El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Quizás era una entrega; tendría que guiarlos hacia la parte de atrás de la casa. Quizás era Zane que se había olvidado la llave… ¡una vez más! Él también debía usar la puerta trasera, pero muy pocas veces lo hacía. O quizás era el refinado joven Thomas Fitzhugh con sus ojos brillantes y su mirada penetrante que venía de la fábrica de hielo… aunque era demasiado tarde para el hielo…

Tan pronto sus pies tocaron el suelo de madera del vestíbulo, el golpeteo cesó, pero Sidonie siguió hasta la puerta de todos modos, estirando su falda, quitándose un mechón de cabello rojizo de la mejilla mientras abría la pesada puerta de metal.

Su cabello volvió sobre su mejilla una vez más en mechones que le hicieron cosquillas al sobresalir de su cofia cuando el viento de la noche extrajo el aire caliente detrás de ella.

No era Zane, ni Thomas. Era un aristócrata. Lo observo, con el escaso brillo de la lámpara que caía con calidez sobre sus facciones, llevaba los guantes en sus manos, sin sombrero, de pie informalmente en las escaleras delante de ella. Aunque estaba un escalón más abajo, era más alto que ella, vestía un sobretodo color bermejo hecho a medida y brillantes botas marrones, había un bolso de cuero a sus pies. El cabello suelto pasaba sus hombros, y era espesamente rubio —largo e inmaculado, como si fuera un gitano o un pirata— pero no se equivocaba con respecto a su aire aristocrático, ni en el corte del sobretodo.

Era el hombre más atractivo que había visto en su vida.

El señor la miraba de reojo con sus cristalinos ojos verdes, luego le brindó una sonrisa simple y ligera. Una sombra de barba de color cobre brillaba en la línea de su mandíbula, dándole mal aspecto.

Sidonie sintió que el corazón se le derretía.

—¿Se encuentra la señora? —preguntó, suave como el chocolate.

—Yo… —el viento sopló de nuevo, enfriando sus mejillas y Sidonie parpadeó— No, señor. Milord.

—¿No? —había un dejo de distracción en su tono de voz, pero fue bastante dulce, como si entre ambos compartieran un increíble secreto.

—Perdón, señor. —Hizo una pequeña reverencia—.Salió.

La mirada de él fue más allá de Sidonie, hacia el oscuro pasillo; luego, volvió a ella. Su bella sonrisa nunca se desvaneció.

—¿La señorita Hawthorne volverá pronto?

—Ah… ah, señor —dijo Sidonie, ahora aturdida—. ¿La señorita Hawthorne? Esta es la residencia de la señora

Hilliard.

Sin embargo, en lugar del desconcierto que ella esperaba, la sonrisa del señor se hizo más profunda.

—Entiendo. Bueno, quizás usted pueda aceptar mi tarjeta de todos modos.

Y con gracia y rapidez la sacó de ningún lugar y quedó entre dos de sus dedos.

—Por supuesto, milord.

—Gracias. Buenas noches.

—Buenas noches, señor.

Sidonie tuvo que hacer un gran esfuerzo para cerrar la pesada puerta otra vez, y con la distracción del viento y la sonrisa final y de soslayo del señor, nunca se dio cuenta de que una segunda tarjeta se deslizó entre el pestillo de la puerta y el marco justo cuando la cerró.

La mirada de Kit permaneció sobre el pequeño manzano silvestre, lleno de lustrosos frutos colorados, mientras los pasos de la criada se desvanecieron. Luego empujó con su mano la puerta, la abrió, guardó la tarjeta en su chaqueta, levantó su bolso y, en silencio, entró en la casa.

Faltaba todavía una hora para que amaneciera antes de que se dispusiese a entrar en la casa, caminaba sola por las calles casi vacías, cabizbaja y con el dobladillo de la falda del vestido de criada sucio. Era imposible encontrar un coche casi al amanecer.

Había permanecido en la capilla abandonada todo lo que pudo soportar, encogida en el único banco que no hacía juego con el lugar. Había ratas en los muros que no dejaban de rascarse cerca de su cabeza. Cada vez que giraba la cabeza parecían agitarse, gritando y rascándose en el viejo yeso.

La sacristía estaba helada y era poco confortable y con desesperación ansiaba la seguridad de su cama. Soportó todo lo que pudo. Colocó las piernas debajo de ella y clavó sus dedos en la madera carcomida. Intentó no quedarse dormida porque en sus pesadillas todo el tiempo la atrapaban, una y otra vez, rodeada de los drakones, clavada en la tierra, asfixiada por ellos, sin poder gritar…

Un amanecer gris y natural la rodeaba; una suave y húmeda niebla se arrastraba a lo largo de las veredas. Rué observó cómo sus pies pisoteaban la niebla, cómo se abría y formaba remolinos y se le acercaba a los zapatos una vez más. Su paso era firme, sus manos entrelazadas. No era nadie en especial, sólo una criada con un encargo, moviéndose con rapidez y modestia, cabizbaja, pero sus oídos, su corazón y su garganta y todo el resto de su ser temblaba con atención y fatiga.

Los primeros vendedores ambulantes de pescado comenzaban a aparecer, llevando sus pesados canastos. Las lecheras caminaban, aún adormecidas, a través de la niebla; los carniceros con delantales manchados; las lavanderas. Un par de jóvenes limpiabotas que discutían sobre un juego de dados apartaron de un codazo a Rué para no perder ni una palabra de su discusión.

Y eran sólo personas. Ninguno era uno de Ellos.

En la esquina de Bloomsbury hizo una pausa. Se detuvo en la puerta de la verdulería. Se inclinó sobre un cantero de pensamientos como si fuera a quitarse una piedrilla del zapato. Cuando levantó la mirada y observó a su alrededor, no había ni una sola persona mirándola, ni siquiera el verdulero que estaba armando el puesto en la plomiza luz.

Bien, al diablo con todo esto. Rué levantó el mentón.

Ya se sentía segura otra vez. Había estado en situaciones peores que esa antes y siempre había salido adelante. Había sido cuidadosa, había sido habilidosa y después de nueve increíbles años todavía era libre, a pesar de todas las reglas y amenazas del Condado.

Era libre. Y tenía intención de continuar así.

Kit Langford probablemente ya estaba casado, en todo caso. Los periódicos no lo sabían todo cuando se trataba de Darkfrith.

Era incluso demasiado temprano para que Sidonie estuviera despierta; Rué apreciaba las altas horas de la noche y también lo hacía su personal. No era raro que se perdiera toda la noche por ahí. La esperarían con la cena hasta las doce, luego la guardarían para el almuerzo del día siguiente. Sin el sol asomando en el horizonte, todos estarían aún en la cama.

Rué entró en su casa dando una última y enérgica mirada sobre su hombro, pero Jassamine Lane yacía completamente quieta en la niebla. Ni siquiera el policía estaba haciendo su ronda, sólo un par de palomas negras la observaban con cautela posadas sobre un poste indicador.

El pasillo estaba oscuro. Tal como debía ser.

El correo estaba sobre la bandeja de plata junto a la puerta, una pila de tarjetas y cartas, todo indica-dores de una vida de lo más común. Pasó sin casi mirarlos, lo haría más tarde. Después de dormir.

Desde las escaleras, oyó un sonido débil. Se detuvo de golpe, su corazón latía con fuerza… pero era sólo Zane, que daba vueltas en la cama mientras soñaba, pronunciaba palabras ininteligibles que se perdían en su almohada.

Él no sabía que hablaba dormido. Quizás algún día se lo diría.

Lo primero que se quitó fueron los zapatos, muy húmedos, y luego la cofia. Dejó los zapatos para la criada, estrujó la cofia en la mano mientras subía los escalones de madera hacia la alcoba principal.

Había una lámpara encendida junto a la palangana que se encontraba en la mesilla de noche, su llama azulada se desvanecía en la creciente luz.

Soltó la cofia sobre la silla que estaba junto al guardarropa, se quitó las horquillas del cabello y lo peinó con los dedos, suspirando. Estaba exhausta. Qué noche horrenda.

El agua de la palangana estaba helada; se sentó en el costado de la cama y se pasó un paño por el rostro para lavarlo, inspirando profundamente. Luego, se dejó caer sobre la cama con el paño sobre los ojos, un arroyo de pequeñas gotas frías se deslizaban por su cuello hasta llegar al cobertor. Era una sensación maravillosa.

Ella no abandonaría la casa; nunca la encontrarían allí. Dormiría durante días… semanas… Pero no quería quedarse dormida de ese modo. Se volvió a levantar con otro suspiro. El vestido de criada era totalmente sencillo, unos lazos lisos, unos pocos ganchos. No necesitaba ayuda para desatar el corsé y luego el miriñaque y la falda; se quitó todo y lo dejó sobre la alfombra. El vestido yacía allí, de un marrón esfumado y un blanco sucio, filtrando suavemente aire entre los pliegues. Se sintió libre, y lo pateó hacia un rincón.

Se lo daría a Sidonie… no, lo daría en caridad. No quería volver a verlo.

***

Con el corsé y la enagua fue hacia el tocador y abrió el cajón superior en busca de su capa de noche…y en cambio, encontró el vestido que había abandonado en el museo el día anterior, de un color verde como el mar y un exquisito lazo.

Rué contempló los colores que estaban sobre sus manos y su mente de pronto quedó horriblemente en blanco.

—Perdóname —dijo una voz suave detrás de ella—.Quizás tendría que haberme anunciado antes.

Capítulo 5

CLARISSA HAWTHORNE se volvió con violencia hacia la ventana que estaba detrás de ella —una ventana que Christoff sabía que estaba cerrada— y cogió de entre los pliegues de la cortina, una espada de un tamaño importante: los filosos bordes reflejaban la luz con un brillo largo y siniestro. La levantó con facilidad con el brazo flexionado y los ojos de gato posados en Kit, mientras él salía de su refugio detrás de la cama con dosel y se dirigía hacia el centro de la tranquila habitación.

En enagua y calcetines, era todavía hermosamente inalcanzable; su cabello rizado color castaño se deslizaba sobre uno de sus hombros. Su piel pálida como la roca.

—Creí que lo querrías de vuelta —dijo, mientras señalaba el vestido color verdoso, que estaba apoyado donde lo había dejado ella, en un abanico ondulado en el cajón del tocador.

—¡Ah! —Una de sus elegantes cejas se arqueó—. ¿Y mis zapatos?

Kit hizo un gesto hacia el guardarropa.

—Muchas gracias. —Balanceó la espada delante de él, un haz luminoso de plata rasgó el aire con un murmullo mortal. Kit la esquivó y giró, empujando la silla que se encontraba entre ambos. El acero tajó los almohadones.

—Lamento lo de tu peluca. Se perdió en medio del alboroto.

Levantó nuevamente la espada que se balanceó en su mano; la mirada de Rué nunca se despegó de Kit.

—Está bien. Tengo otras. —Y ella se lanzó nuevamente sobre él.

Kit retrocedió con un brinco.

—Tu cabello natural es más hermoso.

—Eres muy amable.

—De nada.

Comenzaron a girar en círculo alrededor de la habitación. Kit tenía las manos sueltas al costado del cuerpo; Clarissa lo seguía, enmarcada por la tenue luz.

—Eres muy buena con la espada.

—Lo sé.

—¿Maestro francés?

—Italiano.

Rué se abalanzó y le traspasó el brazo; una sombra colorada comenzó a florecer en su manga de hilo. Con la siguiente inhalación, la punta de la espada estuvo en el pecho de Kit.

Permaneció inmóvil con la mano izquierda extendida y el cabello ahora hacia un costado, el cuerpo tenso, en línea con la posición de esgrima… El extremo de la espada le provocó una punzada sobre el pecho de Kit.

—Estoy desarmado —dijo lisamente.

—Qué poca visión de tu parte. Quizás, milord, no tendría que entrar en casas a las que no ha sido invitado.

Kit sonrió.

—Dejé mi tarjeta.

Los ojos de Rué se estrecharon un poco; el filo de la espada se clavó un poco más en su piel.

—¿Por qué viniste?

—Ratoncito… ¿por qué crees que lo hice?

—Quizás seas un ladrón —dijo reflexionando—. Quizás seas, de hecho, el infame Ladrón de Humo, Lord Langford. Sólo puedo imaginarme lo que diría la prensa sobre tu captura.

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