El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

En ese momento, el conde lo miró.

—¿Cree que es una tontería, milord?

—¿Qué? ¿Un hombre convertido en humo? Un ladrón, sí, tiene razón ahí. Pero el resto es charlatanería. Que camina por las paredes, que se esfuma en el aire… ¡Por Dios! ¡Contrataría al sujeto yo mismo si fuera verdad! ¡Qué me consiga la fortuna de mi padre! —rió entre dientes mientras bebía el oporto—. No… Recuerde mis palabras: el sujeto es un simple ladrón. Probablemente incluso un sirviente. Un criado, de esa clase de personas.

—Probablemente —dijo el conde.

La duquesa había recorrido medio salón rodeada de pretendientes, acercándose lentamente a la entrada principal. Por detrás del abanico, le envió al conde otra persistente mirada.

—Creo que esa es su entrada, amigo. —El caballero hizo remolinos con su bebida—. Es descortés hacer esperar a una dama.

***

Después de todo, aquella noche, Letty no pudo tener su cita amorosa con el conde. El conde se las había ingeniado para desaparecer después del último postre y a pesar de su discreto interrogatorio, nadie sabía cuándo o adonde se había ido. De lo más exasperante. Pero era tan sólo un fallo en una noche perfecta y, en general, ella se sentía muy complacida.

Ambrose roncaba en su alcoba, junto a la suya. Las paredes temblaban con el ronquido.

Despidió a la criada, cuyos somnolientos bostezos comenzaron a sobrepasar los de Letty. Sacudió sus cabellos y se hundió en la opulencia del lecho. Después de un instante, se volvió a levantar, se dirigió hacia ambas puertas y las cerró.

Ambrose podía levantarse con cualquier idea molesta en medio de la noche. Ella necesitaba descansar.

***

La tranquilidad descendió sobre la mansión del duque y la duquesa de Monfield, sólo interrumpida por los profundos y ruidosos ronquidos que surgían de vez en cuando de las alcobas principales. Los refinados invitados de la duquesa ya se habían retirado y, cuando el reloj estilo Reina Ana marcó las dos y cuarto en el salón principal, hasta los criados de menor rango se encontraban al fin en la cama.

Fue sólo en ese instante, en las profundidades más oscura del cuarto de blancos cuando un par de brillantes ojos dorados parpadearon.

La puerta de la habitación no hizo ruido en las bisagras. De la oscuridad, apareció el conde de Lalonde, sin su peluca ni sus adornados zapatos de tacón. Se movía sobre sus pies sin calcetines, en completo silencio, sólo lo delataban el brillo de su chaleco y el extraño destello en sus ojos.

Desde un rincón del zócalo, un par de ratones lo observaban, paralizados, luego se escabulleron a toda velocidad en otra dirección.

Los pisos de arce encerados reflejaban la luz de la luna sobre el conde; la sombra se deslizaba y se tensaba mientras pasaba una ventana tras otra. Había tomado la precaución de memorizar la disposición de la mansión, pero en realidad, no necesitaba hacer gran esfuerzo para ubicar la alcoba de la duquesa. La empalagosa fragancia de su perfume prácticamente lo guiaba.

En la puerta, hizo una pausa y probó el picaporte lentamente. Cerrado. Sus labios esbozaron aquella sonrisa leve y divertida que Letty hubiera reconocido al instante.

El agujero de la cerradura estaba vacío. El conde espió para estar totalmente seguro, luego, retrocedió hacia el salón.

Comenzó a quitarse sus prendas de vestir, una por una.

Cabello largo y oscuro, torso delgado, pechos redondos y piel de marfil: el conde era una mujer.

Se oyó un fuerte resoplido. La mujer dejó de doblar los pantalones, en alerta, pero después de un instante, el duque continuó con su acostumbrado gorgojeo de ronquidos.

Con gran cuidado, acomodó la pila con sus prendas de vestir a un costado de la puerta. Retrocedió hasta el agujero de la cerradura e inhaló profundamente.

***

Letty durmió muy bien. Tuvo sólo un sueño y había sido sobre humo y niebla que causaban una helada sensación en su rostro. En un principio, pensó que estaba perdida, pero no era esa clase de niebla. Era suave, apacible. Se movía con tranquilidad a través de ella y cuando llegó al final, la niebla se unía con la figura de una mujer. Una hermosa mujer, conocida, que le sonreía.

—Duerme —le ordenó la mujer, y Letty así lo hizo.

El sol, enhebrado entre nubes, se hundía en el horizonte y enviaba cálidos y perezosos rayos de sol que creaban una dorada capa sobre los árboles y los modestos senderos que conformaban la frontera sur de los jardines de Vauxhall.

Había carruajes tirados por caballos sudados y lacayos fuertemente sujetos; niñas floristas que llevaban sus canastos en un brazo mientras entonaban canciones de damiselas y ramilletes de flores. En un rincón del verde lugar, un grupo de deshollinadores que jugaba alborotadamente con un balón terminó con más de una nariz sangrando; y alguien, en algún lugar cercano, estaba cocinando tartas de carne de cerdo.

—Terrible —dijo una de las jóvenes damas bien vestidas que estaban sentadas en un banco. Acercó el periódico hacia su nariz para revisar el texto en la tenue luz.

La espectacular desaparición de las piedras preciosas de Monfield aparecía en las cinco ediciones vespertinas de los periódicos londinenses.

—Sí que lo es —asintió otra, alisándose los pliegues de la falda—. Ni siquiera mencionan el brazalete. Y es particularmente fino.

La primera mujer bajó el periódico.

—¿Sabes?, eso no es a lo que me refiero, Rué.

—¿No lo es? Oh, entonces supongo que te referías al duelo de medianoche en el cual el valiente duque luchó con el ladrón antes de que el sujeto le asestara un golpe en sus partes inferiores y lo venciera. Eso es impactante, coincido. No puedo imaginar cómo alguien pudo ir más allá del abdomen real y darle una buena paliza.

—Rué-dijo la otra mujer, pero sus ojos grises se contrajeron de la alegría.

—Además, fue mucho después de medianoche. Mis piernas comenzaban a acalambrarse en el diminuto armario.

—Rué.

—¿Si?

—Una dama no debe regocijarse.

Rué abrió el abanico sobre su falda con encaje del color de los damascos en verano.

—No soy una dama, Mim, lo sabes.

—Lo eres. En tu corazón, lo eres. Conozco una gran cantidad de gente que hace lo que tú haces, y derraman sangre para hacerlo. Tú, no. Ni tampoco lo harás.

Rué cerró el abanico una vez más y sonrió.

—Qué romántica resultaste ser. La verdad es que eres mucho más dama que yo.

—¿Yo? —Mim miró alrededor y luego bajó la voz:

—lo so’ una simple muchacha de East End, oh, si lo so’. No me diga que no soy una dama.

—Encantador. Mim de East End. Hasta casi rima.

Mim se incorporó.

—Y Rué de…? ninguna parte, parece.

Rué encontró la mirada de Mim; sus profundos ojos marrones se nivelaron; sus manos con guantes, inmóviles sobre la falda. No era la primera vez que Mim estaba sorprendida por la avasalladora y simple belleza de su compañera, una impostura de pálida piel de porcelana, cejas y pestañas de raso oscuro, y labios siempre del color de las rosas. Usaba polvo y maquillaje, pero Mim nunca había visto a alguien que los necesitara menos; todo en esta mujer que conocía tan sólo como

Rué hablaba de fina elegancia, de exótica feminidad.

Podría haber sido una deslumbrante cortesana. Sin embargo, quizás ahí se encontraba el porqué era tan buena en su trabajo.

—¿No hemos sido amigas durante bastante tiempo? —preguntó Mim.

—¿Somos amigas?

—Socias.

—No tengo un origen, Mim. Estabas en lo cierto.

—Bribona.

Rué miró a lo lejos y hacia arriba, en silencio, observando las nubes que cambiaban su forma más allá del borde de su sombrero.

—Muy bien —dijo Mim con mal humor y haciendo crujir su periódico. Y luego agregó con irritación:

—Lo estás haciendo de nuevo. Siempre me pregunto qué es lo que buscas allí arriba.

—Dragones —dijo Rué con prontitud, y la otra mujer fue sorprendida por la risa.

—Bueno… aquella, de algún modo, parece un… un conejo, creo. Y allí, sobre los árboles, hay una tetera. Quizás es una tetera con chocolate. Eso es todo lo que veo.

—Sí. Eso es todo lo que yo veo también. ¿Vamos? Me gustaría caminar.

Se pusieron de pie, juntaron los periódicos, las sombrillas y los abanicos; el sutil sendero cubierto con grava crujía suavemente debajo de sus pies.

Durante un tiempo, caminaron en silencio, pasaron junto a una pareja de enamorados a la que perseguía una pequeña criada, y luego una pareja de dandis con mirada lasciva, quienes sonrieron e hicieron reverencias bastante pronunciadas.

Rué, notó Mim, se comportaba como una verdadera aristócrata: los ignoraba por completo.

—A propósito, señorita Rué de Ninguna Parte, las damas tampoco examinan las piernas.

—Las damas me parecen terriblemente aburridas.

—Sí. Eso dicen todos.

—Que contenta estoy, entonces —dijo Rué con serenidad—, de no ser una de ellas.

El sendero comenzó a cambiar de dirección, guiándolas por una maraña de niñeras y niños saltarines. Las sombras pasaban con prisa delante de ellas; las sombras de polvo violeta de dos mujeres con amplias faldas, tomadas del brazo.

Mim preguntó.

—Exactamente, ¿qué tiene tan bueno ese brazalete?

—Doce quilates, diecinueve zafiros. De primera categoría.

—Creo que deberé encontrarle una nueva ubicación.

—Creo que sí.

—Pero el conjunto tendrá que ser separado. En especial las piedras preciosas más grandes.

—Lo sé.

El sol se había ocultado por completo, suavizando el cielo, salpicando de oro las azules nubes reales.

—Pobre duquesa —suspiró Mim—. Pero supongo que debe tener más.

—Por supuesto. Y lo digo en serio —agregó Rué mientras aún observaba las nubes—. ¿Quién utiliza una tiara para una velada?

La casa del número 17 de Jassamine Lañe, en Bloomsbury, no era la más imponente ni la menos miserable de la hilera de ladrillos colorados y casas con techos a dos aguas, pero sí una de clase media, confortable como todas las demás. Tenía persianas verdes y las mismas cuatro ventanas angostas al nivel de la calle, como casi todas las residencias de esa manzana. Quizás, la única diferencia notable era la puerta, ya que no estaba hecha de madera sino de acero pintado, de forma tal que encajaba en el marco perfectamente, sin dejar ningún espacio en los bordes.

En verdad, las ventanas estaban rara vez abiertas y las cortinas permanecían corridas, pero eso podía deberse al aire londinense lleno de hollín que cubría con suciedad todo lo que tocaba.

Y era verdad, también, que la señorita de la casa muy pocas veces se dejaba ver, pero se rumoreaba que era mayor, enfermiza, o quizás un poco loca. In Bloomsbury, se hacían infames retratos de los artistas y actores de la ciudad; tal excentricidad casi no se mencionaba.

Aquella misteriosa mujer se acercó a las escaleras del número 17, mientras encendían el último farol a vela de la manzana y asentía con la cabeza al divertido comentario de un minero:

—Buena’ noches, señorita.

La puerta de acero se cerró detrás de ella con suavidad.

Su santuario, su refugio. Rué lo había comprado hacía seis años y había gastado esfuerzo y dinero para cerciorarse de que fuera seguro. Cada abertura podía cerrarse de dos formas, desde las ventanas hasta el agujero de la cerradura y el hueco de la chimenea. Había memorizado el aroma de cada habitación; el crujir de las paredes, escaleras y pisos. Había hecho del lugar, su lugar, suyo solamente, y ella era parte de cada rincón, de cada hueco perforado, de cada grieta.

Además del hollín, Londres era un lugar brumoso. Gran cantidad de cosas podían ocultarse en la niebla. Rué lo sabía.

Colocó el abanico y el bolso de mano sobre la mesa de la entrada, abrumada por el peso de la oscuridad.

Las habitaciones estaban amuebladas con demasiada opulencia para el barrio donde se encontraba; era la única licencia que se permitía en la vida secreta que llevaba. Disfrutaba del lujo y lo demostraba todo lo que la rodeaba: maderas suntuosas y telas importadas, piezas de arte excepcionales y los más finos muebles.

Todo, por el momento, decididamente sin iluminar.

Nunca tenía la casa iluminada como era habitual en la época, pero, en general, su criada se encargaba de dejar una lámpara de aceite encendida junto a la puerta.

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