El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Unos segundos antes de que Kit los alcanzara, el hombre la liberó, se alejó e hizo una reverencia rápida en dirección a ella, quien se había dado vuelta para mirarlo, distraída, y entonces… ¡Maldición! El fugitivo se convirtió en humo, justo allí, en medio del salón de baile. Unas cuantas mujeres gritaron.

Rué levantó el rostro para seguir el humo, una bruma pálida que se enroscaba por el techo y las arañas, que se colaba hacia las puertas del jardín. Luego ella se dio vuelta para mirar a Kit. La máscara cayó de sus dedos y corrió hacia él.

—¡No! —exclamó intentando cogerlo por la manga con un apretón del que no podía escapar—. ¡No, no lo hagas! ¡No puedes!

El humo se desplazaba hacia abajo. Las puertas estaban bien abiertas a la noche.

—No —dijo Rué una vez más cogiendo su otra manga…Colocó su cuerpo frente al de él, su voz era baja o intensa— ¡Christoff! No puedes… no aquí.

Exhaló. El dragón crecía y alcanzaba su punto máximo contra su piel.

Rué lo empujó fuerte con ambas manos para atraer su mirada de vuelta hacia ella.

—¡Kit!

Los ojos de ella relucían, un destello de oro brillante. Inhaló otra vez, más lento, más frío, suspendido en un instante cristalino de vacilación, a momentos de la liberación.

—Por Dios —exclamó un hombre justo detrás de ellos con un hipo achispado por la bebida—. Hay mucha niebla aquí dentro, ¿no es cierto?

El humo se filtraba hacia fuera, por la entrada, en tinieblas que se disolvían hasta las estrellas.

Kit volvió a mirar a Rué. Observó su antebrazo, la mancha de polvo que mostraba la piel rosada debajo del oro, la huella de la mano de otro hombre sobre ella, clara como una cicatriz. Detrás de ella, la vestimenta del fugitivo era un montículo aterciopelado sobre el suelo del salón de baile. La gente reía a su alrededor. Alguien lo levantó sacudiendo el chaleco maravillado por el truco.

Él bajó los brazos. Entonces Rué tuvo que dejarlo y cuando lo hizo, Kit tomó su mano izquierda en su mano derecha y tiró de ella hacia el otro lado, no hacia las puertas que llevaban fuera sino a las que llevaban hacia el interior de la mansión. Ella seguía su rastro detrás corriendo con pasos cortos; él no fue más despacio para que ella pudiera ir más tranquila.

Se hundieron en las salas más profundas de la casa, pasaron la escalera principal hasta una puerta alta cerrada, tallada en caoba, que se abrió de golpe sin un sonido y reveló una habitación con luz de aplique, libros y estantes: la biblioteca, silenciosa como una tumba. Los títulos dorados despedían un brillo apagado y fantasmagórico con sus letras.

Había un escritorio vacío de papeles y dos sillas que miraban hacia la chimenea. Un biombo japonés negro cubierto de flores pintadas y unos pájaros que protegían las sillas de la corriente de aire de la puerta. Kit la llevó con él hacia allí. Ella se lo permitió. Sus cejas se arrugaron, sus dedos apretaban los de él. Cuando la tuvo detrás del biombo, se convirtió en una ráfaga de humo para dejar caer su vestimenta y luego se transformó en humano delante de ella, completamente desnudo. La acercó hacia él de un tirón y cerró su boca sobre la suya.

El polvo que lo había cubierto segundos antes flotaba sobre ellos en espirales centelleantes, espolvoreaba sus pies y el dobladillo de las faldas de ella.

—No —dijo él con tono áspero mientras ella alejaba su cabeza de la de él. Cerró sus dientes pellizcando la calidez delicada detrás de su oreja, autoritario—. Quédate cómo estás. Quédate cómo estás —deslizó sus manos por su cabello y tiró con suavidad de las horquillas; los cabellos suavemente empolvados caían como satén pesado a través de sus dedos.

En la oscuridad del cuarto, el polvo dorado perdió su tono. Ella era reflejo y luz, colores brillantes y pálida piel radiante.

El corsé del vestido era escotado y apenas le cubría los hombros; no estaba diseñado para una doncella, sino pensado para la tentación. Deslizó los labios hasta su garganta e inhaló profundamente, bajó la boca hacia el arco delgado de su cuello y más abajo, degustó el polvo y a ella volviendo la mejilla hacia los latidos de su corazón.

Ella respiraba con rapidez, de manera irregular. Su pecho se elevaba y caía, sus pechos se ceñían en lo alto; eran una invitación abierta. Deslizó su lengua por esas curvas, luego abrió la boca sobre ella, la probó, la acarició, tiró del corsé hasta que las puntadas saltaron y sus dedos encontraron un pezón. Giró su cabeza para succionarlo. Ella lanzó un sonido sin palabras. No era ni protesta ni placer; no lo sabía. No le importaba. Cayó de rodillas sobre la alfombra y la llevó hacia abajo con él para extender a ambos lados sus muslos abierto. Levantó la mirada de sus pechos; jadeaba. Los dedos de ella le habían dejado manchas de leopardo brillantes en los brazos. Sus labios estaban rojos e hinchados por los besos.

Kit le llevó hacia atrás las faldas. Sin quitarle los ojos de encima, deslizó las palmas de sus manos por sus medias y resbaló hasta las ligas. Su piel desnuda era sedosa sobre los lazos, sus piernas eran suavemente musculosas; piernas de esgrimista, o de hechicera. Se movió con cuidado hacia atrás sobre sus talones y apretó sus dedos en las nalgas de ella, lo levantó y la guio, acercándola más para que sus muslos se cerraran a su alrededor, con el peso de ella sobre el suyo y los suaves rizos que presionaban sobre su erección. Sus labios se abrieron. Ella puso los brazos alrededor de sus hombros, su cabello lanzaba perfume entre ellos.

—¿Qué haces? —susurró Rué en el más débil de los sonidos, pero él no se molestó en contestarle. No con palabras… no cuando tenía su mirada oscura, sus piernas y su perfume a lirios y una deliciosa predisposición caliente. Ella se movió y su vestido crujió contra la piel de él, con arrugas paganas. El corsé sostenía su cintura y su espalda rígidas pero debajo de éste, ah, debajo… Era tierna y dócil, todo era escalofríos y humedad incipiente cuando él tocaba sus curvas cálidas. Hacía equilibrio sobre las rodillas y las plantas de los pies; era calor, una tensión desnuda y ágil sobre su regazo, su mejilla descendía hacia la de él con cierto ahogo en la garganta. La acarició otra vez. Sus dedos buscaban, investigaban. Su vagina era estrecha, un terciopelo húmedo. Giró su rostro hacia el cuello de él. Kit desnudó sus dientes en una sonrisa que ella no podía ver.

Violación o seducción. Cogería cualquiera.

Con una mano debajo de ella y la otra por detrás, la levantó más arriba y luego, la volvió a bajar con firmeza levantando sus talones para penetrarla. Los dedos de ella le dieron un tirón a su cabello.

Dolió. Rué aspiró el aire, conmocionada, con la sensación de una invasión ardiente que con una abrumaba en oleadas. Sin embargo, él había bajado la boca hasta su pezón una vez más, lo succionaba con cortos tirones feroces que enviaban una confusión de placer doloroso que corría a través de su sangre… Después, su boca se suavizó con besos tiernos y comenzó a lamerla. Feroz una vez más… Sus dientes mordían y sus brazos empujaban con fuerza alrededor de sus caderas empujándose más profundo en su interior e intensificando la pasión. Ella retorció los dedos en su cabello. Sentía un gemido atrapado en el pecho. Deseaba que se detuviera y deseaba que continuara. Deseaba su mirada salvaje y feroz y esa espiral de placer nuevo que se desenvolvía a través de ella, a través de su parte más profunda, donde él la llenaba y lastimaba… pero no…

Desde el otro lado del biombo laqueado llegó el sonido de la puerta de la biblioteca que se abría. La música lejana inundó la habitación.

Rué quedó helada, avergonzada, y miró fijamente a Christoff, pero él sólo miró el biombo que los ocultaba y luego de nuevo, a ella. Sus labios dibujaron esa sonrisa demoníaca; negó con la cabeza sólo una vez. En silencio, sin evocar siquiera un murmullo de las faldas arrugadas de ella, curvó sus dedos alrededor de su cintura y la llevó con más firmeza contra él, sus pestañas bajaron.

Ella se mordió el labio para contener el gemido, sus piernas estaban flexionadas, detenidas entre la agonía y la necesidad.

Alguien se movía en la biblioteca. Alguien estaba en el escritorio. Si tan sólo dieran una vuelta por las sillas…

Kit la acercó aún más de un tirón, la extendió aún más abierta, llevando a que los talones de ella se clavaran en el suelo. Colocó sus manos en su cintura para obligarla a moverse, con lentitud, con lentitud, en un grado tan pequeño y con una intensidad tan dolorosa que ella sentía cada centímetro de él, su garganta se cerró en regocijo y excitación inquieta y ardiente.

Llegó un tintineo de cristal contra cristal. El chorro líquido del jerez que se servía.

Se mecían juntos, una parte de ella estaba preparada para convertirse en un instante, pero otra parte, su parte humana, que se volvía jadeante y ansiosa, se estiraba dolorida con los movimientos de él, encontrando esa espiral de placer de antes, pero ahora mejor, más oscuro, una euforia temblorosa que se relamía en ella desde su interior.

Ahuecó las palmas de sus manos alrededor del rostro de Kit. Su tacto lo marcó, un brillo rayaba su piel. La observó con una mirada soñolienta y aquella sonrisa escasa y elegante.

La persona del otro lado del biombo suspiró y apoyó el jerez sobre el escritorio. Una silla de cuero crujió.

Las manos de ella se tensaron; sus ojos se cerraron. Se sintió como otra persona. Sentía que todo su cuerpo estaba más allá de su control, se expandía, un anhelo desesperado la azotaba y no podía respirar, no podía hablar, no podía emitir sonido…

La silla crujió otra vez. Se escucharon pasos en dirección a la puerta.

Sin embargo, ella se excitaba y se excitaba y él se introducía profundo y con firmeza en ella…

La música entró a toda prisa. Se oían las voces.

Si no podía respirar, pronto iba a morir, iba a llorar porque estaba tan cerca y tan próxima. Sin embargo, debía contenerse…

La puerta se cerró. Kit apoyó los dedos sobre su pezón y lo pellizcó. Rué estalló.

Él observó como sucedía, la sintió temblar y gritar, fue un sonido bajo y hermoso que resonó en él por completo, que lo envió a su propia liberación con sólo un último impulso poderoso. La aferró a él y presionó su rostro contra su pecho vaciándose dentro de ella, su semen, su vida, sus esperanzas. Y ella llevó los brazos alrededor de la cabeza de él e inclinó su mejilla contra su sien, sus labios en su cabello, su cuerpo, un hermoso arco perfecto sobre el de él.

Rué, pequeña, su reina dragón. Su prometida.

Capítulo 14

LA casa del lord parecía estar muy oscura, pero Zane no se fiaba de la manera en que aparentaban ser las cosas. Por ello, la había estado observando un buen rato, agachado detrás de las puertas de la caballeriza, con las manos ahuecadas sobre la boca para calentar su rostro en la noche. La caballeriza era fría, húmeda y extraordinariamente lúgubre. El heno amontonado en los establos olía a moho. Si Langford tenía caballos, no había ningún signo de ellos ahí. No había agua, no había mantas ni carruajes, ni siquiera algunos manojos de avena desparramados. Incluso tampoco creía que hubiera ratas.

Hubiera pensado que era muy extraño de no haber sido por ella. Nunca había tenido ganado tampoco.

La neblina bañaba de plata el cielo, oscurecía las estrellas y convertía la luna en un ojo diabólico que titilaba. También espesaba las sombras, lo cual era bueno para sus intenciones.

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