El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Había asignado a dos guardias para custodiar la puerta, sus hombres de confianza. Dejó expresas órdenes de que nadie podía visitarla, excepto él; que cualquier duda acerca de ella debían dirigirla solamente a él. Clarissa… Rue… había caminado por los salones y había dejado rastros de admiración en su estela: la mitad de la Comunidad se había enterado de las noticias por el mensajero y se había reunido en el jardín del frente para esperar la primera mirada de la muchacha que los había engañado a todos… al menos por un tiempo.

Y en esos pocos minutos que le llevó acompañarla dentro, Kit había sido testigo de una insurrección que recobraba vida. Se encendía de rostro en rostro, un hambre que tocaba a cada hombre cuando ella pasaba, que festejaba sobre el largo cabello castaño y la piel clara y el mero conocimiento de todo lo que había hecho y estaba por hacer.

El Ladrón de Humo. Incluso con el vestido de tafetán era atractiva. Marcaba sus caderas con colores susurrantes.

Christoff conocía el hambre muy bien. Conocía el dolor brutal.

Una noche. Sólo para ser justo. Pero después de esa noche, ella dormiría allí, con él.

***

Años de vivir en las penumbras entrenaron a Rue para escuchar siempre, porque incluso los más sutiles sonidos podían marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso, entre escoger un monedero con monedas de cobre o de oro, entre la esclavitud y la salvación.

Así que Rue escuchaba. Escuchó con atención toda la noche, pero nunca oyó un solo murmullo que se filtrara por las paredes de la prisión. Ni siquiera oyó los golpes y el arrastre de los pies de los hombres que sabía estarían al otro lado de la puerta de metal.

Sin embargo, tuvo una revelación en la noche; su celda no estaba totalmente apartada del mundo como había creído en un principio.

Se había quitado el llamativo vestido rayado y yacía sobre su espalda en la cama con una manta enroscada cómodamente alrededor de su cuerpo. No tenía camisón, ni enagua. El aire seguía siendo denso y helado. El colchón tenía una protuberancia.

Después de tantos días en la oscuridad, deseaba ver la luz y entonces dejó que el farol ardiera hasta consumirse por completo. Una vez que la llama se consumió, el olor a aceite de ballena parecía haberse adherido a las sábanas y a las paredes.

El sueño no la envolvería. Cerró los ojos y pensó en su colchón de plumas de Londres, en su casa, en su gente. Sentía preocupación por lo que podrían haber pensado al encontrar la puerta entreabierta y las extrañas prendas de vestir en su habitación. Le preocupaba que Cook y Sidonie involucraran a la policía, y que Zane no tenía suficiente edad aún como para detenerlas.

Descubrió el primer mensaje por accidente. Había girado hacia un costado; intentaba evitar la protuberancia del colchón cuando su mano izquierda se elevó y rozó la pared.

Pero la superficie de piedra era irregular. Débilmente y con sutileza, la habían tallado.

Rue abrió los ojos y siguió el rastro de las líneas que formaban las letras en su mente mientras sus dedos las palpaban: «ALAS ATADAS». Y por debajo: «CORAZÓN ROTO, M.A., 1689».

Tomó asiento. Sintió las palabras una vez más en la oscuridad de la habitación, las iniciales y la fecha, luego apoyó ambas manos sobre la pared y dejó que la piedra le quitara el precioso calor del cuerpo. No le llevó tiempo descubrir otro tallado. Esta vez, cerca de la cabecera de la cama, medio escondido por un madero. No eran palabras sino una figura delgada, una dudosa línea con dos alas desplegadas que brotaba del centro. Un dragón, en vuelo. Detrás de ese había otro, y otro más, y otro más, uno más pequeño que el otro. Quizás una familia. Quizás el hombre que los había tallado en los últimos días de su vida había tenido una familia alguna una vez.

Apoyada sobre las almohadas, pensaba. ¿Qué habían usado para tallar la piedra? Con seguridad, el marqués la había dejado sin ninguna arma, sin nada que tuviera filo. Se frotó las manos distraídamente sobre la manta que le cubría las piernas para calentarlas una vez más. Después, se levantó y caminó con cautela hacia la mesa rota. Con las manos extendidas anduvo a tientas hasta que encontró la parte de arriba y la pata hecha pedazos. La había destrozado. El fragmento restante de madera, en la zona de la junta, estaba suelto y revelaba largos y pesados clavos.

Se cortó cuando intentaba soltar el más largo de ellos. Lamió la sangre de su dedo y tiró del clavo hasta que logró sacarlo.

Rue volvió a la cama, encontró un bloque libre en la pared y comenzó a tallarlo.

Cuando Kit regresó por ella, Rue lo estaba esperando envuelta sólo con la manta, sentada con rigidez sobre la cama con los tobillos entrecruzados y los dedos enlazados sobre el regazo. La luz que se filtraba cuando abrieron la puerta formaba un brillante y helado rectángulo sobre ella; la encandilaba y Kit se preguntó cuánto tiempo habría estado sentada allí en la oscuridad.

Había hecho una trenza con su cabello, realzaba su rostro anguloso, su boca solemne, las pestañas negras y la claridad de sus ojos. El tafetán yacía a sus pies.

Kit ingresó en la celda con una bandeja con el desayuno y tuvo que dar un paso al costado muy rápidamente para evitar los restos de la mesa que había estado alguna vez en el rincón.

—Quiero nuevas prendas de vestir —le pidió Rue Hawthorne.

Kit miró a su alrededor para buscar otro lugar donde apoyar la bandeja. Se dio cuenta de que no había ninguno y la dejó a un lado de Rue.

—Por supuesto —dijo.

—Y un baño.

—Por supuesto.

Se inclinó hacia delante, levantó lo que había sido la pata de la mesa y la miró de soslayo. Ella le devolvió la mirada, lentamente sus cejas se arquearon, como pidiéndole que hiciera algún comentario.

—Me sentí más o menos del mismo modo —dejó caer la madera de sus manos—. Fue horrible.

Rue, cabizbaja. Con el mentón escondido y los labios fijos en esa suave y recatada reverencia, era la representación de la timidez, una escena de lo más atractiva.

Dios, si él no supiera como se veía sin la manta.

Las sombras danzaban. Detrás de él, el guardia traía un nuevo farol y Kit se volvió para recibirlo. Mientras la puerta comenzó a cerrarse, pudo ver la repentina expansión del pecho de Rue, cómo inhaló profundamente la última bocanada de aire fresco.

No debía de ser fácil estar en ese lugar. Había sido construido, después de todo, para castigo.

—Va a ser un hermoso día —dijo Kit con un tono casual, mientras tomaba asiento al otro lado de la bandeja—. Está amaneciendo. El cielo está diáfano. Hay algo de brisa pero sólo para despertar las armerías. Hay un grupo al norte del campo esta mañana. Crecieron en el centeno. Todo huele a primavera.

Rue estaba completamente paralizada; miraba la servilleta blanca sobre la bandeja, el tazón de porcelana con azúcar. Bajo la poca luz que emitía el farol, el cabello de Rue brillaba como suave tinta, la trenza era como una pincelada detrás de la línea de su espalda.

—Y a madreselva —agregó él al cruzar las piernas—.Una gran cantidad está floreciendo en este preciso instante. ¿Lo recuerdas?

Rue clavó su mirada en él.

—¿Cuándo sucederá?

—¿Sucederá qué?

—El concejo. ¿Cuándo se reunirá?

—Al mediodía —dijo—. Y la ceremonia es a las cuatro.

Palideció un poco; él no lo hubiera considerado posible.

—La ceremonia de boda —dijo—. ¿Qué has pensado?

A pesar de la palidez de sus mejillas, florecieron dos puntos colorados. Él sonrió al verlos, una sonrisa sostenida que a Rue no le complacería en absoluto, pero sí eliminó su fingida suavidad.

—Te he traído algo más. —Buscó en su camisa el periódico doblado. Se lo ofreció pero los dedos de Rue nunca se abrieron para tomarlo y entonces Kit lo desplegó delante de ella, con la página principal hacia la luz.

—Mira. Creí que te gustaría verlo… Todavía eres famosa.

«¡Monstruos en el cielo!» decía el titular en letras negras. Debajo había una ilustración de dos demonios que gruñían, verdaderamente abominables, con gente debajo que corría frenéticamente.

—Más bien infame —se corrigió Kit, que todavía sonreía—. Uno de los sujetos que andaba por la mansión para cerrarla trajo esto. —Miró el crudo dibujo—. Creo que fuimos un gran espectáculo.

—Es un milagro que nadie nos haya disparado —dijo Rue en voz baja.

—Ah, pero mira aquí. Alguien lo hizo. Un tal Eugene Sumneer, el capitán del conocido barco Rip Tide. En realidad, parece ser que es un buen tirador, al menos cuatro de sus compañeros cuentan que se las arregló para hundirnos en el fondo del río.— Levantó la vista del artículo, pensativo—. Quizás reciba una medalla.

—Qué lástima que errase.

Kit bajó el periódico.

—Tú —agregó intencionadamente.

Inclinó la cabeza y examinó los ásperos bordes del periódico, lo plegó y volvió a plegarlo. Más allá de sus pies, la vieja mesa yacía en la desamparada esquina. Su cara inferior revelaba una mancha más oscura que la de la cara superior. Había estado en la celda durante muchísimo tiempo. Ni él lo recordaba. Con seguridad, desde la época de su padre. Se preguntaba cuántos fugitivos habrían contemplado su superficie y contado las horas. Se preguntaba si ella se habría lastimado al romperla y lo supo antes de preguntar.

—Dime donde está Herré y hablaré a tu favor en el concejo. Pediré una indulgencia.

—¿Y en qué consistiría? —preguntó, sedienta—. ¿Una boda mañana en lugar de hoy?

—Mejor alojamiento, por un lado. El cuarto de la marquesa.

—¿Libertad?

—Un poco de libertad, sí.

—Un poco… —repitió, ahora con un tono de voz aburrido—. Como un perro con correa, entiendo. No, gracias.

—Rue —dijo rudamente y la miró—. Déjame ayudarte.

—Ya me has ayudado lo suficiente.

—¿Es esto lo que deseas, entonces? —Se puso de pie, dejó que su mano recorriera con prisa la habitación—. ¿Este lugar? ¿Esta vida? Si peleas contra ellos, harán todo lo posible para mantenerte aquí.

—Déjame ir —suplicó mientras lo miraba fijamente—. Eres el marqués, tienes poder para ello. Te diré lo que quieres entonces, lo prometo.

Kit negó con la cabeza.

—Sabes que no es posible.

—Sé que eres un Alfa. ¿No es cierto? El líder todopoderoso de la Comunidad. —Ella también se puso de pie, aferrada a la manta—. Bueno, demuéstramelo. Rompe las reglas.

Crea las tuyas propias.

Dio un paso hacia él mientras pronunciaba las últimas palabras, con los hombros erguidos; y la maldita y tonta manta se arrastraba detrás de ella sobre el suelo como si fuera el vestido de una emperatriz. Kit sabía que buscaba incitarlo, quizás, incluso intimidarlo, pero justo ahí, sólo con ella en la celda, con el farol que jugaba con la luz y el color sobre su piel, con sus ojos estrechados y sus labios… Sí, sus labios… tan perfectos, profundamente rosas y maduros… con la trenza que se movía detrás de ella, una invitación a desatarla…

Kit sintió que la bestia dentro de sí se agitaba. Sintió que su cuerpo se volvía tenso, a pocos centímetros de ella, mientras esa tensión comenzaba a moverse en espiral y apretar con ardiente prisa sus entrañas. No podía detenerlo, no quería detenerlo. Quería que continuara y continuara.

Era encantadora. Cada vez que la miraba, volvía a darse cuenta de ello, como si su memoria siempre le fallara; no podía acostumbrarse a esa sensación. Pero ella sí. Su presencia lo enardecía, desde el rubor en sus mejillas hasta sus negras pestañas, la forma en que lo miraba, la forma en que cerraba su mandíbula. Incluso sus pies desnudos, visibles por debajo de las capas de lana que los cubrían.

Todavía tenía vestigios del aroma a lilas. Quería probar ese aroma, abrir su boca sobre su piel, recorrer con su lengua el cuello, acercarla a él y frotar su rostro con su cabello hasta que él también oliera a lilas. Quería cubrirla, conquistarla. Enterrarse en ella. La deseaba con una ferocidad tal que lo conmocionaba, tanto que Kit tenía que esforzarse para no moverse, para no quebrarse, cada músculo de su cuerpo se convirtió en un sólido y rígido dolor.

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