El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Antes de que pudiera responder, la rozó con un beso sobre la mejilla, tan veloz y helado que apenas pudo sentirlo. Después, retrocedió mientras tiraba de su corbata.

—Quentin —llamó sin alejar la mirada de ella—. Informa amablemente al concejo de que la señorita Hawthorne y yo nos vamos a Londres a toda prisa.

Los primeros dos guardias en el hueco de la escalera asomaron de la oscuridad, uno detrás del otro.

—¿Milord?

—Nos veremos allí.

—Pero, señor, usted no puede…

—Quentin —dijo Christoff con un tono de voz diferente, frío y muy suave.

El guardia vaciló. Tenía una mano apoyada sobre la puerta. Luego, hizo una reverencia.

—Como usted diga, Lord Langford.

—Gracias. ¿Milady?

El marqués levantó su mano y le hizo una seña a Rue. Un hombre al viento y despeinado, esperaba, inmóvil como el ojo de una tormenta, una fuerza inexorable en la bahía. Los tacones de sus zapatos estaban en el borde del tejado. Si el viento cambiaba, si perdía el equilibrio…

Detrás de él había solo árboles y cielo, la oscura y brumosa tormenta que rozaba las colinas color esmeralda hasta el cielo.

—Estás loco —dijo una vez más Rue, pero se descubrió desplazándose hacia él. Los dedos de él cerrados sobre los de ella; Kit llevó su mano hacia su boca y la mantuvo allí. Entibiaba la piel de ella con la suya.

—Preferiría la palabra impulsivo.

Rue resopló casi con una risa.

—¡Ah! Y una cosa más —por encima de sus dedos cerrados le obsequió una nueva sonrisa, esta vez lenta y concierta fuerza sensual—. Pequeña niña de cabellos castaños… Sí te tuve en cuenta.

Kit se convirtió en humo. Rue vio cómo caían sus vestiduras sobre las tejas, seda y terciopelo, sobre charcos de agua. Un zapato se columpió un instante antes de caer para rodar desde el tejado. Rue miró una vez más a los hombres que estaban detrás de ella y luego, a las arremolinadas nubes violetas. Se apartó del borde de Chasen y se convirtió, por segunda vez en su vida, y comenzó a seguir a Kit Langford mientras se alejaba de la tierra.

Rue había crecido viendo a los hombres de la Comunidad volar a través del cielo estrellado o pasar como un rayo para llegar a la casa al amanecer, después de la luna y antes del sol, cuando surcaban el cielo como brisa, con el viento en un susurro distante contra sus alas. Christoff estaba a menudo entre ellos; Rue había inventado un juego que consistía en identificarlo entre los drakones que rondaban los cielos y por eso Rue conocía sus características: la elegancia con la que abría las alas; el oscuro brillo de sus escamas; el modo en que ascendía a lo alto y luego se dejaba caer, al igual que los halcones; un cazador que podía traspasar a su presa con la delicadeza de una sola garra mortífera.

Kit la esperaba en las nubes. Ya era un dragón: impresionantes plumas grises en las alas, brillantes debido a la lluvia que aún caía. Ella se convirtió también, sin temerle al húmedo frío y sin mirar cómo Kit se elevaba por encima de lo peor de la tormenta; perforó un agujero para llegar al aire libre en la cima de una negra nube ondulada; halló el cielo de un zafiro verdadero y vestigios de un vapor pálido más arriba, como sábanas deshilachadas sobre una cama revuelta.

Rue sólo conocía el oeste; conocía la dirección del sol.

Con niebla todavía en los extremos de las alas, Christoff hizo una espiral alrededor de ella; nunca la sujetó, incluso cuando Rue estiró el cuello y brincó hacia delante para esquivarlo.

Terminó frente a ella, se volvió para mirarla, fuerza y belleza en una larga y enroscada espiral color metálico. Ella pensó que quizás había sonreído. Luego, Kit giró hacia la derecha, un lento movimiento que llevó sus alas al límite, y siguió adelante. Rue hizo el mismo movimiento y encontró el mismo canal de aire para trasladarse.

Rue tenía menos experiencia que él en esa forma; no lo dudaba. Podía contar con una sola mano la cantidad de veces que se había convertido en dragón; la ciudad llena de gente no era un lugar tranquilo para una práctica segura. Pero Kit voló como si un ángel hubiera arrastrado una línea brillante desde Darkfrith hasta el horizonte, hasta Londres, aprisionado entre las nubes, encontraba nuevas corrientes de aire cuando las anteriores cambiaban de dirección, flotaba sin esfuerzo, a menudo a su lado, con los ojos estrechos, el cuerpo reclinado y firme.

Se sentía… era emocionante. Incluso con él allí, sentía la libertad, como si no necesitara volver a tocar el suelo nunca más.

El sol comenzó a ocultarse, el cielo entero se avivó en llamas y los maravilló con un salvaje rosa, rojo y anaranjado, colores tan ardientes y luminosos que dolía contemplarlos.

Cada aleteo modificaba el matiz del color, profundizaba los cielos y cuando la primera de las estrellas brilló sobre sus cabezas (un ramillete de ellas, todas juntas), todo lo que quedaba del día era una franja de un intenso castaño que se derretía como arena caliente en el borde del mundo.

En la oscuridad, Kit brillaba con la luz de las estrellas. Cuando cambiaron de dirección, el viento llenó las orejas de Rue, pero cuando planearon, cuando montaron las alas del viento, ella sólo oía a Kit. El murmullo resonante de su vuelo, su respiración, el latido de su corazón. Quietud. Como si el firmamento nunca hubiera albergado a nadie más que a ellos, como si arriba y abajo, en toda la negra y brillante soledad del universo, no hubiera nadie más que ellos.

Y planearon. Con el tiempo, las nubes comenzaron a dispersarse. Ya no eran pesadas por la lluvia. Se esparcieron en surcos y revelaron las invisibles olas que surgían y empujaban alrededor de ellos. Pero volaban muy alto y el suelo estaba muy lejos; Rue sólo vio algunos pueblos salpicados por ahí, desiguales manchas de luz que se diseminaban suavemente; brazos arañados en la noche. Una manada de gansos, más lentamente, en dirección al sur. Y en un momento el reflejo de alabastro del océano, presionado en una andrajosa curva hacia el muelle.

Kit viró lejos y Rue lo siguió. A pesar del suave aire, o quizás debido a él, Rue se dio cuenta de que sus pensamientos estaban a la deriva, sus párpados comenzaban a pesar. Se dio cuenta, un poco adormecida, de que tendría que haber cenado, que con el estómago vacío y la energía cada vez más débil, incluso la más precipitada de las comidas hubiera sido mejor que ninguna. No sabía a cuánta distancia estaban aún de Londres. No reconocía nada en la nada del suelo. Qué cosa extraña tener que adivinar el mapa de la tierra. Era sorprendente que ella incluso intentara hacerlo en lo alto, allí, en el suave silencio…

Se despertó con un fuerte golpe en el mentón. Apretó los dientes y sus pies hicieron un rápido contacto con algo cálido y firme debajo de ella. Kit estaba allí pero ya se había ido cuando Rue se dio cuenta de que giraba sin parar; ella extendió las alas y volvió a hacerlo para controlar la caída, subió hasta que consiguió mantener el equilibrio una vez más. Se le aceleró el corazón.

Kit la seguía de cerca. La luna que asomaba ensombreció la mirada que le dirigió a Rue, pero su advertencia fue lo suficientemente clara.

Ella necesitaba detenerse. Necesitaba comer y descansar. No le importaba si bajaban en un campo o en una cueva o en el maldito Covent Garden. No podía continuar.

Comenzó a volar a la deriva hacia abajo, miraba hacia atrás para ver si Kit comprendía lo que estaba haciendo. Bajó en picado detrás de ella, se arrojó velozmente hacia abajo, la forzó para que se elevara o volara junto a él una vez más. Rue giró hacia la izquierda, irritada, pero Kit permaneció a su lado, le dio un golpecito con la cola cuando intentó descender una vez más.

Como dragones, no podían hablar, ni siquiera podían dar los resoplos y gruñidos de las bestias menores. El silencio era el precio del esplendor; se decía, incluso, que los antiguos dones requerían de sacrificio. Muy a menudo había oído a los aldeanos más ancianos tejer excusas, que los drakones no necesitaban palabras, que en la gloria del cielo sus mentes y voluntades fluían como una sola. Mientras Kit continuaba empujándola, Rue supo que era verdaderamente cierto que Christoff estaba loco, pero deseaba, con todo su corazón, poder decirle precisamente lo que pensaba de él en ese instante.

Le mostró los dientes. Kit presionó con fuerza hacia la derecha, la forzó hasta que ella se movió hacia un lado de su camino; luego se dio cuenta de lo que hacía Kit al dejar a la vista lo que había tres leguas más adelante: una joya intermitente de suave luz amarilla que se abría y se abría y enviaba hacia arriba calor y el aroma de los humanos en pequeñas olas.

Comenzó a distinguir caminos, un horizonte áspero, el rumor creciente de la ciudad en constante movimiento.

Londres. Al fin, su hogar.

Capítulo 9

EL pasadizo secreto hacia Far Perch resultó ser a través de las vigas de madera de una extravagante cúpula de bronce, con espacio apenas suficiente para ellos dos. La única razón por la que Rué retomó su forma humana fue porque sabía que si no lo hacía, Kit la acosaría hasta que se diera por vencida.

—Magnífica-murmuró Christoff cuando Rué se encontró aprisionada contra una áspera pared de roble. La poca luz que atravesaba las vigas de madera formaba pálidas rayas entre ellos y pintaba sus cuerpos desnudos. Kit giró sobre sus pies y se inclinó hacia delante para tirar de la puerta secreta; su hombro rozó el muslo de Rué. La puerta crujió mientras la abría; no había nada de luz allí abajo.

—¿Este es tu plan? —preguntó entre dientes mientras llevaba el cabello por delante de sus hombros. Sin embargo, Kit no miró ni siquiera su cuerpo.

—Toma mi mano —ordenó—. Te guiaré.

—Puedo encontrar el camino.

—Haz lo que quieras. —Kit comenzó a descender. Rué vio cómo se desvanecía; un tigre que descendía en penumbras. Ella miró las vigas que estaban al nivel de sus ojos. Le dolía el cuerpo y su persistente exasperación con el marqués no ayudaba. Además, estaba el hecho de que tenía hambre y estaba desnuda en la parte más alta, húmeda y restringida de la elegantísima mansión. Estaba cansada, pero no lo suficiente como para no poder imaginar qué había más allá de las ordenadas calles de Grosvenor Square.

—Rué. —Reapareció la cabeza de Christoff. Después, sus hombros. Apoyó el brazo sobre el contorno del agujero en el suelo y la miró con ojos bien abiertos—.

—¿Qué, mi amor?

—¿Te sientes avergonzada?

Debajo del suave tono de voz yacía un vestigio de burla; él sabía lo que ella estaba pensando.

—¿No tienes caseros aquí?

Kit encogió los hombros.

—Se alojan en el sótano. Gente amable y suficiente, con muchísimos años, sordos como palenques. Después de que consigamos algunas prendas de vestir, golpearé la puerta para despertar a la herencia familiar.

—Rué —dijo Kit una vez más, con una débil sonrisa; una amenaza divertida al ver que ella no se movía—. ¿En verdad crees que existe algún lugar donde no pueda hallarte?

—No puedo quedarme aquí.

—Hicimos un pacto.

—No, no lo hicimos. Dije que vendría a Londres contigo y lo hice. Prometo que… te encontraré aquí mañana.

Kit esbozó una sonrisa silenciosa que a Rué le provocó un escalofrío en la espalda.

—Palabra de una dama. Y sin embargo, debo rechazarla. Ven conmigo, si lo deseas.

Supongo que debe de ser increíble exigir siempre lo que deseas en lugar de pedirlo!

Las cejas de Kit se arquearon.

—Me duele que tú lo sepas entre todos los demás.

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