El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Lamentablemente, Kit no había estado. Hizo los cálculos y cuando Clarissa Hawthorne interpretó en escena su propia muerte él estaba en Cambridge, al parecer, adquiriendo aquellas conexiones que su padre tanto había deseado. Ella había desaparecido en marzo, durante su último año en Cambridge; sí lo recordaba. Había sido el Festival de Invierno ese mes, porque, incluso a finales de esa estación, el río Cam permanecía congelado. Había acompañado a la señorita Helen Shimbleton al Festival; ella tenía rizos negros y ningún compromiso.

Recordaba cómo sus mejillas estaban brillantes debido al frío. Cómo le había dado su sobretodo y ella le había dado un beso a cambio.

Y de regreso en el invierno de Darkfrith, la joven Clarissa había rasgado sus propias prendas de vestir, dejándolas en la maleza y la nieve llena de barro.

Debe de haber tenido frío también.

Supuso que le habrían dado una descripción de los hechos en algún momento, pero no podía recordarlo. Había olvidado todo acerca de ella, de esa niña con cabello castaño, asustadiza como un ratón. Al igual que todos.

Pensó en ella en el museo, en su rostro y en su voz, en el suave aroma a lilas, y sintió el despertar de algo profundo y primitivo en su ser, oscuramente erótico… un eco de ella. De lo que sucedería.

—Fue una mañana llena de amargura —dijo el capitán. Se mantenía rígido contra la pared, tan austero y simple que parecía haber sido tomado de una de las pinturas—. Antonia estaba muy conmocionada.

Kit sintió interés.

—¿Conocía a su madre?

El hombre vaciló y luego se encogió de hombros.

—Era una mujer atractiva. Viuda. —Volvió a encogerse de hombros y bajó la vista a sus botas—. No vivió mucho más después de ese incidente.

—¿Cuántos hombres la buscaron? —Christoff se volvió al concejo—. Una Mediana. ¿Cuántos hombres?

Parrish Grady cerró su puño sobre la mesa.

—Una veintena.

—Aproximadamente una decena —corrigió George, con una dura mirada hacia Grady.

—No importa —dijo Grady, con ira—. Si no se la pudo encontrar.

—Pero usted no sabía que…

—¡Nadie sabía! Maldita sea ¿Por qué estamos discutiendo esto? —hizo un movimiento brusco para dirigir su mirada a Kit—. Ella está aquí ahora, tiene el diamante y puede lograr la Conversión. La encontraremos y la llevaremos a Darkfrith, donde pertenece. Es un peligro. Debe ser detenida.

—Se inclinó hacia delante en su silla, su peluca emitía una luz dorada, su boca fruncida con un gesto endemoniado a la luz. Sus ojos pequeños y ardientes—. Lo sabe tan bien como yo, milord. Tan bien como yo.

Kit movió la cabeza a un lado, escudriñándolo.

—El sol se ha ocultado —murmuró uno de los hombres de la guardia junto a la ventana.

—Entonces, ya es hora. —Grady hizo un gesto como para levantarse de la mesa y los demás comenzaron a imitarlo.

—No —dijo Kit.

Grady hizo una pausa con la palma de su mano ejerciendo presión contra la mesa; el resto de los hombres se paralizó.

—¿Qué?

—No —dijo Kit, una vez más, cortésmente—. Quédese sentado. Todos ustedes.

—Estamos perdiendo el tiempo…

—Quédese sentado.

Incluso la antigua diosa del castigo y la venganza hubiera sabido que debía obedecer ese tono de voz. Sus palabras habían atravesado toda la habitación, suave como el acero, creando un profundo silencio. El guardia junto a la ventana dejó caer el cortinaje, un suave movimiento de tela que apenas rozó el aire.

Kit podía sentir el fantasma de su padre, mirándolo, esperándolo.

Christoff permaneció en silencio hasta que terminaron, hasta que el último de ellos había sucumbido en una nerviosa atención, mirándolo en la penumbra.

—La quiero yo —dijo—. La cazaré solo.

Grady se movió.

—Pero…

—La quiero yo —repitió, más suave y mortífero que antes—. Ella es mía. Y si tienen algún problema con eso alguno de ustedes, los invito a que me lo digan ahora. Lo discutiremos aquí. No soportaré ninguna clase de insubordinación.

Imprudente, con las mejillas sonrojadas, Grady se puso de pie. En un segundo Kit también se levantó y en ese mismo instante lanzó un estilete. Una veta de metal brillante cruzó la mesa. Se clavó directamente en la pared, a pocos centímetros detrás de la cabeza del otro hombre; el puño de cuarzo rojo y oro trabajado era una siniestra mancha contra la seda.

En silencio y sin peso, el rizo más visible de la peluca de Grady cayó sobre la mesa, como una liviana pluma contra la oscura madera.

Nadie más se movió; nadie más habló.

—Discúlpeme —dijo Kit cordialmente rompiendo el profundo silencio—. ¿Deseaba decir algo?

Grady miró el mechón cortado y luego a Kit. Su garganta estaba bien, pero no pudo producir sonido alguno. Lentamente, con un movimiento torpe, tomó asiento.

—Excelente. —Christoff mostró una sonrisa helada para toda la habitación—. ¿Alguien desea agregar algo?

Había hecho lo correcto, lo sabía. El descubrimiento de Clarissa Hawthorne encendió lo que pronto sería un infierno si no hacía algo para controlarlo en ese momento. Con sus Dones, por su experiencia, se había convertido en el Alfa femenino y por lo tanto, le pertenecía. Pero su belleza, su audacia, su vida fuera de la Comunidad… Cuando la llevara de regreso a Darkfrith no sería más extraordinaria que el sol elevándose en la noche. Todos los hombres del Condado la sentirían, la desearían. Parrish Grady había sido un comienzo inapropiado para los desafíos a los que se tendría que enfrentar. En Darkfrith, habría un gran número de hombres exaltados que estarían en su contra si Clarissa era el premio.

Los drakones no cortejaban ni se casaban como lo hacían los Otros; la danza era más primitiva; el resultado, más firme. Guiados por el instinto así como también por la pasión, cuando se elegía pareja, era para toda la vida. Los jóvenes amantes tenían un permiso que los esposos y las esposas no compartían; cualquier intento de dañar un matrimonio del Condado era considerado una ofensa mortal. Una vez que se llevaran a Clarissa, se la llevarían para siempre.

Estaba haciendo lo correcto al haber comenzado allí, esa noche, a mostrarles lo que debía ser. Él era un Alfa. Y ella le pertenecía. Lo sentía así hasta la médula.

Christoff salió de la mansión solo, inhalando el húmedo y oscuro aire, el hedor a caballos, a alcantarillas y al néctar dulzón del jazmín que bordeaba el sendero de piedras. Se apartó del brillo que daba el farol que estaba cerca, hizo una pausa y cerró los ojos, concentrándose, afinando los sentidos.

El animal en su interior, siempre cerca de su piel, despertó al instante: ojos brillantes, rapaces, dientes y garras filosas en su corazón. Sentía que un hambre oscuro resurgía, centellante en su sangre, y le daba la bienvenida al poder que lo inundaba.

Clarissa.

Sólo él tenía la fuerza para esto. Sólo él la conocía de ese modo, tenía su impronta en él, desde el primer minuto que pasaron juntos en el museo, tan cerca.

La recordó. Recordó su rostro, la sensación de su cintura en su brazo. Sus palabras sobre su mejilla.

Kit inhaló profundamente.

Tabaco, restos de algodón chamuscado. Carne asada.

Mendigos desesperados. Ginebra de una taberna. El Támesis.

Ganado, residuos. Sabandijas, perros callejeros. Gente y gente y gente y aglomeración de gente… y luego…

Lilas. Ah, tan distante, intangible, un aroma enterrado en el sofocante Londres. Lilas y ella.

Christoff abrió los ojos para mirar en dirección al viento del oeste, donde estaba ella.

Detrás de él, dentro de Far Perch, el concejo y la guardia esperaban.

La tendría pronto. Todo lo que debía hacer era… respirar.

Era una casa simple, muy engañosa, separada de la calle por una pequeña porción de césped verde y un retoño de manzano silvestre en una maceta de madera junto a la puerta. Miró el retoño y la puerta durante un instante desde su escondite en el callejón al otro lado de la calle, mientras dejaba pasar los caballos de alquiler con sus tambaleantes y tintineantes faroles. Examinó a los jinetes solitarios en jacas, y a las criadas con canastas en sus brazos que corrían a sus hogares a través de la noche para evitar que les cerraran las puertas en las narices.

Ninguna criatura miró hacia donde se encontraba él, ni siquiera el jadeante terrier con correa que corría detrás de un lacayo aburrido. Kit sabía cómo fusionarse con las sombras, resultaba tan sigiloso como cualquier bandido; era un cazador, el mejor de su clase. Y ese era el hogar de Clarissa, estaba seguro de eso.

El ratoncito de campo se había escapado a la ciudad.

Había una lámpara encendida en el pasillo de entrada; podía ver su oscura vida a través de las cortinas de la sala.

Podía oler el pálido y oleoso aroma del humo. Sin embargo, no había ni un rayo de luz que se pudiera ver desde la puerta, ni siquiera un atisbo de luz. Y dentro no había movimiento. Ni sombras humanas reflejadas por la luz. No se oían pisadas ni voces.

Kit se inclinó y apoyó un hombro contra la pared de ladrillos de la casa que lo mantenía oculto, y pensó que quizás no estuviese allí. Aunque quizás fuera una artimaña, un sutil e ingenioso artificio para que dejaran de perseguirla…

Pero no. Si no lo hubiera sabido por el perfume —casi embriagador allí, delicadas flores la envolvían— entonces, la falta de luz a través de las grietas y juntas la hubiera traicionado fácilmente, aunque hay que admitir que no sería fácil para un ojo inexperto. Ella conocía sus debilidades porque conocía a los miembros de la Comunidad. Sin embargo, todavía quizás su ratoncito de ciudad no era tan meticuloso como creía…

Era una noche muy oscura, pero no tanto como para eliminar todos los riesgos. En general, nunca se hubiera arriesgado tan abiertamente, pero no podía tan sólo acercarse a la casa y golpear a la puerta.

Kit se deslizó hacia las profundas sombras del callejón, se despojó de sus vestiduras y se convirtió.

Era un don de los drakones mantener esa forma, disolver el ser humano y dejar que la bestia comenzara a surgir. Él era transparente, ascendía, humo que se elevaba y se deslizaba con prisa alrededor de la casa, buscando, buscando (todo lo que necesitaba era una pequeña grieta, un agujero olvidado)…

Sin embargo, no había ninguno. Recorrió la casa dos veces, buscando velozmente todo cuanto pudo para evitar que lo descubrieran, pero ella lo había vencido allí también. La chimenea, los ladrillos rojos, las bisagras de color crema de las ventanas, todo estaba herméticamente sellado. Tuvo que darse por vencido, retomar su forma en ese húmedo callejón al otro lado de la calle y permanecer allí, mirando, quebrado entre la frustración y la admiración.

Muy bien. ¿Deseaba convencionalismos? Se los daría.

Al final, el marqués de Langford tuvo que caminar sin rumbo por la calle empedrada y, después de todo, golpear con sus nudillos la puerta.

Sidonie oyó el primer golpe desde la cocina, donde estaba muy ocupada ayudando a Cook a preparar el budín gales para la cena. La señora solía cenar tarde, incluso para las horas londinenses, pero el personal de la casa ya se había acostumbrado al horario. Los tres estaban bien alimentados y bien vestidos. La criada y la cocinera recibían un pago adecuado.

Sidonie había estado en el reformatorio y en las esquinas de Fleet Street antes de que la señora Hilliard la contratara. No era una mujer que tendiera a cuestionar las acciones de su ama viuda.

El golpeteo se oyó nuevamente, con más insistencia.

—Maldito sea este niño… ¿Dónde está? —se quejó Cook, irguiéndose sobre una pila de cebollas y puerros pelados—. Siempre en medio cuando tendría que estar fuera, nunca aquí cuando lo necesitamos… —Llevó su mirada hacia Sidonie—. Ve, antes de que comiencen a quejarse.

Sidonie se limpió las manos con el delantal, le echó una última mirada a la masa y luego, deprisa, salió de la cocina.

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