El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Rue parpadeó frente a aquellas palabras y se cruzó de brazos.

—¡Qué encantador!¿Lo planeaste hace mucho tiempo?

—Sólo desde esta mañana. —Kit se encogió de hombros, imperturbable—. Lo haré mejor en Londres.

—Por favor, no te molestes.

—Me temo que no puedo evitarlo. Soy encantador por naturaleza. —Y volvió a mirarla con una inocencia total y malvada, mientras la atrapaba en un mundo de un verde violento y espléndido.

Rue se quedó sin aliento. Se perdió en el tiempo y en el espacio. Pensó en decirle más, hablarle de cómo había sido él la estrella de su niñez, de cómo lo había observado robar los corazones de todas las doncellas del Condado, gansos aturdidos derribados como bolos con el sólo brillo de su mirada, de cómo había esperado, y esperado, su única oportunidad para decirle que no, pero queriendo decir sí… y cómo ese día nunca había llegado.

—Estoy segura de que te ha dado fama de adulador-dijo Rue en cambio.

—Sirve para algo. —Kit indicó la ventana con el mentón—. Parece que tienes tus propios aduladores.

Rue vaciló.

—¿Esos no son tus hombres?

—No, ratoncito. Creo que son tuyos.

Bajo los árboles, en la lluvia, los drakones permanecían inmóviles, rostros que ella no lograba distinguir, empapados, con algunas hojas. Había más de ellos ahora, diez… once. Sólo esperaban. Sólo miraban.

—Nuestro matrimonio te protegerá —dijo Christoff con suavidad.

Rue se alejó de la ventana.

—Creo que me importará esperar hasta después de la cena para partir, Lord Langford. Partiría ahora mismo.

Hizo una reverencia.

—Ven conmigo —fue todo lo que dijo y en un remolino negro y miel dorada, dejó la alcoba. Rue miró una vez más por la ventana y luego, lo siguió.

No la guio hasta la cochera. Kit sintió el momento en que ella se dio cuenta de que no se dirigían allí; el quiebre en el paso hizo que Rue tirara del brazo que sostenía su mano por un escaso segundo. Sin embargo, cuando Kit la miró, mantenía la compostura, dulce y dócil como si disfrutaran nada más que de una perfumada caminata por los parques de la mansión.

Ella había rechazado su capa. La lluvia brillaba sobre su piel y hacía que el cabello se transformara en pesados mechones. Su aliento dejaba vestigios de escarcha; era una diosa bañada en una primavera helada.

Mientras caminaban por el sendero que llevaba a la mansión, comenzaron a aparecer rostros en las ventanas de Chasen. La seguían a ella, lo seguían a él; la guardia. Kit sabía que los controlaban; siempre los controlarían allí y se preguntaba si Rue lo había advertido también. Probablemente.

Londres comenzó a transformarse en algo más sabroso.

El par de perros de caza de los establos corría en un rincón del jardín de rosas. El más grande de ellos los descubrió, corrió, jadeante y contento a través del césped, y brincó frente a Kit, embarrado de entusiasmo. Kit lo hizo a un lado y luego le frotó las orejas; el perro saltó y, libre, cabrioleó en círculos alrededor de ellos dos mientras los golpeaba con la cola. Con aire de experiencia, Rue chasqueó dos dedos. El perro respondió con otro salto, pero ella cogió sus patas delanteras con ambas manos al tiempo que dio un paso hacia atrás.

Emitió un ladrido alegre. A la distancia, el otro perro respondió pero sin acercarse.

—¿Es tuyo? —le preguntó mientras el perro giraba e intentaba lamerle las muñecas.

—De alguna forma, lo es —respondió mientras lo apartaba de ella—. ¡Vete! ¡Vete a casa!

El perro ladró un par de veces más. Se movía hacia delante y hacia atrás entre ellos. Después, corrió hacia su compañero pisoteando el agua y el césped.

—Nunca había visto perros en Chasen —comentó Rue mientras veía cómo se desvanecían en el bosquecillo de sauces.

—No. Son sólo ellos dos.

Eran, de hecho, los primeros. Los drakones no se mezclaban con otros animales, del mismo modo que los leones no se mezclaban con los corderos. Había pájaros silvestres en lo árboles y ratones en los graneros, pero eso era casi todo. En Darkfrith no había ardillas, ni puerco espines, ni lobos, ni conejos. Ni gatos, ni vacas, ni gallinas, ni cerdos. De vez en cuando, un venado se aventuraba por los bosques debido al abundante verde y se deslizaba como un fantasma antes de desvanecerse en tierras más seguras. La Comunidad tenía caballos porque debían hacerlo, y un sólo rebaño de ovejas en las colinas por apariencia, pero los niños las vigilaban. Se asustaban con facilidad si los adultos rondaban la zona.

Doce años atrás, su padre había abierto el filón de plata que jaspeaba en la parte este del valle. Sin embargo, por la fuerza de la naturaleza, la mayoría de los drakones eran granjeros. Comercializaban carne.

Rue lo miró de un modo tal que podría haberle causado sorpresa.

—¿Por qué están aquí?

—Están perdidos, supongo. O serán salvajes. O simplemente tontos.

—¿Pero por qué están aquí?

—Insisten en quedarse —respondió mientras se quitaba el barro de sus manos—. Están malcriados.

—Y tú lo permites. —Su voz tenía énfasis, no era una pregunta. Su repentina intensidad, su mirada de terciopelo marrón; Kit se sintió casi incómodo con esa mirada.

Kit decidió cambiar de tema.

—¿Me amarías de nuevo si te dijera que sí?

Rue inclinó la cabeza, como examinándolo.

—Simplemente intento averiguar el nivel de ingenuidad. En mis negocios se conoce como «evaluar el punto». ¿Y?

—Y… —Rue se miró las palmas de la mano, las limpió sobre el vestido empapado y caminó con pesadez—. Creo que eres muy buen actor, milord.

Kit rio mientras la alcanzaba, y agregó. —Ése era mi perro.

—¿En realidad lo era? ¿Cuál es su nombre?

Ya se encontraban en la puerta de doble hoja de la mansión. Se abrieron antes de que pudiera responder; fueron envueltos por una ráfaga de aire tibio y una luz prismática que provenía del candelabro de cristal de roca. Hizo un gesto para que ella pasara en primer lugar, luego la siguió. Ambos dejaban un rastro de fango en el lustroso suelo blanco.

Los lacayos hicieron una reverencia en la sombra, pero Kit los despidió de todos modos, excepto a los guardias, que todavía los seguían detrás con fidelidad; el concejo no sería tan complaciente. Cuando Kit le ofreció su mano, Rue la aceptó, pretendía, como hizo él, no notar la gran cantidad de figuras que persistían en los salones. Al pie de la gran escalera Kit hizo una pausa; se quitó la capa y apoyó la parte manchada sobre la baranda. Rue sólo levantó la mano sobre la capa cuando pasó los dedos sobre el bronce al subir las escaleras.

El reloj de péndulo del salón marcó la hora. Después, se oyó media campanada más que provino del reloj de mesa de la otra habitación, y luego otra y otra, una suave cacofonía de campanadas que creó una superposición de melodías en toda la mansión, hasta que el último tintineo murió en silencio.

Cuatro de la tarde.

—El nombre del perro es Henry —dijo Kit.

Su tranquila expresión no se modificó.

—¿Llamaste a una perra «Henry»?

—Henrika —corrigió con apenas una pausa—. Creo que hay descendencia alemana por parte del padre.

Rue presionó los labios e intentó no sonreír; fijó la mirada en las escaleras en lugar de en la mirada divertida y sonriente del marqués. Kit dejó su mano dada vuelta sobre la de ella; le dio un corto apretón.

¡Oh! ¡Peligro! Había comenzado a suceder lo que ella más temía: su sonrisa, su gentileza, incluso los delicados movimientos de su cuerpo junto al de ella que hacían que sus sentimientos giraran sin parar.

Sería mucho más fácil ser esclava, creer que podría haber sinceridad debajo de esa ensayada fachada, creer que a él realmente le importaba lo que ella sentía o pensaba o…

Pero no lo hacía. Él era un Alfa, eso era todo lo que era. El marqués de Langford era una criatura de instintos al igual que ella; se movía únicamente por ellos y nada más. Ella no cometería el error de soñar que podría haber otra cosa.

Dos semanas, pensó con firmeza. Dos semanas y todo se acabará.

La guio hacia la puerta. No se trataba de aquellas puertas revestidas y elaboradas de las alcobas o los salones, sino de una puerta para criados, pequeña y discreta, que daba a una escalera en espiral que se elevaba abruptamente.

—¿Adónde vamos? —preguntó Rue sin entrar.

—Ya verás.

—Preferiría saberlo ahora.

—¿No confías en mí?

—No.

—Bueno, no vamos a la «Habitación de la Muerte»—dijo con serenidad—. ¿Es suficiente por el momento?

Y lo fue. Después de subir más y más llegaron al tejado con una suave pendiente: la parte sur del ala de la mansión familiar, con la cúpula de vidrio que sobresalía entre las tejas y ocho chimeneas cubiertas de hollín que formaban un sólido cuadrado todo alrededor; dos de ellas emanaban humo.

Quizás la tormenta había amainado o la cúpula los protegía de los vientos más fuertes, pero la lluvia era más suave, casi una llovizna, casi afectuosa. Las nubes rodaban encima de sus cabezas con matices profundos y cambiantes, de color noche, púrpura y negro como el carbón.

Con cuidado, Rue dio un paso sobre las tejas mientras se apartaba un mechón de cabello que le cubría la vista.

—Pensé que nos íbamos a Londres.

—Ciertamente.

Rue lo miró y él a ella; las cejas de Kit apenas elevadas, su boca con una mueca leve y expectante.

—No —dijo ella y rio sorprendida.

—¿Por qué no?

—¡Estás loco! —Miró a los guardias que estaban detrás de ellos, todavía en las escaleras, y luego, volvió a mirarlo.

—En coche, es un viaje de nueve días —dijo Christoff—. Suponiendo que esta vez prefieras viajar a una velocidad más humana. Nueve días de viaje nos dejan sólo cinco de los catorce en Londres.

—¡Las semanas no comienzan hasta que no llegamos allí! —dijo indignada.

—Perdón. —Su sonrisa se hizo más profunda—. El concejo se pronunció de otro modo.

—Eso no es…

—Nueve días en coche o si partimos ahora… —entornó los ojos hacia el cielo— calculo que estaríamos allí en alrededor de… seis horas. Más o menos. No lo he hecho nunca antes, por supuesto, pero estoy seguro de que descubriremos la forma de llegar.

Al igual que ella, todavía llevaba puestas las prendas de vestir de la boda, pero sin la capa, y su chaqueta se estaba salpicando de gotas de lluvia. Sin talco, peluca ni guantes el marqués le sonrió sin remordimientos al tiempo que su camisa de hilo se tornaba translúcida y esculpía su cuerpo en finas y pálidas líneas.

Rue se sujetó con fuerza la falda en un intento por aproximarse a la chimenea más cercana y luego, hacia la acuosa curvatura de la cúpula. Pero allí no había oyentes escondidos; sólo el interminable golpeteo de la lluvia contra los húmedos ladrillos.

—¿Es un truco? ¿Algún nuevo plan del concejo?

—No, ratoncito. Es mi propio plan. El concejo lo desconoce.

—¡A plena luz del día!…

—No lo será para cuando lleguemos allí.

—¡Encantador! Simplemente llegamos a Londres, dos drakones comunes y corrientes.

—O —corrigió con suavidad— dos personas perfectamente desnudas. —Abrió los brazos, con su cabello dorado, sus inteligentes ojos verdes, su sonrisa amplia—. Por favor. ¿Quieres decir que no tienes ninguna clase de refugio provisorio en la ciudad? Una profesional como tú, un ladrón extraordinario, ¿sin un recurso de emergencia?

—Si lo tuviera, no te lo mostraría.

—Muy bien. Iremos a Far Perch. Conozco un lugar escondido allí. Puedes usar alguna prenda del ama de llaves.

Rue negó con la cabeza, enmudecida, pero contra su voluntad tuvo una visión rápida de cómo sería volar con él en la fría y brillante luz del sol; no más enemigos. Volar, juntos.

Se acercó a ella ágilmente, con facilidad, como si las tejas no estuvieran en declive y resbaladizas por el agua. Cordialmente, como el saludo de un amante, Kit inclinó la cabeza hacia la de ella y acercó sus labios a la oreja de Rue.

—¿Quién dijo aquello de «rompe las reglas»?

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