El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

El conde, un hombre muy moderno, había mudado la caja fuerte de la casa desde abajo hacia arriba, por lo que el pesado cofre que contenía las joyas de su esposa ahora estaba atornillado al suelo de su propia habitación, disimulado de manera discreta en el vestidor del dueño de casa. Rué había logrado examinarlo sólo una vez con anterioridad, a finales del año anterior. Ni siquiera el humo podría penetrar la cerradura; cualquiera que quisiera coger las perlas de Marlbroke tendría que esperar hasta que la puerta de acero se abriera. O hasta que las perlas estuvieran en la condesa.

O en su tonta hija.

Rué no se acercó a la caja fuerte. Como en el día ayudaba, no tenía una buena razón para estar en ningún lugar cercano a las habitaciones de la familia. Sin embargo, hasta ahora no había necesitado ninguna. Sabía que las perlas aún estaban guardadas de manera segura. De camino a la bodega, pasó al lado de un trío de criadas con el rostro colorado. Las tres discutían de manera feroz sobre quién había decorado la mejor peluca de milady por última vez, y dónde podría estar el conjunto de plumas de avestruz con tinte de orquídea.

Parecía que había problemas arriba. Si la condesa aún no tenía su peluca, entonces las perlas aún estarían guardadas. Las joyas siempre se reservaban para el toque final.

Rué trabajaba con eficiencia, tan duro como cualquiera de los hombres, con cuidado de no destacarse en el grupo más de lo necesario. Pero en un momento se encontró rezagada fuera del salón principal: la enviaron a lustrar los grandes espejos con bronce dorado que enmarcaban las puertas. Parte del hombro de Christoff quedaba visible para ella, su chaleco de color azul bronce de cañón, su brazo al levantar la taza de té. Estaba sentado con las piernas hacia afuera y los tobillos cruzados; lucía elegantemente masculino y relajado de manera extraordinaria. Apenas podía distinguir las vendas que había vuelto a envolver alrededor de su pantorrilla debajo del calcetín.

La risa de Cynthia parecía salir de la habitación con una regularidad irritante.

Rué exhaló con fuerza por la nariz. Lady Cynthia. Por el amor de Dios, estaría mejor con Mim que con esa imbécil.

Bajó la vista para mirar fijamente sus manos. El lienzo que usaba estaba arrugado entre sus dedos. Tenía las uñas cortas, sucias, con unos aros negros sin brillo que delineaban el blanco de las uñas. Había un rasguño en la palma de su mano izquierda por cargar una botella rota de oporto. Estaba sudando debajo de la peluca barata de pelo de caballo y dentro de ese uniforme de lana, y tenía un calambre en la espalda por toda la tarea de lustrar. Se sentía acalorada, y sucia, y todo lo opuesta a la hija fría y arrogante de Lord Marlbroke que se podía ser.

Le había contado a Mim la verdad, hace mucho tiempo: Rué no era una lady. Nunca lo sería. Podía robar tantas diademas como quisiera. Sin embargo, era estúpido, muy estúpido pensar en imaginar su vida como algo más que una ladrona.

Los tobillos del marqués se descruzaron. Bajó la taza de té y se inclinó hacia delante en su silla; miraba distraído a su alrededor en un intento por abarcar todo lo que le rodeaba.

Antes de que ella pudiera retirarse, sus ojos capturaron los suyos con una atención verde clara. Casi se sonrojó por haberla pillado espiando, pero entonces el mayordomo pasó dando zancadas. Rué giró la cabeza y apretó el lienzo deprisa contra el marco de bronce de la columna.

—Tú, ahí, joven —llamó el mayordomo haciendo una pausa para bajar su nariz hacia ella—. Sígueme.

Parecía que la polea que solía elevar y bajar la araña de luces del salón de baile principal se había atascado a mitad del recorrido al bajar. Y así fue como ella llegó para posarse en la cima de una escalera muy tambaleante con una llama encendida en la mano, iluminando con cuidado cada una de las ciento doce velas de cera de abeja en sus cálices de cristal tallado, cuando el fugitivo entró y pasó por debajo de ella.

Capítulo 13

—TE digo que lo vi —le dijo enfadada al marqués. Estaban parados sin mirarse el uno al otro fuera de la caballeriza, Rué frotaba la suciedad de sus manos, Christoff, en apariencia, fingía estar esperando el caballo que no había traído. El crepúsculo se extendía en una fina transparencia azul alrededor de ellos.

—No digo que no —respondió él, apenas audible—. Pero nunca lo sentí allí.

—Sin embargo estuvo —comenzó ella, y se detuvo cuando pasaron un par de mozos de cuadra que paseaban tranquilamente, ignorándola, inclinando la cabeza en reverencia a Christoff—. Y no creo que me haya visto —susurró en cuanto se fueron—. Nunca levantó la mirada hacia mí.

Él hablaba hacia abajo, a la suciedad y la paja.

—¿Era un sirviente?

Una nueva voz llegó, muy fuerte.

—Bien, entonces, esto es para ustedes. —El jefe de los lacayos arreaba un grupo de trabajadores hacia la caballeriza guiándolos con un farol en las manos enguantadas—. Hendricks les pagará. Es aquel que está en la puerta. Vamos, vamos. Dejen las chaquetas con la señora Tiverton. Tenemos encopetados que llegarán en menos de una hora, y los malditos no deberían verlos en grupo, ¿no es cierto? —El hombre vio a Rué—. ¡Tú, ahí! ¡Eh, tú! Vete con los demás, ¿eh?

Rué asintió con la cabeza y levantó la mano para esconder su boca, rascándose la mejilla.

—Llevaba una viola. Es músico.

Tuvo que alejarse antes de poder oír la respuesta de Christoff.

Desapareció en el crepúsculo, una ligera figura que pronto devoraron las sombras y el inquieto parpadeo de los faroles de los mozos de cuadra que iluminaban lugares precisos a lo largo del camino. Kit volvió a mirar la mansión Marlbroke, las cálidas ventanas doradas y las cortinas coloridas, el vistoso techo de yeso del salón de baile que se veía detrás de la ventana como el glaseado distante de un pastel de bodas.

Se acercó. Dejó flotar su mente, dejó que sus sentidos se elevaran… pasó la caballeriza, pasó el aire de la noche fría… pasó la piedra caliza, el mortero y los ladrillos, hasta la gente que se encontraba del otro lado de las paredes, hasta los pasos y las voces que parloteaban, hasta las especias y el ponche de frutas y la efervescencia seca del champán justo al descorcharse… hasta la prisa de la sangre, hasta el latido de los corazones, y algo más, algo que no estaba del todo bien…

—¿Señor? ¿Le traigo un coche, señor?

Kit se dio la vuelta hacia el mozo de cuadra desaliñado que ahora estaba parado delante de él pasando de un pie al otro con nerviosismo.

—¿Un coche? —le ofreció el joven una vez más, al recordar quitarse la gorra.

Kit echó un vistazo al sombrero de tres picos en su mano, a sus guantes y al bastón, ninguno de ellos olvidados oportunamente en el vestíbulo de entrada de Marlbroke. Además del mozo de cuadra, alguien más se aproximaba. El lacayo de antes se acercaba a grandes pasos.

—Sepa disculpar, milord —dijo el hombre, despidiendo al joven con un movimiento de cabeza y el ceño fruncido.

—No —dijo Kit, como si respondiera una pregunta—. Estoy bien. Buenas noches. —Y salió despacio por la puerta principal como un hombre que sabe lo que le espera en la oscuridad.

Lo cual sabía.

Ella estaba acurrucada con los brazos cruzados sobre las rodillas en las escaleras del frente de una puerta oscura y vacía a dos cuadras de allí. Debió haber dejado la chaqueta con el resto de los trabajadores; primero la sintió, como hacía siempre, pero justo después de eso la vio. Su camisa lisa y su peluca tenían una palidez sin brillo en la noche oscura. Apenas se acercó, se puso de pie.

—¿Lo viste? —exigió saber Rué en voz baja.

—No.

—¡Está allí! ¡Sé que lo está!

Un coche y cuatro caballos pasaron a toda velocidad en un trueno de crujidos y cascabeles. Kit volvió a caminar mirando hacia delante. Ella le seguía el ritmo tres pasos atrás.

—Si no vas a regresar conmigo…

—Te ruego que no saques conclusiones precipitadas-dijo él abruptamente—. Dije que no lo vi. Pero sí sentí algo. Sólo que no sé qué fue.

—Yo sí.

La noche se sentía pesada sobre él y el aire, húmedo. El dolor en su pantorrilla era como si una bruma de penetrantes insectos colorados trepasen de manera inexorable por su pierna.

—Debemos regresar-dijo Rué y detuvo su caminata. Kit se dio vuelta.

—No podemos convertirnos en humo ahí dentro, desde luego no podemos aparecer desnudos, ni como dragones. Existe una sola manera de regresar a ese lugar.

La cabeza de ella se echó hacia atrás, su expresión era dudosa. Era tan atractiva, tan terriblemente testaruda que quería arrastrarla hacia él y besarla allí mismo en la calle, sin importar quien pudiera pasar.

—¿Qué sugieres? —preguntó ella.

—Ven conmigo a Far Perch y luego verás.

No podían anunciarlos. Con su actitud sarcástica y subestimada, el marqués había advertido que la clave para esconderse era merodear. Que el mayordomo los anunciara en el baile arruinaría la oportunidad de tenderle una emboscada, y no iba a molestarse tanto para lograr que nadie de turbante grite su título en una habitación llena de gente, entre la que podría estar o no el fugitivo.

—Simplemente entraremos por atrás —dijo él, echando una mirada hacia el callejón que llevaba a la caballeriza de Marlbroke—. Diremos que nos perdimos.

—¿Perdidos? ¿En ese pequeño jardín de ahí atrás? Nunca lo creerán.

Christoff se dio vuelta hacia ella con los ojos brillantes.

—Por supuesto que no. Pero estoy seguro de que un chelín o dos ayudarán a que los lacayos miren hacia otra parte para salvar el buen nombre de una dama. Después de todo, no seríamos la primera pareja en escabullirse en un salón de baile por un poco de privacidad. —Su mano se cerró en la de ella, levantándola—. Mantén tu máscara en alto, amor. Nadie sabrá que eres tú.

Pensó que al menos en eso, tenía razón. Rué había probado muchas apariencias de ladrón, pero ninguna tan dramática, tan increíblemente extravagante como esa. Estaba engalanada en un satén color esmeralda y una delicada red francesa atada en un corsé que estrujaba el aire de sus pulmones y la dejaba tambaleando en lo alto, tacones angostos que hacían que cada paso fuera un peligro. Pequeñas cuentas facetadas en azabache festoneaban las faldas en capas hasta llegar al dobladillo, daban la ilusión de pequeñas escamas perfectas. Hueso de ballena y alambre debajo de un tejido de oro formaban estrechas alas dobladas que se fijaban a su espalda, alcanzaban la cima de sus hombros y terminaban en puntas de daga cerca de sus caderas. No usaba peluca ni guantes; en cambio, estaba cubierta desde los cabellos amontonados en su cabeza hasta la misma punta de sus dedos en un pálido polvo metálico de oro, fino como el polvo de las hadas.

La Reina Dragón. Y Christoff que hacía juego con el satén y el polvo, las cuentas sembraban su chaleco de plateado y verde: el Rey Dragón. Oscuridad para su luz, noche para su día. No era de extrañar que el viejo marqués le hubiera prohibido a su esposa aparecer en público de esa manera. La marquesa había encargado los trajes para algún baile de máscaras hace mucho tiempo y luego los había guardado sin usar —incluso el polvo-hasta esa noche. Hasta que Christoff los recordó.

La mitad de la máscara de ella eran plumas en verde tornasolado, negro y azul con penachos que salían en los extremos. El mango era de ébano tallado.

El marqués levantó su propia máscara, idéntica a la de ella, y le dio una última mirada luminosa.

—Te confieso que te sienta muy bien ese vestido. Al igual que me gustaste en ropa interior.

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