El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Ella cerró los ojos con esa sensación. Habría reído si hubiera podido.

El viento cambió y Kit la dejó ir. Se elevó con rapidez sobre ella sólo para ondularse hacia abajo otra vez, descendiendo hacia la niebla, clavando una garra dentro de ésta para trazar una curva rasante y luego otra: un corazón que destellaba y se volvía a disolver en vapor incluso antes de que terminara.

Levantó la mirada hacia ella y se convirtió, perforó el centro en el que había estado el corazón y desapareció de la vista.

Ella dio una vuelta y cayó tras él, que se convirtió justo un segundo antes de que ella se escapara de la neblina, un dragón color blanco perlado que flotaba sobre el cielo de Londres…

Pero ella en cambio era humo. Y Christoff también y FarPerch era una agrupación ordenada de techos en pico, chimeneas y ventanas parpadeantes justo debajo de ellos. Kit ignoró la cúpula que habían utilizado antes; en lugar de eso se dirigió hacia una ventana que parecía sellada hasta que ella notó el resquicio pequeño en la esquina de uno de los cristales.

Era la ventana de la habitación de él. Se convirtieron juntos, enfrentados el uno al otro y no le dio tiempo para recuperar el pudor. La arrolló en sus brazos y la llevó a su cama. Un delgado cuerpo musculoso se extendía caliente sobre el de ella.

***

Rué despertó con un aroma a cítricos, un cosquilleo tenue en la nariz. Una fragancia limpia, a limón y un toque de naranja invernal que se suspendía al borde del último sueño que había tenido: estaba recostada sobre el césped en Blackslone Hill con Christoff junto a ella y el cielo del atardecer era como una campana azul de cristal a su alrededor. Estaba acomodado contra ella y respiraba cerca de su oído. La palma de la mano le cubría el hombro. Sus piernas estaban enredadas con las de ella.

Estaba en la cama de él y no de regreso en Darkfrith. Rué se tomó un momento para elaborar eso: se encontraba en su cama. Estaba envuelto a su alrededor. Habían hecho el amor en una biblioteca y luego otra vez ahí, en esa enorme cama de plumas.

—Sea lo que sea que estés pensando —le dijo al oído con voz ronca aún—, continúa pensándolo.

Sus piernas soltaron las de ella. La palma de su mano se convirtió en una fuerza, en una presión suave que la hizo rodar sobre la espalda. Tomó un momento para estirarse. Ella sintió la manera en la que todos sus músculos se extendían y temblaban antes de relajarse otra vez. Y después, se movió con cuidado sobre ella. Sus labios le rozaron la nariz, el mentón, la boca. Cuando inclinó la cabeza, ella sintió su mejilla contra la suya, su piel como un rasguño cálido.

—Buenos días —murmuró Kit. Volvió entre sus piernas y empujó dentro de ella. Su rostro era cautivador. Lentamente, cerró los ojos.

Y no le hizo daño. Ella sentía dolor, sí, pero ya se atenuaba, lo reemplazaba un placer nuevo que la invadía con cada impulso. La colmaba y ahora ella se abría a eso, sabía qué esperar, adonde se dirigían. Fue lento, lánguido. Kit enterró el rostro en su cabello inhalando contra su piel. Rué arqueó la espalda. Él levantó la cabeza y succionó con los labios; se movió con esa magia oscura y dulce que se acumulaba en su vientre y se propagaba hacia afuera como un hormigueo. Ella no podía obtener lo suficiente.

Su peso cambió de sitio. Enganchó un brazo por debajo de una de las rodillas de ella, elevó su pierna, la apoyó contra la palma de su mano abierta mientras su pantorrilla descansaba sobre el hombro de él. Su cuerpo se tensaba con la sensación. Él no podía ir más profundo. Estaba inmovilizada debajo de él, capturada, y el aire se había convertido en fuego.

—Espero que hayas dormido bien —susurró, menos sereno que antes. Rué inclinó la cabeza hacia atrás, las palabras desaparecieron de su garganta, las almohadas eran nubes blancas alrededor de ellos.

—Pequeña, sabes a miel. —Su voz se puso áspera, sus dedos presionaban su hombro. Comenzó a moverse con mayor rapidez—. Eres como el cielo. Deseo permanecer dentro de ti todo el tiempo. ¡Por Dios! No quiero que esto termine.

No obstante, no fue más lento. El punto culminante llegó a ella en un delirante chispazo brillante, un calor ciego que estalló y prendió como la pólvora, consumiéndola en ondas y escalofríos.

Kit se puso tenso, todo su cuerpo se puso rígido; dejó salir su respiración en una ráfaga poderosa, agitando el cabello. Lentamente se hundió contra ella, con un nuevo temblor de sus brazos, su peso bajaba con fuerza sobre ella de manera que juntos se hundieron aún más en el colchón. Liberó su pierna para entretejer los dedos en su cabello.

Permanecieron de esa manera, abrazados, hasta que Rué tuvo que cambiar la posición de los hombros. Él se levantó de manera instantánea sobre sus antebrazos.

—La verdad —dijo ella— es que hay un bulto considerable en tu cama.

Le besó el mentón.

—Lo siento mucho.

—También había un bulto en el colchón de Chasen. Tal vez deberías encontrar un nuevo desplumador de gansos. Conozco un lugar… —Ella lo miraba y entonces perdió el hilo de sus pensamientos, encandilada por la nueva luz en sus ojos.

—No. —Irrumpió ella mientras lo alejaba de un empujón al sentarse—. No puede ser posible que hayas sido tan imprudente.

—Me temo que sí. Intenta tener en cuenta una de mis virtudes.

Rué abandonó la cama y se puso de rodillas sobre el suelo junto a ésta, estiró un brazo entre el colchón y la base rellena de paja. Él se apoyó sobre un codo para observar.

Lo encontró. Retiró la mano con Herte en el puño mientras Christoff le sonreía, pícaro.

—¿Lo escondiste debajo del colchón? ¿No pudiste pensar en un lugar mejor que ese?

—¿Qué mejor lugar que mi cama? Sabía que regresaría aquí. Esperaba que fuera contigo. ¿Quién mejor para proteger el diamante que dos drakones? —Rió por la expresión de la muchacha—. Ya perseguimos al fugitivo. Nadie más pensaría en robarlo.

—Cualquiera pensaría en robarlo. —Acunó la piedra en la palma de las manos—. ¡El colchón! ¡Por Dios! ¡También pudiste haberlo dejado en el umbral!

—Francamente, ratoncita, nunca imaginé que lo recuperaríamos tan pronto. Querría entregárselo al concejo para que lo mantenga seguro. Aquí ni siquiera hay una caja fuerte, ¿sabes?

—¡Debiste habérmelo dicho! ¡Podría haberlo protegido!

Su sonrisa se marchitó.

—Rué, está bien.

—¡No está bien! Arriesgaste el diamante. Arriesgaste nuestro trato.

—Nuestro trato —repitió Kit lentamente.

—¡Sí! ¡El diamante y el fugitivo! ¡Mi libertad! —Volvió a ponerse de pie, se llevó el cabello hacia atrás, desnuda e indiferente—. Estamos a mitad de camino y tú casi arruinas todo el acuerdo… Si lo robaran otra vez, no sé cómo lo rastrearíamos. ¡No puedo creer que fueras tan imprudente! Es como si…

Él la miró, sentado en lo alto, sobre la cama, espléndido y silencioso como el aire, rodeado de sábanas de satén y almohadas revueltas.

—…como si lo hubieras planeado —terminó ella—. Como si lo hubieras planeado para que lo vuelvan a robar. ¿Fue así?

—No.

—¿Fue así? —exigió saber otra vez, como si no le hubiera contestado—. ¿Es eso lo que intentabas, perder a Herte, para hacerme fracasar?

—No, Rué. Por supuesto que no. —Saltó de la cama con el ceño fruncido.

—Entonces, ¿porqué…?

—¡Te lo dije! ¡No hay caja fuerte! ¡El concejo aún no ha llegado!

—Pero sólo tenías que decírmelo…

—Ah, sí —contestó mientras se acercaba—. Decirte que el diamante es tuyo por tomarlo después de todo, entregártelo y que te evapores sobre las colinas. Es un plan sensato. ¿Cómo demonios no lo pensé antes? Tal vez deberías tener otro pequeño téte-a-téte privado con el fugitivo también, sólo para saber cómo están las cosas.

Se sintió algo mareada. Se sentía como si estuviera parada al borde de un acantilado con una pendiente larga, larga debajo de ella.

—No confías en mí.

Se pasó una mano por el cabello

—¿Confiaren ti? Rué… ¿Confiar en ti? Tú falsificaste tu propia muerte en lugar de casarte conmigo. Me dijiste que preferías morir antes que estar en Darkfrith. No puedo… No sé cómo solucionar esto. No sé cómo componerlo. Dímelo. —Dio un paso hacia ella—. Dime cómo y lo haré.

Ella no pudo contestar. Tenía un nudo en la garganta y no podía hablar.

—Ratoncita —le dijo mientras negaba con la cabeza y las líneas alrededor de su boca se marcaban en profundidad—. Dulce Rué. Haría cualquier cosa.

—Debo irme. —Su voz sonó muy débil.

—No.

—Lo siento, yo… Sólo por un momento. Regresaré.

—No.

—Lo lamento —dijo una vez más y se convirtió dirigiéndose hacia la ventana. Él la interceptó, más rápido que ella, humo y luego hombre, su dedo tapó el pequeño hueco en el cristal.

—No dejaré que te vayas de esta manera.

Ella se dirigió hacia la puerta, iba a la sala, pero él la interceptó allí también, siempre más rápido, siempre más listo y ella deseaba gritar por la frustración. Acabó en el techo y él le siguió la pista. Eran espirales gemelas que giraban y daban vueltas. Como sea que se moviera, él la enfrentaba; cuando llegó cerca de la puerta, él se extendió contra ésta. Ella se convirtió en mujer con mucha rapidez y tiró del picaporte, salió por la abertura como humo, incluso cuando él intentaba impedírselo.

No obstante, la tomó antes de que pasara. La rodeó, la recluyó, como siempre lo hacía, y se vio forzada a volver a su forma humana, se preparó para correr a toda velocidad hacia delante, pero tan pronto como lo hizo, él también se hizo sólido, la tomó de los brazos y la llevó hacia su pecho con un apretón fuerte e implacable.

—¡Rué!

Ella levantó la mirada, no hacia Christoff sino hacia Zane, que estaba parado boquiabierto justo en la sala.

No se movió. No podía. Se había dormido y pensaba que aún podría estar soñando de no ser por ese aire tan fresco que trepaba por su piel. El vestíbulo tenía sólo una ventana abovedada al final del pasillo y de esta manera todo lo que había alrededor de ellos estaba bañado en colores pastel y vestigios suaves de color gris… todo excepto ella. Para Zane, ella ardía como la luz de la luna de la noche anterior, un fuego blanco y una contradicción de ojos oscuros, todo aquello era hermoso y radiante en su vida.

Estaba desvestida. El marqués la sujetaba. Y había sido, ambos habían sido, nada más que humo dos segundos antes, figuras de carne y hueso que aparecían del humo como el último truco excitante de un mago gitano.

¿Qué era ella?

Se escapó del marqués. Dio un paso hacia él, sin prestar atención a su cuerpo, sin prestar atención al balanceo de su cabello ni al contorno de su figura mientras Langford quedaba de pie, inmóvil, detrás de ella, con sus ojos de bestia que los observaban a ambos.

—Zane. —Ella le extendió la mano—. ¿Qué haces aquí?

—Vi…vine para contarte…

Se dio la vuelta y corrió. No tuvo la intención de hacerlo pero sucedió, sus pies retumbaron en el suelo resbaladizo, derraparon hacia las escaleras, bajaron brincando tres escalones a la vez con prisa por llegar a la puerta principal. No obstante, el aire se nubló; aterrizó en el recibidor en medio de una nueva ráfaga de humo y sus pies se detuvieron de un tirón del escote de su ropa.

Rebotó, giró y apuntó una patada al marqués, quién sólo lo alzó en lo alto como si fuera un gatito quejumbroso y lo balanceaba allí con una expresión adusta y desagradable. Su puño apretaba la camisa con firmeza en el cuello de Zane. Comenzó a obstruírsele el aliento desde el pecho.

—¡Detente! —gritó Rué mientras bajaba las escaleras—. ¡No lo lastimes!

—Dijiste que lo sabía. —La voz del marqués era firme y fina como un látigo.

—¡Sabía! Lo sabe… Nunca lo había visto… —Puso ambas manos sobre el brazo del hombre. Zane cayó al suelo sin previo aviso. Se dobló y resolló.

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