y entonces, en grupos indecisos, comenzaron a aplaudir.

Rué arrastró a Zane con ella hacia el matorral.

—Vete de aquí. Apresúrate. Ve a casa.

—¡No puedo dejarte!

—¿De verdad crees que no puedo manejarme sola? ¿Ves a esas criaturas? Soy una de ellas. Ve a casa. ¡Haz lo que te digo esta vez! No hables con nadie. Sólo vete.

La pistola cayó al césped.

—Pero…

—Ahora —le ordenó ella con brusquedad y arrojó el abrigo.

Zane quedó conmovido por el sermón, luego se dio la vuelta y huyó ligero. En cuestión de segundos se hizo invisible entre las líneas irregulares de los árboles.

Los músicos comenzaron una marcha militar, la pieza final de la noche. Rué se afirmó contra un eucalipto de olor dulce y embriagador y buscó el cielo. Ella y todos los demás, ya que los dos dragones aún daban vueltas, en lo alto y en apariencia se movían con lentitud. Eran colmillos, garras y alas que cortaban el humo en cintas. Los del foso ya habían alineado los diez últimos cohetes. Con los oídos cubiertos y las miradas que apuntaban a propósito hacia el suelo, no se daban cuenta de que había una batalla encima de sus cabezas.

Ahora se apresuraban, esperaban el final de la noche. Las diez mechas de los últimos cohetes estaban encendidas, burbujeando en color naranja. Ardieron intempestivamente, brillaron en una descarga y chillaron todos juntos hacia las nubes del firmamento negro. Eran como flechas que volaban directamente hacia las bestias por encima de sus cabezas.

Kit las eludió dos veces, tres veces. El fugitivo, no. Un rastro de fuego alcanzó una de sus alas. Giró y se zambulló pero Kit estaba justo detrás de él. Ellos dos eran todo el color deslumbrante y el encanto que le faltaban a los fuegos artificiales. Un coro de uuuus y aaaas del público se elevó hasta sobrepasar la música.

El último de los soles de fuego se extinguió. Ambos dragones habían desaparecido de la vista, perdidos detrás de la cortina de humo. Lentamente, se iba aclarando todo para mostrar el destello reluciente de las estrellas, la hoz de la luna y eso era todo. No había huellas de las bestias míticas. Sólo oscuridad. Sólo la noche.

El clamor de aprobación de la gente en los jardines comenzó a aumentar y aumentar. Aplaudían y silbaban. Chocaban las jarras de cerveza al brindar.

—¡Un espectáculo excelente! —Un hombre allí cerca se maravillaba junto a un amigo—. ¿Cómo demonios crees que lo hicieron?

Rué flotaba sobre los jardines del placer. Era otro flujo de humo entre otros tantos, la luz blanca de la luna destellaba sobre las fuentes, la luz de las farolas era una calidez tenue por los senderos. La gente se retiraba a las sombras o a la taberna; vio a un hombre con un sombrero de paja que llevaba su vestido.

Pero no podía encontrar a Christoff. Ni siquiera podía encontrar a otro drakon. Los jardines del placer eran extensos, abundaban los árboles, césped y esa suave luz mantecosa. Sin embargo, debajo de ella, todo lo que sentía eran personas y pequeñas criaturas escondidas como motacilas, gorriones y ratones.

Los jardines estaban completamente rodeados por una pared de ladrillos. La esquina norte parecía especialmente sombría. Rué planeó sobre ella y dejó atrás las fuentes y las parejas que deambulaban, se hundió para convertirse en niebla sobre las largas hierbas que le hacían cosquillas. Subió en espirales por un molinete de madera y la cerca que tenía un letrero en un poste que decía: SÓLO ASUNTOS PRIVADOS. Ingresó a un recinto donde las hojas sin barrer se amontonaban y los troncos que una vez habían marcado los límites estaban caídos en un verde esponjoso. Un cobertizo para herramientas desgastado se desplomaba a un costado, apoyado sobre un tablón, aparentaba estar sólo a una brisa enérgica de derrumbarse por completo.

Escuchaba voces muy sospechosas. Allí estaba más oscuro de lo que había previsto. La luz de la luna era demasiado débil como para penetrar a través de los árboles enmarañados, excepto por unas pocas parcelas diáfanas. Se convirtió y las eludió, dio un paso desde el sendero hasta el césped silencioso, serpenteó como un gato a través de la maleza hasta una caseta de robles.

Sin duda eran voces. Voces de hombre. Trató de ver por las ramas aunque no divisó nada excepto más vegetación. Por eso, decidió moverse otra vez. Trepó de árbol en árbol hasta que al fin estuvo al borde de la caseta. Sólo a unos metros de distancia estaba el resto de los drakones, de pie en un círculo irregular entre los arbustos salvajes con espinas.

Todos estaban vestidos menos Kit. No vio al fugitivo, no al principio. Pero cuando un par de hombres se movieron, la figura pálida y débil de Tamlane Williams llegó con claridad a través de las hierbas.

—…el coche por aquí, hacia esta pared —decía el marqués—. No será difícil levantarlo.

—Sí, milord.

—Tengan cuidado con él. Ya se ha magullado suficiente. No queremos que sea peor para él de lo que ya es.

Rué exhaló. Tenía la mejilla apoyada contra el árbol. Christoff levantó la cabeza.

—¿Qué hay de la muchacha? —susurró uno de los hombres—. ¿La devolvemos esta noche también?

—Yo me encargaré.

—Hay una capucha de más en el coche —ofreció el guardia.

—Sí-dijo Christoff y giró su rostro en dirección a ella.

Rué retrocedió. Se retiró con tanta rapidez como se atrevió, pasó todos los árboles convirtiéndose en uno en la profunda noche cerrada.

Uno de los cristales de la ventana de la habitación de Rué estaba quebrado. El vidrio había sido roto con violencia. Sin embargo, curiosamente, la ventana estaba abierta y permitía ingresar el murmullo del viento que se agitaba con el amanecer que llegaba.

Kit lo tomó como una invitación. Era muy poco probable que sólo se hubiera olvidado de cerrarla.

La encontró sentada en la cama con las piernas extendidas y los cobertores a sus pies. Tenía puesta una camisola y nada más; le ajustaba, algodón translúcido estirado sobre sus brazos y hombros, doblada en pliegues en las sábanas. Lo miró seria mientras él tomaba forma. Su rostro quedó enmarcado con su cabello despeinado. Los ojos de Rué lo miraron de arriba a abajo, una vez, antes de que se pusiera de rodillas delante de ella. Había un jarrón de rosas frescas sobre la cómoda; su perfume entibiaba el cuarto.

—No he preparado el equipaje —dijo Rué.

—Eso veo.

—Y me debes un vestido —continuó ella—. El verde era mi favorito. Me gustaría que me lo repusieras. —Sus labios hicieron una mueca—. No hay una sola modista en

Darkfrith a la que quiera frecuentar.

—Estamos un poco más allá del borde de la sociedad refinada.

—Bueno, lo sé —contestó ella, oscura.

Kit se acercó a las rosas. Eran rosadas y coral y le recordaban a sus labios. Por ello, tocó una, sintió los pétalos firmes y sedosos e imaginaba, con las pestañas bajas, que en su lugar la tocaba a ella.

—¿Odias tanto ese lugar? —preguntó Christoff.

Ella no contestó, por lo que levantó la mirada, primero hacia el reflejo de color y el cielo que pasaba por la ventana y luego, otra vez a ella. Había bajado el mentón de modo que su cabello se derramaba hacia delante, un velo oscuro sobre sus mejillas. Sus dedos apretaban, pálidos, sus brazos desnudos.

—No maté al fugitivo —le confesó.

—Ya lo vi. —Sus manos se aflojaron un poco; se pasó la palma por las espinillas—. La pistola no estaba cargada. La revisé para estar segura.

—Aun así, te amenazó, Rué.

—En su posición, ¿lo hubieras hecho de otra manera?

—No lo sé —contestó con honestidad—. Nunca me permití el lujo de preguntármelo.

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