El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Sí o no. Sabía lo que les sucedía a aquellos que se negaban. Había temblado con todos aquellos tontos y temerosos niños cuando oía los rumores; y cada Noche de Brujas había escuchado, absorta, las horribles historias sobre los muertos.

Los adultos evitaban los detalles, pero incluso Antonia le había prohibido aventurarse más allá de las cascadas del Condado, donde los huesos de los marginados de la Comunidad habían sido quemados y enterrados.

Christoff la miró y la sangre de su brazo se deslizó un poco más hacia abajo, recorriendo las venas de su mano hasta su dedo. Sin embargo, permanecía inmóvil. Rué siguió la primera gota hasta que cayó, una partícula color carmesí en el suelo.

La voz de Kit se tornó aún más suave, infinitamente oscura.

—¿Te rindes?

Rué lo miró a los ojos, ensombrecidos con un color dorado, tan inhumanamente perfectos.

—No —dijo ella y se volvió hacia el muro. Levantó uno de sus brazos contra la pared y apoyó su frente contra los ladrillos. Su cabello despeinado contra su piel bloqueaba lo que quedaba de luz. Cerró los ojos y esperó.

Durante un largo instante, no sucedió nada. Cuando finalmente se movió, ella consiguió permanecer inmóvil, no se sobresaltó, no trató de huir. Kit hizo un alto, justo detrás de ella.

Sintió que la mano de Kit cubría la suya sobre la cabeza, sus dedos se separaban a medida que los deslizaba entre los de ella. Llevó la palma de su mano con suavidad por debajo del brazo arqueado de Rué hacia su cabello, lo acarició, descubrió su omóplato debajo de las mechas desordenadas, su columna.

Rué cerró los ojos con más fuerza.

—Me apena mucho oírlo —dijo Christoff, y con su mano sobre la cadera de ella la hizo girar para que lo mirara.

Ella se lo permitió, más allá de sus pensamientos, más allá del miedo, la única cosa real y verdadera era la dura pared contra su espalda.

Kit permaneció demasiado cerca, grande y totalmente hombre. Su cabello, su piel, incluso sus ojos, brillaban como una llama: era un ángel en vida, demasiado deslumbrante y devastador, con cada inhalación y exhalación de su pecho a la luz, la hacía suya. Sus dedos permanecieron encorvados sobre la cadera de Rué.

Ella recordaba ese momento como parte de un sueño de mucho tiempo atrás, de su niñez, todas sus fantasías de la juventud ahora estaban completas del modo más desastroso.

Kit Langford la tocaba, la miraba como si supiera todo sobre ella, cada secreto, esperanza y pecado, como si adivinara toda su vida, como si yaciera delante de él sin máscara.

La mirada de Kit se posó en los labios de Rué. Sus dedos se tensaron. La luz de la vela era como una caricia de amantes sobre sus anchos hombros.

Fuera de la habitación se oyó un alboroto distante.

Como si fueran una sola persona, miraron hacia la puerta, luego, uno al otro. Las posibilidades parecían girar entre ellos; Christoff cogió el mentón de Rué y habló una vez más, lentamente.

—Habrá una multitud ahí fuera sorprendida por nuestra caída y seguramente por el gran agujero en el tejado de este edificio. Es probable que haya un Alguacil. Prométeme que no gritarás.

Ella podía escuchar a los hombres. Podía escuchar que corrían.

—Prométemelo —insistió, y su mano descendió, se convirtió en la más suave de las amenazas alrededor de su magullada garganta. Rué humedeció sus labios, sus pensamientos giraban sin cesar… Si gritaba, si la puerta se abría, si se convertía…, y Kit dejó salir el aire con un suspiro.

—¡Escúchame! No te pido nada más en este momento. Pero no quiero más exposición.— Alguien comenzó a acercarse a la puerta cerrada, pisadas que se arrastraban sobre la piedra y Rué pensó, ahora, ahora, pero la mano de Christoff ejerció presión. El pulso que sentía en sus oídos se transformó en un río torrentoso.

—Ratoncito —murmuró, mientras la confusión de Rué aumentaba.

—Sí. —Sus labios formaron la palabra; no pudo oír que la pronunciara. Pero Kit ejerció menos fuerza con su mano. Rué se aprisionó una vez más contra los ladrillos, mientras luchaba contra el mareo que sentía. Luego, buscó y apartó su mano de ella. Él dejó caer su brazo y estudió su rostro, especulando, mientras la conversación al otro lado de las paredes se oía más clara.

—… gran cosa! ¿Usted o sus hombres lo vieron, señor?

—No, no, para nada. —Una voz elocuente, con pronunciación lenta—. ¿Algo que cayó del cielo, dice? Qué sorprendente.

—Algunos de los testigos señalaban que fue cerca de aquí. ¡Un gran lío tiene! ¿Le molestaría si…?

—Cómo le he dicho, alguacil, estamos apurados. ¿Me comprende? Hemos venido hasta aquí simplemente a revisar el edificio. Tenemos alrededor de cuarenta toneladas de lana que llegarán hoy con la marea de la tarde, y hay más en camino. Pero el lugar esta arruinado, como puede ver. Inservible.

—El tejado…

—Sí, que mala suerte, ¿no? Se cayó la semana pasada, después de las lluvias.

El marqués irguió la cabeza para escuchar la conversación. Apareció una sonrisa en la comisura de sus labios.

—¿La semana pasada?

—¡Sí! —Rió en voz alta el hombre con elocuencia—.Usted no pensará que… ¡seguro que no!

—Oh… em…

—No, mi buen compañero, nada que haya caído del cielo pudo haber causado semejante desastre. La madera estaba podrida; una gran cantidad de ella. ¡Mire esta madera! ¡Qué maldito problema!

—Por supuesto. Por supuesto.

—Iniciaremos una demanda contra el administrador, naturalmente. Es indignante que haya permitido que el lugar llegara a semejante estado. Quizás, señor, como hombre de la ley, desee tomar las riendas del caso…

Rué abrió la boca para respirar; de inmediato, la palma de la mano de Kit se posó con firmeza sobre sus labios. Pero los ruidos fuera de la habitación habían disminuido, había menos voces, ya que los curiosos habían sido alejados del depósito.

Cuando Rué no los oyó más, él se alejó de ella, hacia la luz.

Rué se quitó el cabello del rostro y pensó una vez más. Ahora. Pero era demasiado tarde, y lo sabía.

Christoff caminó hacia la puerta y permaneció allí, esperando, cabizbajo y con los brazos cruzados. La vela emitía negras pinzas de humo.

Rué se hundió en el suelo. No quería hacerlo, ni tampoco lo deseaba, pero sus piernas se habían relajado curiosamente. Debido a la confusión que le causaba su cansancio, la habitación parecía moverse progresivamente hacia ambos lados. Pensó en convertirse en ese momento, en el instante en que la puerta se abrió, pero supo que nunca tendría la fuerza para lograrlo. ¿Cuánto hacía que no dormía? No lo recordaba.

Presionó los dedos de sus pies contra el polvo de granito y vio rastros de sangre seca en su pantorrilla. Suya o de él, no podía saberlo.

Le dolía la garganta.

Se preguntaba cuántos drakones habría fuera. Se preguntaba si podría superarlos.

Oyó un ruido en la puerta.

—¿Milord?

Christoff descruzó los brazos.

—Aquí.

—Se han ido. Pediré el coche.

—Necesitaremos prendas de vestir también. Sombreros, zapatos. Un vestido para ella. Deprisa.

—Sí.

Se volvió para mirar a Rué. Y por primera vez ella fue consciente de su propia desnudez; de su carne contra el implacable suelo y su cabello deslizándose sobre sus hombros. Levantó sus piernas con la pose de una sirena, enroscó sus brazos alrededor del pecho y encontró el destello en la mirada de Kit.

—No has ganado.

—¿No? —Se inclinó hacia la puerta, mientras la examinaba—. Me temo que sí.

—No volveré allí. Prefiero morir antes que volver.

—Ha sido una gran persecución, Clarissa. Pero nos vamos a casa.

—Mi casa está aquí.

A la tenue luz de la vela, el marqués levantó su brazo herido, inspeccionó el corte, el brillo de la sangre; luego, levantó la mirada para observar a Rué. La sonrisa que asomó en su rostro tuvo el brillo de una desagradable promesa que iluminó todo el lugar.

—No, querida. De ahora en adelante, tu vida será a mi lado.

Capítulo 6

LE vendaron los ojos para el viaje de regreso.

A Kit no le agradó la idea pero la otra opción hubiera sido dejarla sin sentido. Kit no se imaginaba levantando una mano para golpearla. No era justo, y tampoco quería que cualquier otro hombre la tocara.

En consecuencia, Clarissa tenía los ojos vendados y las muñecas atadas detrás de la espalda. Una mujer mortal nunca lo hubiera resistido, pero los drakones eran más fuertes que los Otros. Y en realidad, él no tenía otra opción: en las circunstancias en que se encontraba ella, él haría lo imposible para escapar. Arriesgaría su vida y su cuerpo, todo lo que fuera necesario por su libertad, incluso las obligaciones de la Comunidad. Pero ella no podía convertirse si no podía ver; Kit confiaba en que las mismas reglas se aplicaran tanto para hombres como para mujeres. Era un terrible defecto en su raza, pero ese día, estaba a su favor.

Recordó que su padre prefería utilizar capuchas.

Tendrían que dejar con prisa el depósito, antes de que el alguacil y todos aquellos testigos con ojos de lince se dieran cuenta de que no había alrededor otros tejados lógicamente aplastados. Kit observó el vestido que George había conseguido para ella. Un vestido alegre de tafetán azul oscuro y con rayas amarillas en la parte de la falda. Sin preguntar, Kit terminó de abrocharle los botones que ella no podía alcanzar. Y luego, le vendó los ojos.

Clarissa observaba impasible la faja que desenroscaba Kit de su puño. El concejo y su guardia cruzaron la puerta mientras movían las maderas y murmuraban planes y predicciones. Kit sabía que Clarissa podía oírlos, tal como él lo hacía. Fue probablemente la única razón por la que ella le permitió que lo hiciera.

—Supongo que no habrás escondido el diamante en tu casa —dijo Kit mientras se acercaba a ella—. No lo percibí allí.

Clarissa lo miró, había algo en su rostro, un ligero brillo, una revelación, quizás, escondida detrás de la sutil mueca de sus labios.

—Si tú lo dices… —dijo y encogió los hombros.

—No importa —ató la venda alrededor de sus ojos y tuvo especial cuidado de no dejar ningún espacio—, por el momento. Volveré a buscarlo.

Y ella no dijo nada. Sólo permaneció de pie en silencio con su alegre falda a rayas y su débil y burlona sonrisa, con la espalda derecha y el mentón elevado. Kit la guio por la habitación con sus dos manos.

No esperaba que ella le revelara sus secretos con facilidad; realmente no. No de parte de ella.

Ahora, dentro de su lujoso coche, Kit tuvo tiempo para reflexionar acerca de ella, ya que, a pesar de la venda en los ojos, se dio cuenta de que se había quedado dormida.

Tomó asiento frente a ella con su bota prestada apoyada con firmeza contra el asiento de Clarissa y dejó que su vista vagara por ahí. La cabeza de Clarissa descansaba contra los almohadones de terciopelo. Debajo de los moretones, observó que el pulso en su garganta era lento y constante.

El vestido rayado casi la engullía con sus pliegues y frunces; ella ya se había quitado los zapatos. El sombrero de paja fina con adornos que él había atado graciosamente debajo del mentón (para ocultar mejor su rostro), se había deslizado hacia un costado, y le cubría la oreja. Su suave cabello castaño estaba suelto como el de una niña, iluminaba de negro todo su cuerpo hasta la cintura. Parecía frágil, encantadora y totalmente inocente.

Kit todavía podía saborear la sangre en su boca.

Lo llenaba de arrepentimiento, pero más que eso, en algún lugar recóndito de su ser… de excitación. Clarissa Hawthorne no era inocente. Era diferente a cualquiera que hubiese conocido con anterioridad. Debajo de su delicadeza, latía un corazón indomable al igual que el suyo; estaba seguro de eso. Nadie se hubiera animado a vivir una vida de ese modo.

Y volar con ella…

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