El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Y Clarissa había notado el cambio en él, y él sabía que ella lo había notado. Permaneció inmóvil delante de él, con los ojos bien abiertos, como una presa a punto de caer en la trampa. Con perspicacia, vio que Rue formaba un puño con sus manos, pequeño y femenino; insignificante frente a lo que él pudiera llegar a hacer. La bestia, el salvaje dragón, vio el puño y sonrió burlonamente.

Nadie lo detendría. Nadie pensaría en ello.

La cama estaba justo detrás de ella.

Deliberadamente, sus dedos se relajaron. Sus ojos se cerraron y cuando volvió a mirarla, tenía una nueva expresión en el rostro, como si se le ocurriera algo gracioso.

No, no era algo gracioso. Se dio cuenta de ello. Era humillación.

Y después, sólo después, Kit recordó lo que le había dicho la noche anterior. Cómo le había hablado con calma y como eso lo había sorprendido: violación o seducción, como si eso fuera todo.

El padre de Kit una vez lo había abofeteado después de haber proferido una insolencia… Fue por detrás, la única vez que había golpeado a su hijo… y lo había sentido así, la falta de aire lo cortó en dos, lo dejó sin respiración y sin palabras hasta que la cordura retornó a él.

Rue se volvió y se dirigió hacia la cama, tomó asiento, se recostó sobre sus manos y lo miró. La manta se desplazó un poco, mostró un tobillo y la pálida curva de su pierna, pero no volvió a acomodar la manta. Su rostro nunca cambió.

—A mediodía —dijo él con cierto desprecio e hizo una reverencia brusca. Fue mientras se volvía para irse cuando notó una nueva sombra en la pared que estaba detrás de ella; letras simples y frescas en la piedra:

***

SIN ARREPENTIMIENTOS

Capítulo 7

EL marqués de Langford se equivocó en su predicción sobre el clima. Cuando Rue enfrentó al concejo, llovía con tanta ferocidad que rasgueaba una canción en la magnificencia azul y plata de la sala privada del concejo, música que vibraba en cada palabra que se pronunciaba, que acentuaba cada gesto y cada mirada compartida.

Las ventanas allí eran altas, paneles y paneles de finos vitrales que propagaban la luz de la lluvia y brumosas sombras grisáceas que temblaban, siempre livianas, con el eco del trueno. El hogar no estaba encendido y la calidez de tres candelabros apenas servían para penetrar la penumbra. Si Rue dejaba de mirar a los hombres que se encontraban sentados delante de ella, podía contemplar las distantes colinas que solía recorrer, empapadas en un húmedo verde, como la pintura fresca en un lienzo. Podía observar las suaves nubes negras que abrazaban la tierra.

A pesar del clima, habría guardias que vigilarían los jardines y el cielo. No se arriesgarían a perderla una vez más.

Rue tenía su propia silla en la sala, ubicada en un lugar apartado, frente a la hilera de los trece miembros del concejo. Los hombres tenían la mesa como escudo, pero Rue se tenía a ella misma, con los pies sobre una alfombra Afshar y las manos sobre el regazo. Tenía un nuevo vestido, no tan ridículo como el de tafetán, sino de un pesado satén con lazos color lavanda anudados en las mangas y pétalos de rosa bordados espléndidamente sobre la delantera del corsé y la falda… Era el vestido de una virgen, de una dulce y modesta damisela. Venía acomodado en una caja, junto con un par de sandalias y un surtido de ropa interior, envuelto todo en lienzo dorado tan delicado que se agitaba con solo pasar la mano. Un guardia, un extraño, le había llevado la caja a la puerta de la celda. El marqués no se había molestado en ir otra vez.

Rue le había echado un vistazo al vestido y se lo había devuelto. Conocía un vestido de boda cuando lo veía.

Veinte minutos más tarde, envuelta con una sábana después de un ligero y lujoso baño (en una cuba de hojalata, con las rodillas en el mentón), el guardia volvió con el mismo vestido y una nota que leyó mientras el hombre miraba el agua jabonosa y resbaladiza y lentamente se ruborizaba.

La nota decía: «Esto o nada».

Muy bien. Si Christoff Langford deseaba que se viera virginal delante del concejo, lo haría. No impediría sus propios planes.

El adorno del lazo contra la clavícula estaba muy almidonado; le causaba una terrible comezón. Tenía que recordar constantemente no rascarse.

El miembro del concejo que tomó asiento en el centro de la mesa parecía mayor que el resto. Llevaba un chaleco de terciopelo color mostaza apagado y una peluca de largos rizos. Su pechera había sido atado con fuerza y se clavaba en la piel del cuello. Miraba a Rue y una pila de papeles que tenía delante de él; hurgaba en las páginas; fruncía el ceño con su monóculo en el ojo.

Lo recordaba. Era Parrish Grady. Una vez, cuando tenía nueve años, la había reprendido hasta provocarle el llanto por arrancar una margarita suelta de la puerta de su jardín.

Rue advirtió que el marqués no había tomado asiento. Estaba solo contra una ventana en un rincón, con las manos entrelazadas detrás de la espalda; miraba la helada e inclinada lluvia. No se había vuelto para mirarla cuando ella entró en la habitación.

Estaba vestido de blanco, al igual que ella. Pantalones formales de seda, calcetines y una chaqueta larga con hilados en índigo y plata muy elaborados. Incluso llevaba el cabello peinado, atado en una coleta. Sobre la cascada de cortinas azules, contra las oscuras nubes perladas, parecía la extensión de la sala, de la mansión misma, remotamente elegante, inalterable, un baño helado de sombra y tormenta.

—Para nuestros archivos —entonó el señor Grady, con una mirada severa al escribiente—. Usted es Clarissa Rue Hawthorne, nacida de Antonia Reine MacKenzie Hawthorne, fallecida.

Rue permaneció sentada tímidamente y en silencio.

—Denos una respuesta, por favor —dijo Grady mientras la miraba detenidamente.

—Lo soy —dijo ella.

—Eres la única hija de Antonia Reine.

—Sí.

—Veintiséis años…

—Le suplico que no se olvide de mi padre —interrumpió Rue, sonriente.

Los miembros del concejo la miraron; la silla de alguno de ellos crujió.

—Avery Rhys Hawthorne, de Pembroke —aclaró—.También fallecido —miró al escribiente—. ¿Necesita que se lo deletree?

—Eh, no —el hombre parpadeó como si sólo pudiera verla a ella allí. Él era más joven que los demás, llevaba gafas y era agraciado. Había una mancha de tinta en el puño de su camisa—. No será necesario, milady.

Christoff se volvió, con su silueta contra la lluvia y el brocato azul.

—Clarissa Rue —dijo Grady, con censura calculada— También conocida como «El Ladrón de Humo».

—Sí.

—¿Puede convertirse?

—Sí.

—Desde qué edad.

—Desde la mañana de mi cumpleaños número diecisiete.

—Diecisiete. —Grady se aseguró de que el escribiente hubiese tomado nota de dicha declaración para luego proseguir—. Y desde ese momento ha abusado de esta sagrada habilidad con el fin de robar… Un momento… —Frunció el ceño mientras leía los documentos y los desordenaba con sus manos de azuladas venas.

—Permítame. —Rue comenzó a contar con sus dedos—. Las joyas de los Monfield. La esmeralda de los Voroshilov. El collar de los Steiff, de un verde jade extraordinario.

La gargantilla de perlas azules y los aros de la Princesa Carolina de York, el broche de diecinueve quilates de topacio amarillo con forma de pájaro. El alfiler de corbata de rubí de doce quilates del señor Cranston, el alfiler de jabot con zafiro estrella del conde de Harrogate. El granate verde y el prendedor de diamantes de la Baronesa Shaw; una bella libélula con ojos color ámbar, terriblemente ingeniosa. La tiara Greumach. La tiara Aberdeen. Ah, y una vez, un pequeño y encantador retrato de Bordone. No favorecía al Príncipe de Gales. Creo que no debe de extrañarlo.

Un rayo luminoso atravesó la sala; fue cegador. El trueno se instaló en las juntas de madera y vidrio.

La voz de Grady se elevó sobre el desfalleciente rumor.

—Y con esta capacidad, también robó el corazón de la Comunidad. Usted robó Herte.

—No —dijo Rue, con evidencia de arrepentimiento—. No lo hice.

Parrish Grady dejó caer su monóculo.

—¿Qué acaba de decir?

Se inclinó hacia delante en su silla, miró a los ojos del hombre y permitió que surgiera un poco del creciente enfado que ardía dentro de ella. Raptada, encarcelada, examinada por esos hombres como si fuera un niño desobediente que espera su castigo dócilmente; la cólera hervía en sus venas, transformada en un pozo negro de decisión.

—Dije que no robé el diamante. Pero sé quién lo hizo. Y me encantaría guiarlo hacia él.

Miró una vez más a Christoff, quien ahora la miraba sin tapujos, con la boca tensionada de otro modo, como si supiera lo que ella iba a decir.

—Por un precio. —Terminó y se relajó en su silla. Se cruzó de piernas, dejó que su pie se moviera lentamente en el aire y sonrió una vez más, esta vez, en dirección al marqués.

Pudo contar los segundos que les llevó a todos comprenderla. Tres, dos, uno…

—¡Cómo se atreve! —dijo Grady con un exabrupto, y se puso pie—. ¡Insolente! Cómo se atreve a…

—Espere, espere —decía otro, con la mano sobre el brazo de Grady—. Déjanos…

—…atreverse a amenazar al concejo…

—…ella dijo que conoce…

—…alguien se lo llevó…

—…lo ha escondido…

—…sólo piensa que…

—…permítale…

El temeroso concejo de la Comunidad estaba de pie, discutían, algunos gritaban. Pero Rue nunca quitó la vista de Christoff, quien permanecía apartado y en silencio, mientras la examinaba con sus ojos entrecerrados.

Cuando alguien comenzó a golpear sobre la mesa, finalmente se movió, un predador que desplegaba sus alas después de contemplar su presa. Con paso majestuoso se acercó a la mesa, la levantó en el aire con facilidad y la dejó caer contra la alfombra con un fuerte y apagado golpe. Se cayeron todos los papeles y el tintero del escribiente, que golpeó el suelo, giró, hizo un medio círculo y terminó cerca de los pies de Rue. Varios de los hombres dieron un salto hacia atrás.

—Cierren la boca y déjenla hablar.

El concejo quedó sin habla. La tinta del tintero comenzó a correr por la alfombra. Rue lo pateó con su sandalia para que volviera a rodar.

—¿Estaba diciendo? —Christoff la instigó, cortésmente.

—Es bastante sencillo —imitó su tono de voz—. Los guío hacia el fugitivo que robó Herte… y fue otro fugitivo… y a cambio, me dejan en libertad. Sin encarcelación, sin boda. Ninguno de ustedes, ninguno de la Comunidad, vuelve a molestarme.

—Imposible —dijo Grady—. No puede pensar que aceptaremos tal cosa.

—Entonces díganle adiós al diamante.

—Ahora, vea…

—Silencio —ladró el marqués y para su oculta sorpresa, Grady lo escuchó y tomó asiento nuevamente en su silla con sus pálidos nudillos llenos de furia. Los otros doce hombres lo imitaron, la mayoría parecían sorprendidos, en sillas que no estaban ya cerca de la mesa. Dos o tres se acercaron una vez más, pero eso fue todo.

Rue mantuvo los talones contra la alfombra con fuerza mientras reprimía el deseo de dar un salto y huir. Estaba helada a pesar del calor de los candelabros, a pesar de la calma exterior. Estaba helada por dentro, congelada y sólo esperaba que la helada sonrisa que mantenía sirviera para engañarlos a todos. Durante días había imaginado ese momento, lo había planeado en su cabeza, había imaginado rodas las posibles reacciones del concejo, cómo argumentaría cada objeción. Tenía tan sólo una carta para jugar; sin ella era tan impotente como ellos habían pensado. Necesitaba todos sus recursos para que funcionara.

Pero ella sabía que no estaba engañando a Christoff. No con esos ojos verdes entrecerrados posados sobre ella.

—¿Y quién es el otro fugitivo?

Rue dejó que su sonrisa fuera burlona.

—Es una trampa —dijo rotundamente un hombre pelirrojo—. No hay otro fugitivo. Hemos revisado las listas, milord. Ella es la única.

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