El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Kit nunca, jamás había visto nada más increíble que a ella en el cielo azul. Todavía podía sentir la fuerza, el dulce sobresalto que sintió cuando se volvió para mirarla por segunda vez y la encontró realmente allí, con él, encima de las nubes.

Era una de ellos.

Era suya.

El coche era parte de su imagen oficial. Era nuevo y lustroso y tenía ballestas, apenas se balanceaba de un lado a otro a través de los profundos surcos del Gran Camino del

Norte de Londres. Había corrido las cortinas cuando atravesaron las puertas de la ciudad, porque no tenía tiempo de explicar por qué llevaba una mujer atada y con los ojos vendados. Pero sus oídos le decían que ya habían pasado los límites de la ciudad; levantó la cortina que se encontraba a su lado, contempló fuera las largas hileras e hileras de verdes maizales delineados con cercos de acebos. Los granjeros labraban los campos. Un rebaño de cabras oprimido contra una cerca seguía el coche y a los escoltas con prudentes ojos anaranjados.

Kit se acercó a Clarissa, le desató el sombrero y lo apoyó en el asiento. No se despertó.

El aire todavía tenía el hedor de la ciudad. Pero también se percibía un aroma un poco más placentero, más fresco, a tierra limpia.

Darkfrith los aguardaba.

* * *

En la cuarta noche de encierro en ese maldito coche llegaron, después de haberse detenido sólo para comer y cambiar los caballos. Aún sin poder ver, Rue sintió la diferencia a su alrededor, los perfumes del atardecer, la cascada de sonidos de un lugar que ella había dejado muy atrás y que sólo reaparecía en sus sueños.

Pasó un tiempo aturdida. Por momentos, el marqués estaba allí, y por momentos, desaparecía. Le trajo comida y bebida y le dio de comer con sus propias manos. Se preguntaba si contenía alguna droga. Dormía demasiado. Pero cuando Rue se despertó esa última noche, supo, como una alondra arrastrada por el viento a su lugar de origen, que estaba en Darkfrith.

Conocía los grillos que chirriaban en los descuidados helechos del largo y sinuoso sendero que llegaba a la casa solariega.

Conocía la grava triturada debajo de sus pies cuando descendió con cuidado del coche y los posó sobre la tierra firme.

Conocía el aroma del bosque que la rodeaba como una mano helada, que le acariciaba el rostro y le elevaba los cabellos.

Conocía la hierba y los búhos.

Conocía el crepitar de las velas de junco.

Conocía los murmullos y las miradas y los suspiros.

Y conocía al hombre que la sostenía por el codo. Su modo de caminar, más corto ahora para acompañarla a ella. Rue enderezó sus hombros y caminó con seguridad hacia la nada que la esperaba delante. Ella estaba allí; eso era todo. No la habían derrotado.

—Por aquí-le dijo Christoff al oído, como si ella pudiera escoger otro camino. Rue oyó que abrían las puertas de madera de la mansión. Nuevos aromas: cera de abejas, rosas, resina de los pinos, metal lustrado. Y apenas perceptible… cebollas y guiso de carne.

Las personas reunidas en torno al coche estarían observando su andar. Mantuvo sus dedos totalmente relajados detrás de su espalda, sin dar indicio de la herida en su piel, debida las cuerdas de satén que el marqués le había colocado y que se hundían en su muñeca.

Los zapatos de tacón que le habían dado no eran de su talla. Sólo Dios sabía si eran nuevos o usados, pero cuando colocó su pie en el tercer escalón para entrar en el vestíbulo, la suela se despegó del zapato. Tropezó y por un instante se sintió en el aire; la mano que sostenía su brazo la sujetó. Hicieron una pausa juntos. Rue respiraba y hacía equilibrio, orgullosa de no haber producido ningún ruido.

—¡Cuidado! —le advirtió Kit. Y luego, con más dulzura agregó —Ya casi llegamos.

Lo que por supuesto ya sabía, porque los aromas alrededor de ella habían cambiado una vez más, se oscurecieron a medida que se adentraban más y más en los resonantes pasillos.

Había estado dentro de Chasen Manor sólo una vez, para la bendición de la Comunidad por parte del anterior marqués. Era un rito que se llevaba a cabo con cada recién nacido, incluso con los Medianos, de otro modo, Rue nunca hubiera tenido aquel corto y estelar momento. Tenía sólo dos semanas de vida.

De niña, era una de sus historias favoritas. Le había rogado a Antonia que se lo relatara una y otra vez.

La habitación estaba iluminada con velas, decenas de velas, cada uno de ellas de un blanco angelical.

La temperatura había bajado para ese entonces. Las paredes estaban más cerca, los pasillos eran más angostos.

Había más recodos.

Tú llevabas el encaje de tu bisabuela.

Alguien hablaba detrás de las puertas cerradas; no podía entender qué decían. Mientras pasaban, las voces se acallaban deprisa.

Todo era del más fino y puro mármol: las paredes, los suelos, la pila bautismal.

Christoff avanzó más despacio y también lo hizo ella. Sintió que Kit se volvía para mirar hacia atrás, quizás a los hombres que los seguían.

Las velas se derretían con un exquisito aroma.

Había otra puerta delante de ella. Irradiaba un helado frío. De metal una vez más. Probablemente de hierro.

Le sonreíste al marqués.

Oyó un pesado rechinido, alguien levantaba una barra. Oyó que una llave encajaba en la cerradura.

—Los otros bebés se quejaban constantemente.

El aire que sintió ahora era rancio y húmedo.

—Pero tú nunca lloraste; en ningún momento.

Sabía a desesperación.

—Mi pequeña y valiente princesa.

Entró en la sala y permaneció inmóvil hasta que Christoff finalmente le soltó el brazo. Oyó que hablaba con alguien al otro lado de la puerta mientras ella respiraba lentamente e intentaba no darse por vencida ante el deseo de intentar quitarse las cuerdas que ataban sus muñecas.

La puerta se cerró con un pequeño e irreversible clic. El marqués estaba detrás de ella. Había una espada entre sus muñecas.

—Mantenlas quietas, por favor.

Kit cortó las cuerdas. Por un instante, lo único que sucedió fue que sus entumecidos brazos se deslizaron hacia delante otra vez, inertes al costado de su cuerpo. Luego, el fervor de la sangre regresó, una lenta agonía que recorría desde los dedos de su mano hasta su cráneo. Rue se mordió el labio para frenar el quejido.

Christoff se detuvo frente a ella, le tomó las manos y le masajeó la piel con suaves movimientos circulares. Tan pronto como pudo, hizo un movimiento para liberarse… no precipitadamente ni con torpeza, pero con todo el desprecio que pudo al tirar. Anduvo a tientas debido a la venda que permanecía en su rostro; ni siquiera preocupada por el nudo, simplemente se la arrancó.

Parpadeó por la nueva luz, en la pequeña celda, y se encontró frente al hombre que la miraba con seria intensidad.

—Estoy seguro de que conoces este lugar —dijo—. Es tuyo por el tiempo que lo necesites.

La Habitación de la Muerte. Naturalmente la conocía; todos la conocían. La habitación del juicio, de las horas finales. Se decía que estaba enterrada de tal modo en las profundidades del laberinto que era Chasen Manor que nadie podía oír los gritos.

Las paredes no estaban pintadas con la sangre de los condenados como siempre había oído, sino que eran de piedra gris común; pesados bloques conformaban el suelo y el techo, como el solar de un antiguo castillo normando, pero sin ventanas.

Había una cama de roble, una mesa de tablones y un par de sillas. Había un farol que colgaba de un gancho en la puerta.

La cama era angosta y simple. Tenía dos almohadas y una manta de lana del color de la arena.

—¿Será una violación o intentarás seducirme? —preguntó mientras todavía observaba la cama.

Kit no respondió. Rue miró sus manos, las abrió y estiró sus dolorosos dedos.

—No puede haber una violación entre el esposo y su mujer —dijo el marqués.

—Sí, claro. Me temo que no daré mi consentimiento para casarme contigo, Lord Langford. Tendrá que llamarlo de algún otro modo.

—Llámalo del modo que quieras, señorita Hawthorne. Tú eres una Alfa, al igual que yo. De acuerdo con las leyes de nuestro pueblo, estamos casados.

—Esas no son mis leyes. Y ése no es mi nombre.

—Clarissa.

—Te dije que está muerta.

—Entonces dime de nuevo —prosiguió, aún más suave que antes—. ¿Quién eres, si no eres aquella pequeña niña del Condado?

—Nadie.

—Todos tienen un nombre. —Vio a través de la máscara de sus pestañas que se acercaba, pero no lo suficiente como para tocarla—. Incluso los desaparecidos.

—Te aseguro que no había desaparecido.

—Desaparecida para mí, diría yo. Si no quieres que te llame por tu nombre de pila, ofréceme otro.

Contuvo la respiración y por un momento, pensó.

—Rue.

—Rue —lo repitió a propósito y dejó que vibrara en su lengua—. Señora Rue Hilliard, según entiendo. —Extendió el brazo, posó los dedos debajo de la mejilla de ella para que girara su rostro hacia él. Sus ojos verdes brillaban; hielo contra un amanecer invernal —¿Casada o viuda?

Era el único objeto bello de la habitación. Era fuerte, poderoso e insondable, sus facciones apenas arrugadas a pesar de todos los días de viaje. La palma de su mano se sentía cálida contra sus mejillas y su dominio también se extendía hasta allí, contenido en una mera caricia. Pero Rue no se dejó engañar. Detrás de esa mirada invernal yacía el peligro. Había una criatura primitiva que esperaba el momento del ataque.

—Ninguno de los dos —dijo finalmente—. Lo decidí así.

—Bien. —Su mano comenzó a deslizarse hacia abajo, seguía la línea de su garganta—. Porque no soy un hombre paciente y tampoco me gusta compartir. Los divorcios pueden llevar demasiado tiempo. —Aún más abajo, hasta su pecho. Deslizó uno de sus dedos por sus senos—. Y este lugar… me pertenece.

Le dio una bofeteada. Nunca había golpeado a nadie, ni siquiera una vez, pero fue impetuoso e instintivo y lo suficientemente fuerte como para que Kit se balanceara hacia atrás.

—No eres mi esposo. —Quedó contra la cama, atrapada, enfurecida—. Ni siquiera eres mi amante.

Christoff acarició su mandíbula con una mano, sus oscuros dedos sobre su propia piel. Luego, lentamente, pestañeó y sonrió… Una sonrisa apenas perceptible pero escalofriante, llena de ironía o amenaza, o ambas.

—No —dijo con ese calmado tono de voz—. No esta noche. Pero mañana…

—Vete de aquí.

—Como quieras. —Se dirigió hacia la puerta, pronunció un nombre. Rue oyó que colocaban la llave en la cerradura. Cuando la cerradura giró, Kit inclinó la cabeza.

—Sin duda estás cansada. Te dejaré para que reflexiones… Rue. —En la puerta hizo una pausa, y se volvió para mirarla—. Podrías convertirte aquí, por supuesto.

Pero créeme, no tiene el tamaño adecuado. Y no llegarás ni siquiera al salón.

La puerta se cerró; estaba sola. No necesitaba revisar el sello del marco. Sería totalmente sólido.

Se quedó paralizada del estremecimiento por un instante; respiraba por la nariz y luego giró y golpeó la mesa con un sólo golpe. La parte de arriba se partió pero no se rompió, entonces pateó una de las patas, y sintió el dolor que le provocaba, cómo la madera se quebraba. La mesa se tambaleó y se tumbó hacia un costado sobre el suelo.

Al otro lado de la puerta de hierro, seguramente habría risotadas.

Kit le dio sólo una noche.

Si lo analizaba estrictamente, no fue ni siquiera una noche entera porque cuando el coche pasó por la entrada de Chasen Manor, ya era más de la una de la madrugada. Pero una hora menos no le pareció nada significativo a Kit, y menos cuando yacía despierto en la oscuridad, dando vueltas en la cama. Podría haber dormido, no estaba seguro. Si soñaba, de todos modos sería con ella.

Una sola noche para que decidiera, para que considerara las circunstancias. Una noche para que el concejo y la guardia se dispersaran y volvieran a sus aposentos, para que, en la quietud de esas horas antes del amanecer, calmaran la excitación que les había provocado el triunfo por la captura, la preocupación del diamante.

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