El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

No en ese momento. No allí. Pero pronto…

—No quiero que luches con él —susurró Rué y levantó la mirada hacia él—. Con el fugitivo. No quiero que salgas herido.

—Ahora en verdad me lastimas. ¿Crees que no podría ganar?

—Creo —aclaró despacio— que ganarías a cualquier costo.

—¡Eso es! Me conoces mejor de lo que pensaba.

—Christoff —Apretó sus brazos pero no dijo nada más, sólo sus dedos se cerraban sobre sus mangas.

—Esto es lo que somos —dijo él con cuidado—. Así es cómo debemos ser. Eres Alfa. Y porque te conozco, Rué, y conozco tu corazón soberano… sé que comprenderás.

Ella se extendió y enlazó los brazos alrededor de su cuello. Presionó la boca contra la suya empujándolo hacia atrás contra la dura piedra. Lo besó profundamente. Utilizó las lecciones que él mismo le había enseñado para encender su sangre, su lengua y las caricias calientes. Sus dientes tiraban en su labio inferior. Deseaba tocarla; tenía temor de hacerlo. Era delicada y feroz, vestida en una seda que podría arrancar como una nube bajo sus manos. Sí que deseaba hacerlo. Con su pecho contra el de él, su vestido rígido e inflexible, su boca era toda suavidad y calor… Dios, deseaba hacerlo.

La luz echó chispas detrás de sus párpados. Kit abrió los ojos; el rostro de Rué se revelaba en la luz agonizante de un sol de fuego que se esfumaba en cenizas a lo lejos por encima de sus cabezas.

Rué levantó el mentón para observar las cenizas que se tamizaban entre los árboles. Antes de disolverse por completo, un segundo fuego artificial irrumpió en las alturas y estalló en luz. Desde el centro del parque provenía el sonido de los aplausos que despertaban.

Kit sonrió al pasar un dedo por sus labios para corregirle el maquillaje.

—Nuestro momento ha llegado —murmuró—. Lady Langford, ¿nos introducimos en el espectáculo?

Estaba celosa. Celosa de la estúpida y bonita Letitia que había tomado todos los pequeños huesos que Rué le había arrojado como conde con tanta avidez como pudo: cumplidos, flores, chismes refinados y bailes. La duquesa había probado ser tan superficial como un charco. ¿Por qué le dolía que Christoff hubiera disfrutado eso alguna vez?

Porque lo amaba. Porque Letty era todo lo que Rué no era, era rubia y descarada y tintineaba por el brillo. Porque en los recovecos más oscuros de su corazón temía que fuera todo lo que él aún deseara, y en última instancia, podría decepcionarse con lo que obtuviera. Él dijo que la conocía. ¿Cómo podía ser si ella apenas se conocía a sí misma?

Había trabajado duro para obtener sus logros. Había arriesgado mucho y había ganado mucho. La idea de dejar Londres, su hogar, su vida, era amarga. Pero la idea de vivir sin Kit era como veneno en su garganta.

Él se paró tranquilo a su lado en medio del considerable público que asistía al espectáculo. Mantuvo su mano ahuecada en el codo de ella y lucía perfectamente convincente como un caballero que no tenía nada mejor que hacer más que admirar las luces incoloras que explotaban en un cielo lleno de humo.

El olor de la pólvora caía sobre ellos como una nevada.

Ella intentaba imitar su tranquilidad. Intentaba no notar a otros drakones en la presión de los cuerpos; eran rostros que apenas reconocía de no ser por los olores, las vibraciones, las energías casi insoportables. En los repentinos destellos de luz vio a Kit como el muchacho que había sido una vez, el que miraba hacia las estrellas; luego, el recuerdo se desvaneció cuando él la miró sin dar la vuelta la cabeza, advirtiendo su vigilancia.

Rué volvió a mirar al cielo.

Soles, árboles de fuego explotaban en bolas redondas que según ella, parecían cardos escoceses destrozados por el viento. Había un cuarteto de cuerdas —sin viola— que tocaba animosamente en un pequeño cuadrado separado por medio de sogas, y la caseta que habían instalado junto al jardín de rosas hacía un buen negocio con ostras abiertas y cerveza..

En el foso del anfiteatro, lluvias mellizas de chispas estallaban en columnas de un alto brillo candente, y les daban a las figuras de los hombres que trabajaban allí un claro alivio. Tenían las chaquetas desabotonadas y las orejas envueltas con tela. El hollín manchaba sus manos y sus rostros. Todos aplaudían, incluso una vez desaparecidas las columnas luminosas.

Soles de fuego. Árboles de fuego.

Los trabajadores sudaban y trabajaban duro pasándose cohetes largos de mano en mano, las tarimas de arcilla chamuscada utilizadas para el lanzamiento, el extremo de la antorcha que ardía en color anaranjado que utilizaban como iluminación: un desfile que había visto más veces de las que podía contar: cohete, tarima, antorcha, un paso atrás. Sin embargo, de todos modos, se encontraba observándolo otra vez. Había cuatro hombres que harían el trabajo de cinco; se preguntaba dónde podría estar el quinto, y entonces, cuando los músicos comenzaron una giga campestre y arrojaron los siguientes fuegos artificiales, vio el pequeño rostro firme de Zane en la multitud detrás de la tarima. Había un hombre de pie detrás de él, justo detrás de él, con la mano en el hombro del muchacho. El hombre observaba las personas que había a su alrededor pero Zane, increíblemente, la miraba justo a Rué.

Todo dentro de ella comenzó a desmoronarse en un abismo lento que se hundía. El corazón, el estómago, los pulmones, se deshacían en la nada. En su lugar llegó el temor que se pavoneaba en sus venas. El rostro de Zane carecía de expresión alguna, estaba en blanco, oscuro, mientras encendían más y más cohetes. Williams, Tamlane Williams. El nombre le daba vueltas por la mente. ¿Alguna vez lo había visto en el Condado? ¿Había sido amable con ella? ¿Había sido cruel? El fugitivo que lo sujetaba aún buscaba entre la multitud. Pero cuando Zane intentó moverse, Rué vio la mano del hombre que lo presionó de inmediato y en su espalda, el destello de algo que podía haber sido metal. Una pistola o un puñal.

Rué miró al marqués que aún observaba el espectáculo. Bajó las pestañas y tiró de su capa para acercarla más y sintió la atención de él de inmediato aunque nunca movió un músculo.

Haría cualquier cosa para ganar. Había prometido proteger a Zane, pero ella sabía, en lo profundo de su ser, que era capaz de hacer cualquier cosa.

—Necesito ir a la taberna —le dijo en voz baja; avergonzada, pero era todo lo que se le ocurría. Christoff la miró fijo.

—Ven conmigo, si quieres —agregó—. Pero es justo aquí a la vuelta. Enseguida estaré de regreso.

Sin molestarse en responder, Kit comenzó a abrirse camino entre la gente. Se movía con facilidad mientras la guiaba. La taberna estaba peligrosamente cerca de Zane, pero también la alejaba del grupo; cuantos menos testigos, creía ella, mejor. Comenzó a contar los hombres de la Comunidad que pasaban y había llegado a catorce para el momento en el que llegaron a la pérgola que marcaba el comienzo del camino a Delilah House. Brillos de cristal pendían de tablillas que cruzaban por encima de las cabezas y giraban con lentitud centelleando luz.

Hojas verdes y pequeños pétalos de jazmín ensuciaban la caminata iluminada por faroles como si fueran estrellas caídas. Rué se detuvo.

—Deberías permanecer a la vista. Te encontraré aquí.

—Creo que no, amor.

—¿Aún no confías en mí?

La sonrisa de Christoff ahora era estrecha y brillante.

—No esta noche. En lo más mínimo.

—No puedes seguirme hasta dentro —le dijo intentando esconder el temor con indignación.

Él se encogió de hombros.

—Tal vez sí. Veremos. Te sorprenderás de lo que una moneda puede comprar.

—Kit. Enseguida vuelvo.

—No, no lo harás, ratoncita. Estarás justo a mi lado.

Maldición. Iba a tener que olvidarse de su vestido. Rué bajó la cabeza en un falso consentimiento y comenzó a transitar el sendero. Uno, dos, tres, a la cuenta de cinco lo haría.

—¡Milord!

Ambos se dieron la vuelta en dirección a la nueva voz. El hombre corría con prisa hacia ellos. Era el guardia fornido que había vigilado la puerta aquel día en el Stewart.

—Rufus cree que lo ha visto, milord —dijo el hombre, bajando su voz—. Lo sintió, mejor dicho. Impreciso, poco claro. Pero se parece a nosotros…

—¿Dónde? —exigió saber Kit.

—Lo vio por última vez cerca del anfiteatro, pero se ha marchado. Tiene a alguien con él. Un muchacho…

Kit giró hacia Rué. Ella se convirtió, sin elegancia, sin delicadeza. Dejó a los hombres detrás blasfemando porque justo entonces un grupo de escandalosos había abierto las puertas de la taberna y salían tambaleando hacia la luz y esa era toda la demora que necesitaba. Salió con rapidez al polvo gris de la pólvora y el humo.

Capítulo 19

EL fuego corrió a través de ella. Fue inmediato e intolerable, una ráfaga de aire débil y seca. Después, el cohete y una luz furiosa, peor que un relámpago. Chispas doradas brillaban y ardían en innumerables serpentinas negras; Rué huyó con prisa de ellas y se acumuló. Encontró a Zane debajo de ella entre los cientos de rostros que miraban hacia arriba. Se retiró de la luz y se dirigió a un matorral de eucaliptos y mirtos.

Justo antes de desaparecer, Williams también levantó la mirada y la vio. Esperaba que supiera que era ella y no Kit o un guardia. Reconoció su perfume y, con seguridad, él había reconocido el de Rué.

Por favor, por favor, Dios, por favor…

Rué bajó y se detuvo al lado de las ramas peladas. No veía a nadie cerca, ni drakones ni Otros. Sólo se encontraban el fugitivo, Zane y el crujido de la corteza que había caído al césped. Se materializó detrás de ellos y el hombre se dio vuelta de inmediato. Llevaba al muchacho a tirones, con un brazo alrededor de su garganta.

—Tu abrigo —dijo ella y le tendió la mano.

—¿Qué?

—Dame tu sobretodo.

Los cohetes aullaban; el cielo destellaba. Los colores de Zane viraban con cada matiz de rojo. A pesar de la pistola y el brazo que estaban en su cuello, se había inclinado hacia fuera para mirar fijo el suelo.

—No huirá de ti —dijo Rué con tanta calma como pudo—. Prométeselo, Zane.

—Sí —se atragantó el muchacho.

—Pero necesito tu abrigo, Tamlane Williams. Ahora.

Él aún dudaba. Rué perdió la calma.

—¿Quieres que nos encuentren y nos vean así? —bufó ella—. Langford te matará antes de que puedas parpadear.

Williams sujetó la pistola en su cinturón, se quitó el sobretodo y se lo lanzó. Rué se lo colgó de los hombros.

—Todo lo que quería —comenzó el fugitivo, pero su voz se quebró. Hizo una pausa y despejó su garganta—. Todo lo que siempre quise fue que me dejaran solo.

—Lo siento —dijo Rué y lo dijo con sinceridad.

—¿Por qué has hecho esto? —La angustia se coló en su tono de voz. Nunca se había dado cuenta de que era tan joven. Había desaparecido después que ella; nunca se habían encontrado abiertamente. Sin embargo, había estado ahí casi tanto tiempo como ella. Debió haber sido apenas mayor que Zane cuando escapó de Darkfrith.

Williams tomó la pistola de su cintura y sujetó bien la empuñadura lustrada. Al verlo en chaleco y en mangas de camisa pudo notar con mayor facilidad la rigidez artificial de su mano derecha, congelada en su guante.

—Esto es lo que somos —le dijo ella. No podía manejar bien el abrigo, que pesaba sobre sus hombros; sostenía las solapas cerca de su pecho—. No podemos escapar a eso. Viví aquí por nueve años antes de que me encontraran. Pero siempre supe, Tamlane, que un día me encontrarían. Creo que en algún lugar dentro de ti, en ese lugar que recuerda el Condado, también debiste haberlo sabido.

—No.

Ella dejó que su negativa muriera en el silencio. Otro cohete estalló. Rué permaneció muy quieta.

—Deja ir al chico. Podemos hablar nosotros dos. No lo necesitamos a él.

Williams lanzó una risa excéntrica

—No puedo regresar. Debes saberlo. Me asesinarán.

—Hablaré con ellos. No se los permitiré.

—¿Tú? ¿Qué podrías decirles? Les supliqué y les supliqué. Mi madre rogó… —su voz se quebró otra vez. La pistola comenzó a temblar—. ¡Ay, Dios! ¿Por qué has hecho esto? ¿Por qué te uniste a ellos?

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