El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Lo observó a través del orificio para el ojo de la máscara.

—En verdad dejaste de ser encantador.

—Eres la criatura más atractiva del mundo, dulce Rué, incluso escondida detrás de las plumas y las cuentas. ¿Qué te pareció eso?

—Adecuado, aunque falso.

—Entonces me malinterpretas. —Tomó la mano libre de ella y presionó sus dedos contra sus labios, oro con oro, enviando una ráfaga de calidez repentina y sensual que subía por su brazo. Su voz cayó a una nota más grave—. Soy completamente sincero.

Los ojos de él permanecieron a la altura de los de ella, fijos, serios, incluso mientras sostenía su mano. Ella lo miró fijamente, intentaba no sentir su corazón, intentaba no sentir sus labios, tan cálidos bajo su tacto, más suaves que las nubes.

Kit bajó la mirada; besó sus dedos y sonrió.

—Pobre Lady Cynthia. Se sentirá destrozada al darse cuenta de que no es la reina del baile.

Antes de que ella pudiera responder, colocó su brazo sobre el suyo y la llevó con él por el callejón. Rué se vio forzada a concentrarse en los adoquines para salvar sus tobillos; si uno de sus tacones quedaba atrapado, tendría que convertirse o arriesgar su cuello en la caída.

Miraba a ciegas hacia abajo, a las piedras. Él pensaba que era atractiva.

Llegaron a la parte trasera de la lavandería, a la vuelta de la caballeriza que olía a heno, hasta el lugar en el que habían estado juntos hada no más de dos horas. La luz del farol colmaba de ámbar el camino de la entrada y el cercado, y desdibujaba las cornisas barrocas de la mansión en un extraño detalle movedizo. La risa salpicaba el aire, doscientas voces parloteaban en una masa enardecedora. Y debajo de todo eso, sonaba el alegre estribillo de un minué. Rué se esforzó por distinguir la viola de la mezcla de cuerdas, cuernos y flautas, pero no pudo.

Mantuvo la máscara en alto y las pestañas bajas, fingió discreción cuando se toparon con el primer sirviente al borde del huerto, una criada de trascocina que buscaba un cubo, y el segundo, un lacayo que sólo murmuró algo y se retiró de su camino. Cuando llegaron a los jardines formales comenzaron a pasar junto a otras parejas, invitados felices por el vino, emperifollados en sedas chillonas y lentejuelas que no los disimulaban lo suficientemente bien en la oscuridad.

La neblina se extendía por el cielo. Detrás de ella una media luna había comenzado a elevarse, solitaria y distante, rodeada de bruma.

Fuera, en el patio descubierto que conducía al salón de baile, Kit se detuvo, alzó la vista hacia la noche. Su mandíbula se tensó. Las personas que estaban más allá de las puertas conformaban un mosaico de color y movimiento.

—El estrado de los músicos está a la derecha —dijo Rué—. Contra la pared del este.

—Lo sé. —Lo oyó tomar un respiro más largo que antes; él le echó una mirada de reojo—. Quédate cerca, ratoncito.

—Lo haré.

Entraron donde estaban los Otros. De manera instantánea, se sintió acosada por los olores, la luz y los sonidos, pero los años de una disciplina auto-impuesta la ayudaron a moverse con cuidado. Podía limitar la concentración a detalles específicos: el pellizco de los zapatos en sus pies, la percusión de madera del suelo, el brillo de la luz de la vela junto al cuenco de ponche, el olor del tabaco, el olor del azúcar, las palabras que pronunciaba con suavidad una dama vestida toda de rosa, la música…

La viola.

Merodeaban los límites del salón, se movían con lentitud porque debían moverse con lentitud, con las máscaras en alto, sin hablar. Alguien presionó una copa de champán en la mano de ella. Le enfrió los dedos hasta entumecerlos.

Y en este estado exaltado sintió que un cambio comenzaba a deslizarse por Christoff. Inefable al principio, sólo un remolino extraño y eléctrico que parecía tirar y reunir todo el aire alrededor de ellos, un espiral seco de calor, la luz y el frío sobre él. Su cuerpo se tensó. Sus zancadas se volvieron más largas, aún más. Incluso se le alteró el rostro; sus rasgos parecían endurecerse, las líneas tenues que lo demarcaban se alisaron como una piedra pulida. Debajo del polvo dorado estaba radiante y distante, para nada mortal.

Con cada paso cambiaba su misma esencia, el cazador dentro de él se elevaba obsesionado, de manera que para el momento en el que estuvieron a la vista de los músicos casi crepitaba en una energía oscura y ardiente, su brazo se había vuelto acero bajo el de ella, todo en él estaba tenso y se preparaba. Ella sostenía sus dedos de manera tan delicada sobre su manga cómo podía; casi la asustaba esta transformación: el hombre glamoroso se desnudaba para revelar la bestia oscura y silenciosa que vivía en él. Un Alfa.

La asustaba y la excitaba. No se había sentido de esta manera en la reserva. No había estado así con Mim. Sabía que tenía que buscar al fugitivo pero Kit atraía su mirada como una llama fatal, como una magia negra. No quería apartar la mirada.

—Ahí —dijo él bajo su respiración. Ella siguió su mirada hasta los músicos sentados en el estrado, violines habilidosos, pífanos y panderetas.

El hombre de la viola dio vuelta la cabeza, mientras aún tocaba, con el rostro escondido detrás de una máscara de terciopelo blanco. Los ojos de él encontraron los de ellos. El estómago de ella se estrujaba.

No lo había tenido en cuenta para nada. No había pensado en lo que podría resultar en verdad ese momento. Christoff era destrucción latente, era la rápida perdición, preparado para volar…

Tres hombres, había dicho él. Había matado a tres hombres. Y pronto podrían ser cuatro.

—Quédate aquí —le ordenó; sus labios apenas se movían y, sin pensar, ella trató de tomarlo del brazo.

—Espera…

—¡Langford! —Un hombre trastabilló ante ellos sonriendo, rodeado de un fuerte olor a alcohol—. ¡Aquí estás, viejo! ¡Cynthia dijo que podrías venir!

Era Marlbroke, ese presuntuoso sapo viejo, llevaba una larga barba postiza, una bata de seda roja bordada y un sombrero con forma de caja sobre la peluca coronado con una borla anaranjada. Sus ojos estaban inyectados en sangre al otro lado de la máscara.

—¡Excelente verte, excelente! Cyn está por aquí también. Es un ángel, ¿te fijaste en ella?

Rué soltó el brazo de Kit. Retrocedió un paso.

—¡Santo Dios, qué vestimenta! Déjame adivinar… eres unos de esos tíos griegos. Apolo, así es. Apolo, ¿no es así?

—No exactamente. —Ella escuchó lo que Kit le respondió, y dio otro paso hacia atrás.

El minué concluyó. Rué alzó la vista más allá de los bailarines que saludaban al estrado. La viola estaba sobre una silla vacía. El fugitivo no estaba en ningún lugar a la vista.

—¡Allí está! ¡Cyn! ¡Cynthia, mi niña! ¡Ven aquí, mira a quién encontré! ¡Vaya, no le eches a tu padre esa mirada, cielo! ¡Ven, te alegrarás!

Aunque Rué no hubiera sabido que la rubia Lady Cyn estaba cerca, la habría sentido acercarse. Cuando la joven se acercó, se golpearon los brazos; Rué estaba un poco mareada con el señuelo de perlas que llevaba Cynthia, eran gotas pesadas en su cabello y alrededor del cuello que se balanceaban desde sus orejas. Zumbaban como lo hacía Herte pero más ahumadas, más suaves. Qué fácil sería en la confusión del salón de baile deslizar un dedo detrás de la gargantilla para soltar el broche. Coger ese conjunto de perfección combinada en su puño y escapar.

Rué retrocedió un tercer paso. Por accidente o a propósito, Cynthia se había interpuesto entre ella y Kit; era la dama de rosa, por supuesto, un ángel menudo de nariz respingona, mullido y fruncido con encajes. Además ostentaba alas, ligeras curvas descendentes de suaves plumas rosadas.

Christoff aceptaba su mano con una reverencia sobre ella. Rué se dio la vuelta con rapidez, y se sumergió entre un altísimo pavo real y una doncella con un tocado isabelino. Continuó moviéndose sin mirar hacia atrás.

Lady Cynthia tenía esa sonrisa otra vez. Sus ojos estaban brillantes al otro lado de la espiral de encaje que formaba su máscara; sus dientes eran pequeños y parejos. Kit apenas podía soportar tocarla.

—Milord —ronroneó ella, y alguna otra tontería, una serie de sílabas a las que él no prestaba atención.

Su sangre bombeaba muy fuerte en sus orejas. El dolor que se propagaba por su pierna se había convertido en algo ajeno y sin importancia; el vértigo lo obstaculizaba sólo cuando giraba la cabeza con demasiada rapidez. Sus sentidos se extendían de manera tan aguda y sutil que cada momento, cada respiración, hervía a través de él como el alquitrán, lento, denso e interminable. Sin embargo, siempre era así antes de la caza. Siempre era así.

Las perlas que cubrían la peluca blanca de la joven atraían su mirada; era una atracción suave y lujosa que enviaba una nueva clase de dolor a las palmas de sus manos. Su color, su perfección: le hablaban de Rué. El dragón dentro de él ardía por cogerlas.

Rué. Apartó la mirada de la joven. De manera instantánea y sin darse la vuelta, supo que su compañera ya no estaba a su lado, que el fugitivo también había desaparecido. Su corazón se hinchó. Proyectó su conciencia hacia fuera como una red, buscaba a Rué incluso mientras sus ojos exploraban el salón.

Alguien aún hablaba. La voz de la joven parloteaba de manera ascendente para terminar en una nota más aguda, y luego una aún más aguda.

—¡Lord Langford! Milord… Por favor…

Kit se dio cuenta de que no había soltado la mano de la joven, que su dedo pulgar presionaba los dedos de ella con firmeza en su palma, que ella intentaba soltarse. Abrió los dedos. Ella se apartó con un fuerte movimiento repentino de la muñeca y los ojos mucho más abiertos que antes. Su sonrisa había desaparecido.

El inclinó la cabeza para disculparse y se abrió paso sin comentarios. De todas maneras no podía hablar, no ahora, con los músculos contraídos y la mandíbula apretada con tanta firmeza que tenía que tomar el aire entre los dientes. El grito entrecortado bajo y agudo de Cynthia mientras él se alejaba lastimaba sus oídos como un silbido de vapor que pitaba en su cerebro.

¿Dónde estaba ella? El salón de baile estaba inundado de los Otros, de su olor, del ruido y de los colores punzantes. Sin embargo, había un centro de tormenta, había un lugar de calma dorada, de faldas verde profundo, una calma de lirio… ahí, por allí lejos, junto a las puertas… y con ella, un hueco…

Se dirigía a alguien. Un hombre con una máscara y una simple chaqueta gris. Había bajado su máscara hasta las faldas, se miraban, y a través del mar de gente, Kit podía verla hablar. Su cabello destellaba a la luz de las velas como una llama de chocolate oscuro. Sus labios eran de un oro rojizo.

El fugitivo extendió una mano y tomó el antebrazo de ella, con los dedos clavados en su piel. Y sólo con eso, con sólo ver a otro drakon con la mano sobre ella, dedos firmes y blancos sobre el reflejo pálido que era Rué, el último resabio de un deseo claro que era Christoff chamuscado hasta las cenizas.

La bestia dentro de él estalló en vida, en furia. Nadie la tocaba, nadie la tocaba, nadie…

Escuchaba que la gente gritaba. Se abrió paso entre ellos con facilidad; salían volando a ambos lados como muñecos de papel al quitarse de su camino. Sintió que sus labios retrocedieron. Sintió el dragón negro abrirse camino a través de su sangre, ahora ágil y mortal, una aceleración salvaje que lo hacía jadear y la necesidad de convertirse era tan potente que su cuerpo se sentía como hierro oxidado, demasiado pesado y tosco para continuar.

Ambos, Rué y el fugitivo, habían girado sus cabezas hacia él, aún unidos. Sintió la mirada de Rué, el asombro exótico de su rostro, pero Kit estaba concentrado en el fugitivo, el otro drakon con los dedos untados en oro y los ojos azul brillante detrás de la máscara.

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