El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Intentó soltarse —la tendinosa fuerza de los drakones— pero no la dejó ir; ella retrocedió; con su brazo tenso contra él, lo miró a los ojos.

Uno de ellos. Por supuesto, ella era uno de ellos, más radiante, más vital que los simples sujetos mortales, con sus ojos marrones aterciopelados y facciones sin defectos. Vestida en seda y espumosos lazos, era tan delicada como una dama podía ser. Sin embargo, buscó la mirada de Kit sin miedo, evaluándolo con su expresión fría pero con ojos en llamas por algo semejante a la furia.

Kit se quedó sin respiración. Por Dios, era hermosa.

¿Quién era? Conocía a cada miembro de la Comunidad, con seguridad a cada mujer, pero ella…

Un momento…

El murmullo del museo, el calor, el hedor de cuerpos sucios, todo comenzó a alejarse.

Una pequeña niña. Una niña corriendo sola en los bosques.

Un rostro color plata, con un toque de temor.

El río. Una persona ahogada…

—¿Ratoncito? —dijo Kid con incredulidad.

—¿Qué?

La voz era de ella, suave y encantadora, un sonido que tranquilizaba las estrellas.

Recordó su nombre. «Clarissa». Y ella se sumió en su respiración.

Alguien lo golpeó por la espalada, se disculpó, pero él apenas lo oyó. Permanecieron allí de pie, cara a cara, tomados del brazo, sus pechos casi tocándose, una postura de amantes que era en verdad una guerra silenciosa de tironeo y resistencia. A pesar de todo, conservó su helada compostura; sólo la delato el pulso acelerado en la garganta. No sólo eso, también estaba un poco agitada. La pluma se sacudía y se ondulaba en la comisura de los labios.

En ese instante, él estaba lo suficientemente cerca como para sentir la fragancia más humana, pálidas lilas, puramente femenina. Excitante.

La mirada de ella cambió de dirección y vio lo que ella ya sabía, que George y los demás se aproximaban. Sus dedos se cerraron formando un puño. Miró otra vez la puerta del personal.

—No lo intentes —murmuró Kit—. Por favor. No quiero lastimarte.

Ella sacudió la mano, pero él estaba preparado para eso y utilizó el impulso de la fuerza de ella para acercarla aún más hacia él para aferrarla con su otro brazo por la cintura. Christoff inclinó la cabeza hacia ella y bajó la voz.

—Sé razonable. No puedes huir.

La respuesta de ella fue un murmullo contra su mejilla.

—Mírame.

Los rizos empolvados de su peluca rozaron la mandíbula de Christoff. Su piel era suave, ardientemente suave debajo de la palidez invernal, y su cintura y su falda rozaban las piernas de Kit. Nubes y flores y el zumbido de la luz; Christoff la sintió tan viva que era como si el filo de un chuchillo le atravesara los nervios, una sensación exquisita y aterradora al mismo tiempo. Estaba inmóvil como una piedra en su mano, adornada con lazos y lilas, y todo lo que él deseaba hacer era reír de la alegría.

Una mujer, una drakon que vivía en libertad…

Los oídos de Christoff oyeron el ruido corto y tintineante del cristal roto. Un rugido estrepitoso desde abajo, alaridos, gritos. Los grupos de gente que había a su alrededor comenzaron a correr hacia la baranda. Kit fijó sus pies y los tensó mientras el murmullo de los cuatrocientos guardias del museo se armaba en palabras:—¡Deténganlo! ¡Deténganlo! Tiene el diamante…

—¡Ladrón! ¡Deténgase! Allí. Se fue por allá…

Se oyeron disparos de revólveres, gritos de mujeres y todos salieron corriendo.

Una fracción de segundo antes de que fueran atropellados, Kit miró a Clarissa Hawthorne. Ella le sonreía: una maravillosa y deslumbrante victoria. Antes de que pudiera moverse, logró la Conversión en humo en su propia mano.

Christoff quedó de pie al margen de la muchedumbre que huía, sosteniendo con su mano solamente un vestido.

Capítulo 4

EL día en que murió, Clarissa Rue Hawthorne cumplía diecisiete años. Era una mañana a finales de marzo y había amanecido con un frío violento; parecía más invierno que primavera; el hielo cubría el río Fier como negras plumas; el destello de nubes cristalinas atravesaba el cielo blanquecino.

Era el único cumpleaños en la Comunidad ese día. Sin embargo, era muy poco celebrado. Desayunó tranquila con su madre —té, salchichas, buñuelos con mermelada— y, cuando terminaron, limpió la mesa ya que no había nadie que las ayudara.

Después de desayunar, Clarissa fue a dar un paseo por la ribera del río. Su madre no se preocupaba por eso ya que su única hija a menudo paseaba por los senderos agrestes de los bosques y por las pendientes. En este aspecto, por lo menos, se parecía al resto de los miembros de la Comunidad.

Su gorro y la nueva mantilla rosa de popelina —su regalo de cumpleaños— no fueron encontrados hasta la noche siguiente, enredados en la zarzamora, manchados con sangre.

Rue lamentó la pérdida de la mantilla. Todavía lo sentía. Sólo Dios sabía cuántos peniques había tenido que ahorrar su madre para poder comprarla. Envuelta en ella, esa clara y fría mañana, se veía tan limpia y hermosa, y tan nueva. Llegada la hora, tuvo que esforzarse para poder rasgarla y limpiar su sangre con ella.

Pero había sido necesario. Debía hacerlo.

Ahora Rué tenía mantillas para cada ocasión del día.

De seda enhebrada con plata, de cachemir celeste, de encaje irlandés cuidadosamente bordado por las monjas más devotas; cada resplandeciente puntada era digna de una princesa. Sin embargo, ninguna era tan valiosa para ella como la suave mantilla rosa de popelina que le templaba los hombros bajo el nuevo cielo de cada día.

Se puso en cuclillas sobre la gravilla del campanario de una capilla abandonada; barrió con su mano el polvo y las suaves y rizadas plumas de las palomas hasta que halló el hueco en el suelo. Insertó un dedo en forma de gancho y movió de un tirón la tabla; se aflojó al tiempo que se oyó el chillido de la madera. Y su bolso estaba aún allí, abrochado y cerrado, encajado en un pequeño espacio y recubierto de polvo.

Hurgó con manos titubeantes.

Hacía años que no sentía un temor así. Habían pasado años desde que había mirado a los ojos a Christoff Langford. La misma sensación de dolor, esperanza y precavido orgullo había regresado a ella en el momento que él la había tocado, había cometido un error al haber ido al museo. Se había vuelto demasiado confiada, tenía demasiada seguridad en sus disfraces y habilidades.

Ahora estaba segura. No era infalible. Maldito sea.

Abrió el bolso, sacudió el vestido, el delantal y las enaguas que una vez había doblado con esmero. Tejida con lana lisa, pardusca como el polvo, era la prenda diseñada para pasar inadvertida en las calles de Londres, como una criada de segunda clase, quizás. También tenía una cofia para el cabello, calcetines, zapatos, una copia de la llave de su casa y monedas para el coche, tenía bolsos como ese escondidos por toda la ciudad, colocados en los esqueletos de los edificios en ruinas, en campanarios, áticos vacíos, cualquier lugar que la gente tuviera miedo de pisar, y hasta entonces, ninguno había sido descubierto, con excepción de las ocasionales familias de ratones.

Se vistió mientras el sol se desvanecía como un queso entre una línea de tejados rojos como la sangre. El vestido de la criada se tornó de un color rosado con los últimos rayos de luz pronto sería de noche.

Intentarían cazarla en la oscuridad.

En ese momento, deseó haber guardado en su bolso un espejo. La torre estaba inmunda debido al abandono; se había ensuciado las manos. Contempló la noche que asomaba e intentó recordar si se había tocado el rostro desde que llegó allí, pero no pudo.

Debía recordarlo. Debería ser más cuidadosa.

Se limpió las manos en el delantal; luego, guardó el bolso nuevamente en el hueco y colocó la tabla. Desde que conocía ese lugar, nadie había intentado quitar la campana rota de la capilla, ni siquiera para comercializarla como chatarra.

Era como si tuviese la boca abierta e intentara engullirla.

—No seas tonta —se dijo a sí misma.

Anduvo a rastras por el suelo, sobre las plumas esparcidas, luego giró el picaporte de la puerta trampa y bajó lentamente las escaleras. Pasarían horas antes de que pudiera volver a su hogar. Esperaría en la sacristía donde el aire al menos no tenía ese olor metálico a bronce y a ruina.

—Debe de estar en un lugar seguro.

Los doce miembros del concejo se sentaron en un sombrío círculo alrededor de la mesa de su padre. El resto de las personas que Christoff había llevado a Londres, hombres con rostros en blanco, estaban de pie con los brazos cruzados por detrás de las grandes sillas vacías, inmóviles, cubiertos por el velo del atardecer del salón comedor.

Los hombres que se encontraban de pie eran miembros de la guardia; no tomarían asiento. No dentro del círculo del concejo y no sin la invitación de Kit. En ese momento, no estaba predispuesto a hacerlo.

Los candelabros de pared estaban encendidos, pero no la chimenea. Las llamas eran de un dorado humeante contra las paredes de color verde jade, un color centelleante que ocultaba más de lo que revelaba. Pero Kit no quería demasiada luz. No quería que le vieran el rostro. Él sólo podía imaginar lo que ellos podrían encontrar en él.

El sol se estaba ocultando; lo sentía y todos lo sintieron. Se acercaba la hora, una anticipación de la noche que irritaba como un trueno insonoro a todos los que estaban en la sala. El aire era cálido y denso, como si se avecinara una tormenta, aunque Christoff sabía que no era así.

Si ella fuera un hombre, estarían obligados a asesinarlo esa misma noche. Pero una mujer…

—Segura —murmuró Kit, desde su silla ubicada en la cabecera de la mesa—. Quieres decir capturada.

—Por supuesto, eso es lo que quise decir —dijo Parrish Grady entre dientes, todavía intolerante después de todos esos años—. ¡Deben encontrarla de una vez! ¡Debemos ponerla en vereda!

—Se llevó el diamante —dijo otro hombre, ofendido, y un coro de incrédulos gruñidos siguieron a sus palabras.

El diamante. Nadie había dicho aún en voz alta lo que estaba realmente pensando: que Christoff, el descarado e incivilizado marqués, lo había llevado hasta allí; que Christoff con su constante indiferencia a las reglas todopoderosas, lo había perdido. Él estaría considerando los modos de apaciguarlos, de convencerlos de que era una parte de su plan.

Pero examinando sus pensamientos, una y otra vez, sólo aparecían un par de ojos de gato y esa sonrisa, dulcemente burlona.

Ninguno de ellos había visto quién se había llevado la piedra, en realidad. Todos se habían concentrado en Clarissa, en cerrar el acceso hacia el balcón, cuando la caja de cristal se hizo añicos y Herré fue robado. Kit debió admitir que la dama había sido la más efectiva distracción.

Significaba que tenía un cómplice, un mortal. La mayoría de los espectadores se habían dispersado con los disparos, pero aquellos que permanecieron en el lugar, describieron a un hombre encapuchado que corría hacia el pedestal.

Algunos dijeron que parecía un niño.

De cualquier modo, ella lo había planeado con alguien más. El mero pensamiento le provocaba una sensación exasperante en el abdomen.

Ella sabía que los drakones estarían esperándola, entonces, en su lugar, había enviado un emisario, alguien que no olería como ellos, de quien no pudieran sospechar… Y luego…

—Puede lograr la Conversión —dijo Kit lentamente y todos los miembros del concejo se calmaron. Kit los miró, los inspeccionó uno por uno—. Nuestro Ladrón de Humo. Ella es un drakon, la única mujer que logra la Conversión. Me gustaría saber… cómo se nos escapó hasta ahora.

Los miembros del concejo miraron en otra dirección,

Sus ojos se alejaban de la mirada de Kit hacia las acalladas sombras color verde.

—La recuerdo —dijo una voz, finalmente, detrás del resto de las personas allí reunidas. El guardia que estaba de pie comenzó a moverse, indeciso, a través de la monótona luz sin brillo que sólo reveló a un hombre, mayor que el resto, contra la pared y entre dos óleos enmarcados. Era un capitán, veterano, uno de los pocos que Christoff había heredado de la época de su padre.

—La recuerdo —dijo el capitán una vez más con fuerza-Es la hija de Antonia. Sí. Estuve ahí cuando hallaron las pertenencias de la niña.

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