Zane nunca respondió.
—Me parece que necesito un perro guardián —remarcó Kit mientras escuchaba los pasos que golpeaban levemente sobre los suelos de mármol de la mansión.
—No serviría de mucho. —Hizo una pausa para escuchar, al igual que él, el crujido casi silencioso cuando abrió la ventana de la planta baja—. Tiene un trato único con los animales.
—Apenas sorprendente, supongo. Parece más un animal que otra cosa.
—Una cualidad que seguramente milord reconoce.
Kit sonrió levemente y bajó la mirada hacia la pálida V sobre el pecho de Rué que revelaba la bata.
—Seguramente.
Kit predijo su reacción: dio un paso hacia atrás, se contuvo; después, levantó el mentón. Enloquecedora, atractiva, desafiante y curiosa al mismo tiempo, una contradicción entre gentileza femenina y la astucia secreta de un jefe militar.
Quién robó, mintió y desafió a un puñado de poderosos hombres sólo porque podía, quién confía en perros húmedos y descarría niños con cuchillas. Quién utiliza su privacidad como una capa y besa como si conociera las más oscuras fisuras de su corazón, como si lo conociera a él.
—¿Sabe lo que eres? —indagó Kit—. Tu pequeño perro mestizo.
Rué levantó aún más el mentón.
—Sí.
—Ese es un secreto peligroso, ratoncito. Si el concejo lo descubriera…
—Zane nunca me traicionaría —dijo al instante, a la defensiva.
Kit se quedó en silencio un instante, evaluaba sus pensamientos, evaluaba los riesgos y escenarios y consecuencias.
—Esperemos que no.
Si tuviera que asesinar al muchacho, ella nunca se lo perdonaría.
En ese corto período que había estado despierto, la luz de su alcoba había cambiado, de un apagado oscuro a un peltre que débilmente rozaba la cama, el sillón orejero y la repisa de la chimenea de gris. Podía ver los ojos de Rué con más claridad, el color de sus labios; el verde y enmohecido tejido fino de lana con un entretejido de un azul martín pescador… El sol pronto asomaría.
Kit estaba cansado. Debía de haber dormido alrededor de una hora y lo sentía. Pero más allá de su necesidad por dormir, más allá de la amenaza del muchacho de la calle, la inquietud que le provocaba el diamante, descubrió que lo único que quería era tomar de la mano a Rué y guiarla hacia su cama vacía, sentirla desnuda y hermosa a su lado. ¿Y por qué no? Ella estaba allí, él estaba allí… Las sábanas ya estaban tibias…
Mientras sus pensamientos vagaban hacia la fantasía… (la bata se deslizaba por los hombros, la caricia de su cabello contra su pecho, el calor con aroma a lilas de su cuerpo…), estiró su mano. Como un puño dentro de un guante conocido, sus dedos se entrelazaron y Rué lo permitió, con la mirada distante, distraída.
En la mente de Kit, ambos ya estaban debajo de las sábanas y él ya probaba su piel…
—Es viernes —dijo Rué.
Kit cerró los ojos, no deseaba moverse.
—¿Lo es?
—Y está amaneciendo.
…ella estaba debajo de él, sus manos lo abrazaban, deslizaba su pie hasta su pantorrilla…
—Así que comienzan nuestras dos semanas. Y sé por dónde comenzar.
Kit abrió los ojos.
—¿Alguna vez visitaste el establecimiento de Madame Leveillé? —preguntó Rué.
Era uno de los más infames burdeles de Londres, un lugar tan exclusivo que era una especie de Santo Grial entre el círculo de Cambridge; la mayoría no podía entrar.
A Kit lo habían invitado dos veces.
—No —dijo a secas, lo que le permitió ganarse una sonrisa.
—Yo tampoco. Pero conozco a un conde que lo conoce bastante bien… y a su propietaria —bajó la mirada y contempló las manos entrelazadas; con una reacción tardía, soltó la suya.
—Bien, empezaremos allí.
Capítulo 10
ALQUILARON un carruaje hasta la casa de Leveillé dos caballeros engalanados en encajes que partían en el fresco de media mañana hacia el silencio gris e imponente de Threadneedle. Rué le permitió al marqués pagar el gasto.
Aún era demasiado temprano para lo que se solía ver; las personas que se desplazaban en ese momento por la calle eran empleados bancarios o bien hombres como el que ella fingía ser: la crema de la sangre azul de la sociedad. Se movían de manera perezosa por las aceras que llegaban y partían del lugar.
Ahora ella era el conde. Se sentía más cómoda con esa vestimenta. Era como una segunda piel que le calzaba bien hasta la última puntada. La peluca, el abrigo de terciopelo color azul verdoso, el estoque, los calcetines con costura y el reloj de bolsillo, el anillo de sello de oro que había designado para su dedo. Conocía a esta persona tan bien como a ella misma, a su verdadero yo. Que al marqués le gustara o no, era irrelevante.
No le había permitido entrar a su casa. Él había estado de acuerdo en permanecer fuera hasta que estuviera lista, hasta que los sirvientes estuvieran ocupados y ella pudiera escabullirse otra vez. Y aún entonces, sólo la observó de arriba abajo con ojos color verde pálido, prestó especial atención al estoque en su cadera, sin decir nada. Se marchó y consiguió un coche de alquiler.
Mientras el cochero contaba el cambio, se abrió la puerta pintada de color ciruela de Leveillé. Rué mantenía la cabeza baja y miraba sin mirar mientras un caballero salía de las sombras doradas del interior aceptando de parte del portero sus guantes y su bastón con un cuidado exagerado. Era más joven de lo que normalmente ella encontraba allí; mientras brincaba la escalinata enlodada tambaleó dos veces, su sombrero se ladeó hacia atrás y su chaqueta se desabotonó para revelar un chaleco de un intenso color anaranjado con rayas amarillas. El hedor ardiente a brandy la alcanzó mucho antes de que pasara el mismo caballero. Rué le sonrió a la acera. La casa de Leveillé servía sólo lo mejor.
El aire fresco parecía absorberlo. El hombre se movió con más rapidez hacia el cruce más cercano, donde un Landau negro brillante llegó a buscarlo.
No había ninguna pista sobre la verdadera naturaleza del negocio que tenía lugar detrás de la puerta de Madame, pero de todos modos los carruajes con escudo real tendían a permanecer a una distancia prudente.
Christoff terminó con el coche. Ella escuchó el «¡Arre! ¡Arre!» del cochero mientras los caballos brincaban hacia adelante y el acero de las ruedas rechinaba contra la piedra.
Ella aún esperaba. Sus ojos miraban hacia abajo y de esta manera tenía la excelente posibilidad de ver una parte del zapato izquierdo de Christoff: el cuero fino y veteado brillaba hasta resplandecer, la hebilla de plata maciza con incrustaciones de topacio que se venderían por más de lo que ganaría una camarera en diez años.
Podría vivir durante tres meses con esa hebilla. La casa, los sirvientes, la comida, el carbón y el transporte: tres meses. Y apostaría a que él apenas lo había notado pegado en la correa de su zapato.
Rué habló en voz baja, levantando la mirada hacia él.
—A partir de este instante, soy el conde du Lalonde, un aristócrata con propiedades en Corréze e ingresos suficientes para derrochar como me plazca. Juego, bebo y disfruto de las mujeres.
El rostro de él mantenía una especial solemnidad tensa, una expresión que podría haber ocultado melancolía o diversión o cualquier cosa en el medio.
—Es imprescindible que no olvides nada de esto mientras estemos aquí. No me llames por mi verdadero nombre. No me trates como a una mujer.
—Intentaré recordarlo, conde.
Diversión. Ella estrechó sus ojos.
—Si no vas a tomarlo con seriedad, bien podrías marcharte ahora.
—No sin ti.
—Entonces, al menos, sé útil. Si me miras de esa manera mientras estamos ahí dentro, la gente se preguntará por qué estamos dándole la lata a las putas.
La mirada de él se oscureció, su boca se convirtió en una línea. Lo había ofendido. Bien. La había observado toda la mañana mientras creía que no podía verlo, sus rasgos despertaron, sus ojos eran feroces… como si fuera a comérsela, como si fuera a devorarla. Sin embargo, debajo de esa mirada había algo aún peor. Debajo había algo que destellaba y se prendía en el pecho de ella, ternura, reconocimiento y un disperso dolor vacío que parecía penetrar en su propio ser.
Esto hizo que su estómago vibrara y su corazón se estrechara. La hizo volver a deslizarse en el recuerdo de sus besos, de su sabor, detenidos como la miel del otoño en sus labios.
«…deseo oírte pronunciar mi nombre con tu boca cuando esté dentro de ti…».
Era mejor tenerlo enfadado. De esta forma podía desterrar esos recuerdos.
Rué se quitó el sombrero y acomodó los rizos azul plata sobre sus hombros.
—No te presentaré. Sólo quédate conmigo e intenta parecer…
—¿Sí?
—Menos adusto. Estás aquí por placer, Lord Langford.
Los labios de él se curvaron en esa sonrisa desnuda y familiar; lucía tan cordial como un lobo en una jaula.
—Tres bien. —Se dio la vuelta para seguir el camino que subía las escaleras.
El mayordomo y todos los conserjes conocían al conde du Lalonde. No había ido con frecuencia, sin embargo a ellos se les pagaba para recordar los rostros, así como lo hacían con las capas y los bastones; la recibieron con reverencias formales, el marqués estaba justo detrás de ella. Los acompañaron a una sala de estar al frente de la mansión y con toda amabilidad, los dejaron solos.
—Qué clásico —dijo Christoff levantando una estatuilla pintada de un ciervo y una liebre que se encontraba en un secretaire. Su mirada recorrió la alcoba.—Esperaba terciopelo en las paredes y un narguile, al menos.
—Siento decepcionarte. —Ella se puso de pie junto al sofá color rosa satinado con una mano sobre su estoque, mirándolo malhumorado contra la ventana. Se debilitaba contra
los cristales, un hombre sombrío que rondaba entre las cortinas de gasa y un friso de yeso de fleur-de-lis y hiedra. Un florero dorado coronado de grandes tulipanes color crema en el rincón. Agitó su perfume al pasar.
—¿Tu fugitivo es cliente habitual de aquí?
—Tal vez. Sabrá de esto de cualquier manera. No obstante vinimos a ver a otra persona.
Kit le dio un golpecito con un dedo a un tulipán, haciendo que los pétalos y el tallo temblaran.
—Se mueve en círculos enrarecidos, Monsieur le Comte.
—Cuando debo hacerlo.
Una nueva serie de puertas se abrió; conducían hacia el interior de la mansión. Una mujer entró al cuarto avanzando hacia Rué con las manos extendidas. Bien podría haber llegado directamente de una noche en la corte, con su remilgado vestido de seda que brillaba con hilos en bronce, con ópalos blanquecinos en la garganta, orejas y muñecas. Sin embargo su cabello, que era profundamente pelirrojo y estaba completamente desatado, flotaba detrás de ella en rizos ondulados.
—Conde du Lalonde —saludó Mim con su voz más culta. Rué aceptó ambas manos, haciendo reverencia sobre ellas
—Cherie.
Mim se dio la vuelta hacia Christoff. Por un instante Rué notó cierta expresión en la apariencia cuidadosa de la otra mujer, el más leve destello de emoción detrás de los ojos gris claro. Sin embargo cuando habló, lo hizo con su experto tono habitual.
—¡Y veo que has traído a un amigo! Bienvenido, milord
El marqués de Langford inclinó la cabeza sin sonreír pero al menos con un matiz menor del aspecto lobuno que tenía antes. No parecía estar totalmente impávido ante los encantos pintados de Mim, dejó caer su mano sobre la de ella ni demasiado rápido ni demasiado lento. Miró a la cortesana con lo que a Rué le pareció que era algo más potente que mera curiosidad. Sintió una ráfaga de enfado, y con rapidez la aplacó.
No le importaba quién le gustaba. Mim era hermosa no importaba.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Mim trasladando la sonrisa de vuelta a Rué—. Venga, milord. Por favor, ambos, entren.
Rué le ofreció el brazo. Mim lo aceptó con un tacto tan frío y ligero como el aire. Juntas ingresaron al salón que comunicaba con la sala; Christoff caminaba detrás.
Esperaba encontrar terciopelo y narguiles; bien, ahora tenía una muestra más próxima a eso. Más allá de la ostentosa sala de estar, la casa de Leveillé se transformó en una criatura más exótica, ya que las ventanas desaparecieron y la única iluminación vertía de candelabros de vidrio esmerilado en sombras de rubí, perla y oro. El techo no estaba cubierto de terciopelo sino de un rígido fustán; los cuadros en la pared mostraban momentos pálidos de hombres y mujeres fornicando en medio de harenes misteriosamente suntuosos o alcobas de palacios.