El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Los pasos volvieron a resonar por la casa, primero a lo lejos y después, más cerca. Rué habló con mayor rapidez.

—Escucha. Ve ahora al depósito, ve a ver lo que hicieron con Langford. Si está encerrado en su celda, déjalo en libertad. ¿Me entiendes?

—Sí.

—Y luego desaparece un tiempo. Cuando sea seguro regresar aquí, lo sabrás.

—Sí —aclaró su garganta—. Entiendo.

—¿Cuál es tu nombre?

—Nicholas. Nick.

Ella se inclinó hacia adelante y rozó sus labios contra su mejilla.

—Buena suerte, Nick.

Se convirtió y un momento más tarde lo hizo él, cada uno se elevaba en la lluvia en direcciones opuestas: él enfiló hacia el puerto y ella, hacia el corazón de la ciudad.

No fue a su casa. No tentaría tanto al destino. En cambio, se retiró a uno de sus santuarios, ese campanario de columnas y cordones góticos de una catedral muy activa. El capitel era uno de los más altos de la ciudad. La piedra mostraba su edad. Cuando inspeccionó la trampilla, la única prueba de vida humana que pudo encontrar estaba dos escaleras abajo donde las campanas de la torre repicaban con las cuerdas que caían directo hacia abajo por pisos. Allí arriba, en la oscuridad abierta, las únicas huellas que marcaban con un círculo el balcón de alabastro rosado y gris pertenecían a las palomas. Era muy estrecho y etéreamente bello. Se sentó junto a la gárgola principal y miró las luces de la ciudad.

Pronto amanecería. La tormenta viraba hacia el norte.

Con suerte, Nick habría completado su tarea. Con suerte, Christoff estaría lo suficientemente bien como para comprender lo que había sucedido, lo que aún había que hacer.

Rué envolvió una mano alrededor de la columna acanalada a su lado, se inclinó hacia el viento tanto como pudo con el otro brazo extendido, dejó que las gotas de la lluvia le mojaran la piel y cayeran entre sus dedos abiertos.

Encuéntrame.

Capítulo 17

RUÉ esperó un día entero. Se vistió para una jornada cálida con lo que había en el bolso de recursos que tenía escondido y, después de un tiempo apareció en el piso de abajo, que no era un piso completo sino una pasarela de vigas gigantes de roble que sostenían las campanas gemelas del capitel. Cruzó el laberinto con las faldas levantadas mientras el viento la zarandeaba. Después, se sentó con los pies colgando. Los talones daban golpecitos suaves contra la enorme curva de bronce de la campana que estaba justo debajo de ella.

Observaba que el cielo cambiaba de color. Veía que las nubes comenzaban a diluirse y a aligerarse; todas nubes verdaderas, ni una pista de un drakon escabullándose entre ellas. Sin embargo, estarían allí afuera, en algún lugar. Ahora la buscarían hasta los confines de la tierra.

La mañana iluminó el día. El día maduró hasta llegar la tarde. Cuando sonaban las campanas, Rué volvía a huir hasta la cima de la torre con los dedos en los oídos. Las notas que retumbaban daban vueltas en ella, a través de su cuerpo y le hacían vibrar los huesos.

Maitines, prima hora. Misa de 9. Misa de 12.

Ahora el cielo era casi todo azul. Rápidas nubes blancas e hilos plumosos y grises que provenían de innumerables chimeneas de las casas y fábricas que estaban debajo se curvaban de costado por el viento.

No obstante, la pasarela estaba bien protegida, por lo que intentó quedarse allí. De vez en cuando, una ráfaga de aire fresco y sombrío corría hacia arriba a través del capitel, le movía el cabello y hacía que los mechones volaran hasta sus ojos. Las cuerdas de la campana se balanceaban en el lugar como largas serpientes onduladas.

Ella observaba inclinada sobre su regazo para poder ver lo más lejos posible en el vacío que había debajo. De pronto, un pequeño ruido llegó por encima de su cabeza, casi imperceptible. Rué se incorporó y miró hacia la trampilla. Se abrió en una grieta brillante y luego en una repentina silueta resplandeciente. Se llevó una mano al rostro para protegerse los ojos cuando el contorno de un hombre tapó la luz.

El cabello dorado que se sacudía atrapó el sol en una aureola más radiante que la bendición de un ángel. Extendió un brazo hasta ella, la tomó de la mano y la levantó directamente hasta el pequeño balcón circular. Rué se encontró con los pies sobre los charcos tiznados y la piedra.

Christoff no la saludó. No dijo nada. Sólo llevó sus manos hasta el rostro de ella y la besó con firmeza, abierto y profundo. No hubo nada preliminar: sus dedos en el cabello de ella, la boca sobre la suya, el cuerpo como una presión sólida contra su pecho y sus caderas, la empujó contra una columna mientras emitía un sonido imperioso en la garganta. La besó como si en verdad ya hubiera penetrado en ella, como si estuvieran desnudos y entrelazados en la cima de ese capitel alto y ventilado, con el cielo, la piedra rosada y la tranquilidad a su alrededor.

El corazón de ella dio un salto. Su sangre comenzó a bombear a una velocidad oscura y ansiosa.

Ella le interrumpió. Se distanció de él y se puso los dedos contra los labios. Deseaba disimular la traición de su respiración irregular. La dejó ir sin protestar y bajó las manos. Su cabello se levantó como una cortina entre ellos. Los extremos daban latigazos y coqueteaban sobre el estómago de Kit.

—Estás mejor —dijo ella, y por dentro se maldijo por estar tan aturdida.

—Mejor. —Inclinó la cabeza—. Puedo convertirme y volar. Ya no caigo cuando intento ponerme de pie. Ya no me siento como si el mismísimo sol explotara en mi cabeza. Gracias a ti. —Su voz se tornó cálida—. Me salvaste la vida, ratoncito inteligente.

Su mirada cayó.

—Atribúyeselo al diamante, no a mí.

—Fue idea tuya traer la piedra hasta mí.

—Una corazonada con suerte. También podrías haber muerto fácilmente.

Cambió de sitio y se colocó en un ángulo alejado de ella como para abarcar una vista mayor.

—Pero no ocurrió. El diamante fue mi guía pero tú fuiste mi ancla.

Con el rabillo del ojo, Rué vio que torcía la cabeza.

—Tú me mantuviste allí, Rué. Tú me mantuviste vivo.

No contestó; apartó la mirada y bajó el rostro. Kit permaneció inmóvil, sopesó los indicios del humor de ella: su comportamiento tímido, su boca quieta, sus manos metidas debajo del delantal. No parecía del todo contenta de verlo. Había aceptado su beso pero no lo había devuelto; con claridad, había elegido un lugar en el que él pudiera encontrarla, el viento llevaba su perfume con un murmullo de invitación. Sin embargo, se mantenía distante, sus faldas y su cabello bailaban con alegría como si pertenecieran a una joven despreocupada y no a esa mujer solemne y cautivadora que no podía mantenerle la mirada.

Deseaba llegar hasta ella y presionarla contra él. Deseaba fundir esa nueva resistencia y para eso, tenía que concentrarse con intensidad para mantenerse tranquilo y alejado.

Era todo lo que había soñado, desde el mismo momento en el que pudo volver a pensar. Desde que despertó en la celda del depósito, la voz cautelosa al otro lado de la puerta que le ofrecía ayuda. Desde que regresó a Far Perch, confrontó al drakon que allí se encontraba, el alboroto, las acusaciones y las explicaciones, las disculpas apresuradas de un concejo muy aprensivo. Durante todo lo ocurrido, su sangre había bombeado Rué, Rué, Rué, tan fuerte por sus venas que se asombraba de que nadie lo hubiera escuchado excepto él. Lo había llevado hasta el tope de sus límites; allí se encontraba equilibrado, peligroso, en aquel borde alto y filoso, cuando entró dando zancadas al estudio de su padre, conmocionó a los miembros de su Comunidad en un silencio en el que sólo se oía el rechinar de las sillas. Recordaba con exactitud lo que le habían hecho a ella. Recordaba con precisión el sonido de la barra que se deslizaba después de que a ella la sacaran a rastras de la celda. Había visto a Parrish Grady de pie henchido de jactancia, sermoneando a Christoff sobre la discreción detrás del escritorio de su padre, su escritorio, e imaginaba que le rompía el cuello al hombre con una claridad gráfica y perfecta. Imaginaba el torrente color carmesí que borboteaba sobre su pañuelo de cuello. El olor a óxido. Los sonidos húmedos y jadeantes de su muerte sobre la alfombrilla azul y beige.

El sermón de Grady terminó en una nota temblorosa, como si se hubiera quedado sin aire literalmente. Se miraron el uno al otro y el hombre se puso del color de la avena hervida. Christoff había hecho que el momento perdurara un poco más. Luego, sugirió con absoluta cortesía que el señor Grady se marchara de Far Perch. De inmediato.

George había aparecido, y Rufus. Ninguno de ellos sabía dónde o cómo encontrar a Rué. Ninguno de ellos tenía pistas, excepto él.

La brisa susurraba por las columnas del campanario, más cálida de lo que se esperaba para un día fresco y despejado de primavera. Rué cogió su cabello que volaba con una mano, lo retorció en una cuerda en su muñeca. Bajo la mirada atenta de él, sus mejillas comenzaron a teñirse.

—¿Le devolviste Herte al concejo? —preguntó aún sin levantar la mirada.

—Sí.

—Parrish Grady se debe haber sentido aliviado.

—Parrish Grady no tuvo la oportunidad de estar de ningún otro modo más que agradecido por su maldito pellejo. Le entregué el diamante a George Winston y le dije a Grady que se fuera a casa antes de que perdiera mi buen humor y decidiera desmembrarlo como a un pavo de Navidad. Me tomó la palabra.

Kit decidió romper el hielo; fue hacia ella, le levantó el mentón con los dedos y capturó su mirada.

—Te quiere a ti, lo sabes. Te ha querido desde el primer minuto en que te vio. Me di cuenta.

—¿Qué hay de Nicholas?

—Ah, sí, tu amigo el escribiente —dijo mientras la soltaba; su pulso era un colibrí en el dorso de su mano, veloz, cálido y enérgico—. Como su ayuda fue decisiva en tu liberación, y en la mía, apenas pude devolverle el favor amenazando con destriparlo, sin importar lo sensible de corazón que se volvió simplemente al decir tu nombre. Se me hará tedioso después de un tiempo amenazar a la mitad de la población del Condado sólo porque se enamoran de ti. Le agradecí su ayuda y lo designé escolta de Grady. Dos pájaros de un tiro. Alejé a tus pretendientes uno por uno.

Ella no sonrió como él hubiera esperado. Sólo lo miró con ojos marrones de terciopelo y pesadas pestañas negras. Tocó los moretones de su mejilla.

—¿Yo te hice esto, o fueron ellos?

—Ambos, creo. No tengo un espejo; no sé lo mal que deben de estar ahora. Tengo una idea de cómo lucían antes.

Lo lamento. Deseaba decirlo, pero parecía una frase demasiado inadecuada en comparación con lo que en verdad sentía. Lo lamento, nunca quise herirte; me desangro cada vez que te veo; te amo tanto. Pero sea lo que fuera que la mantenía tan parca también rechazaba incluso esa primera frase simple. Parecía inflexible y distante mientras miraba hacia fuera, a los tejados, incluso con ese rubor encantador. Él retrocedió un paso para cederle lugar otra vez, echó un vistazo alrededor del capitel angosto.

—Bellas gárgolas.

—Sí. Bienvenido a mi… ¿Cómo lo llamaste antes? Recurso de emergencia.

—Muy acogedor.

Rué se cruzó de brazos. El movimiento llevó la atención de él al escote de su corsé, al recatado pañuelo blanco que se doblaba por sus hombros y se plegaba sobre su pecho. El vestido era de color gris perla y sin adornos; el pañuelo combinaba con el delantal y se extendía sobre las faldas. Estaba seguro —razonablemente seguro— de que era el vestido de una lechera. Kit debía presionar sus labios para evitar sonreír.

—Te ofrecería té, pero me temo que el servicio aquí lamentablemente escasea —le dijo.

La sonrisa llegó de todos modos; él pasó un dedo por la gravilla que había en la verja.

—Tal vez deberías despedir a tu criada.

—Es verdad. Es tan difícil encontrar una ayuda honesta hoy en día.

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