El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Se sentía aturdido y frío. Esa fue su primera impresión de la vida después de años, siglos: el mundo era un duro lugar ártico, y necesitaba algún tipo de defensa contra eso. En la cima de ese pensamiento algo pequeño y cálido estaba contra él, algo dulce, femenino y maravilloso.

Abrió los ojos. Todo estaba oscuro y de colores corrientes, ladrillos de color granate y granito de color beige y miel.

Estaba vestida de azul. Dormía con un brazo debajo de la cabeza y su cabello consistía en cálidos rizos, castañas lustrosas sobre su rostro y sus hombros. Tenía un chal blanco arrugado contra el pecho.

Su mente luchaba por recordar un nombre.

Ratoncita.

Rué.

Esposa.

Había un farol cerca de las faldas de ella. La luz parpadeaba, casi se apagaba. Sin embargo, le mostraba el color rosado madreperla de sus labios, las curvas oscuras de sus pestañas que se extendían con suavidad contra su piel, el hueco tierno de sus dedos por debajo de su mentón.

Era la criatura más absolutamente bella que había visto jamás.

Sentía una paz de cansancio mientras la miraba. Se sentía como si pudiera dormir ahora y nunca más preocuparse por sus sueños.

La luz sobre ella se acrecentó. Se templó e iluminó hasta que pudo distinguir cada cabello, cada pestaña suave y el ligero oscurecimiento de su pómulo que al principio había peada con un color verde, púrpura y azul. Estaba lastimada.

Se había magullado.

Una nueva sombra filosa se abría por el piso. Kit intentó levantar la cabeza pero se dio cuenta de que no podía. La emoción comenzó a recorrerlo… Estaba lastimada, lo necesitaba y la sombra había trepado hasta su vestido. Debía protegerla…

Había hombres alrededor. Se movieron con pisadas sigilosas y la rodearon, murmuraban palabras en voz baja y monótona, lo miraban a él, a ella y hacían gestos.

Ella comenzó a despertar. Sus ojos se abrieron; parpadeó una vez. Él encontró la fortaleza para levantar la cabeza y desplegar un ala, pero ya se habían precipitado hacia ella. La arrastraron alejándola de él con un suave grito de reproche y le pusieron una capucha en la cabeza. Él abrió la boca y estuvo a punto de lograr matar al hombre que estaba más cerca, pero el bastardo se movió del lugar en el último momento y siguió a los demás mientras la apartaban de él, lejos de las sombras y hacia un resplandor que no toleraba mirar.

La ira lo sacudió. Intentó ponerse de pie de un salto para seguirlos pero también fue inútil. Todo lo que podía hacer era estar furioso y preocupado. Su cuerpo era un nuevo enemigo que no le obedecía, que no la seguía a ella ni destruía a los hombres que se la robaban.

De todas maneras lo intentó. Gruñó y trepó hasta ponerse de pie. La agonía golpeaba su sangre hasta que la oscuridad lo dominó en un silencio atroz y cayó.

***

A ella la llevaban a escondidas en un coche absolutamente verdadero, o eso parecía. Se sentía verdadero, con las sombras del traqueteo, ventanas de las que provenía cierta corriente de aire y una rueda izquierda que producía un sonido metálico ensordecedor y se quejaba con cada surco del camino. Pero ella nunca vio nada de esto, ni las sombras, ni las tablas del suelo, ni los hombres apretados a su alrededor. Todo lo que Rué podía ver era una negra tela de algodón. Y todo lo que podía oír era la lluvia.

El agua azotaba Far Perch, tamborileaba con firmeza contra las ventanas del cuarto que la retenía hasta que el viento saltó de dirección y el bajo estruendo constante retumbó desde el otro extremo de la casa. Desde la posición en la que la habían dejado sentada en una silla, pudo identificar los latidos de al menos seis drakones a su alrededor. Sin embargo, ninguno hablaba.

Al principio, cuando la empujaron dentro del coche, temió que quisieran ir a Darkfrith en ese mismo momento, a pesar de la tormenta, pero gracias a Dios, tenían más sensatez que eso. Far Perch estaba más cerca y desde luego que era más conveniente. Sin duda el concejo sentía que podía vigilarla allí, al menos por el momento.

Todo lo que necesitaba era que la dejaran sola. Sólo un minuto. Era capaz de estrangularse al quitarse la capucha si debía hacerlo, pero lo haría de todas formas. De alguna manera.

Sus brazos estaban atados otra vez. En esta ocasión, con algo que se sentía como cuerdas de acero. Era imposible relajarse con los puños atados a la espalda y así permaneció en la silla, derecha e inmóvil, escuchando cualquier tipo de detalle revelador que la pudiera ayudar. No había necesidad de adivinar quién la había traicionado ante el concejo; tenía que ser el escribiente. Y no había necesidad de adivinar quién había ordenado que la ataran y la encapucharan.

Parrish Grady llegó y permaneció de pie en la puerta que estaba abierta detrás de ella. Era extraño que no hubiera olvidado su perfume, el alcanfor, el polvo del cabello y la colonia empalagosa.

Entró al cuarto con un primer paso calculado, dio vueltas con lentitud alrededor de la silla y se detuvo delante de ella sin decir una palabra. Rué imaginaba su rostro mientras la examinaba: ojos de párpados pesados, labios estrechos que formaban una sonrisa sarcástica.

Al menos estaba vestida.

Rué levantó la cabeza.

—Señor Grady. ¿Cómo están creciendo sus margaritas?

A pesar de su boca seca, logró exactamente el tono correcto de una burla descortés. Lo oyó expulsar el aliento.

—Se le ha otorgado demasiada libertad, señorita Hawthorne, sin precedentes en la historia de nuestra Comunidad.—Su voz era muy suave—. Se le han otorgado libertades que ni siquiera se le ofrecen a los Alfas, el derecho a vagar, el derecho a cazar dentro de la ciudad, todo por un propósito muy significativo y específico. Y ¿cómo eligió pasar ese tiempo que se le otorgó?

—Vaya, siendo feliz, por supuesto. En especial disfruté bailando toda la noche con el Príncipe Bonnie en la Torre. Me prometió llevarme a Gretna Green justo después de tomar el trono.

Alguien se acercó arrastrando los pies. Oyó el crujir de un papel.

—¿Y también disfrutó mostrándose al mundo? —La voz de Grady, aún suave, comenzó a temblar—. ¿Disfrutó volando a plena luz del día, demostrándole a todo el mundo que los dragones son reales?

Rué dudó.

—No fui yo.

—¿No? Permíteme informarte. Tal vez disfrute de esta columna del Evening Standard del lunes pasado: «Un monstruoso dragón blanco, con temibles garras y alas, se bañó en oro puro, secuestró a un hombre y se lo llevó hasta el cielo, para gran consternación de nuestra buena ciudadanía. Cinco hombres fueron testigos también de que echó una llamarada intensa sobre la Sagrada Iglesia de San Agustín».

—El «Standard» es un periodicucho —se defendió después de un momento—. Apenas eché fuego.

Una vez más se oyó el papel, más crujiente que antes.

—El Evening Standard sólo es uno de los siete periódicos que relatan la historia.

—Muy bien, entonces, no era yo solamente —se corrigió con una calma falsa—. Tengo más sensatez que eso. Su marqués comenzó todo el desorden; él salió volando primero. Yo sólo intenté salvarlo. Pero es una idea muy buena: en lugar de acercarse a él como una persona sensata, ¿por qué no lo encapuchan y lo atan y ven cuánto lo agradecerá?

La voz de Grady tomó un nuevo matiz de ira.

—¿Imagina que tiene gracia que la encuentren en este desastre, señorita? ¿Imagina que trataremos esto como una broma de niña y la dejaremos ir con un tirón de orejas?

—Me imagino —respondió Rué—, que cuando el Alfa descubra lo que me han hecho, pagarán en el infierno, señor Grady.

—El marqués de Langford está indispuesto, como bien debe saber. Tal vez para siempre. Tiene una herida bastante desagradable en la pierna.

Por primera vez, un golpe de temor verdadero la recorrió.

—¿Dónde está? ¿Qué han hecho con él?

—¿Que qué hemos hecho con él? Nada. Parece no poder salir de su estado de dragón. Por supuesto no podemos moverlo. Mientras permanezca como está, se encontrará más seguro en el depósito.

Su mente corrió deprisa. ¿Sabían sobre el diamante? Si les contara, ¿se lo quitarían? Intentaba recordar dónde lo había visto por última vez en aquellos segundos antes de que la cegaran… Creía que la piedra había estado debajo de él…

—De todas maneras, la llevarán a Darkfrith con la primera luz del día. Ha demostrado ser un gran incordio para la Comunidad. Se retirará a Chasen y esperará su boda allí. Muchos de nosotros preferiríamos sin duda que fuera castigada de manera más apropiada, pero como reproductora es muy valiosa para destruirla. —Comenzó a desplazarse hacia la puerta—. Si el marqués de Langford no sobrevive, te casarás con el próximo hombre en la lista de los Alfa. —Hizo una pausa—. Sea quien sea.

Tuvo que calmar su respiración. Debía controlar su pulso. Estarían observando su cuerpo. Buscarían cualquier signo de debilidad.

—Buenas noches, señorita Hawthorne —saludó Grady en voz baja—. Que descanse bien.

No durmió. Apenas podía sentarse encorvada, mucho menos podía relajarse para dormir. Intentó reclinarse hacia atrás en la silla lo suficiente como para esconder las manos, para que los dos hombres que quedaban en el cuarto con ella no vieran cómo giraba lentamente las muñecas con una inexperiencia penosa. Las torcía para liberarse de las cuerdas.

Sin sus manos libres, no podía acomodarse las faldas. Sin importar cómo se moviera, la incomodaban por debajo de las piernas. Se plegaban en una curva a la altura de la columna que parecía imposible de estirar.

Ahora estaba cansada. Su cuerpo se entumecía y agarrotaba en nudos. En la mente se arremolinaban las preocupaciones. Dejó caer la cabeza. La capucha se había humedecido por la respiración; olía de manera desagradable a tinte fresco. Se preguntaba si lo habrían preparado especialmente para ella.

Alguien hablaba bajo la lluvia. Giró la cabeza pero no pudo descifrar las palabras; provenían del otro lado de las paredes del cuarto. Los hombres alrededor de ella cambiaron de sitio. La puerta se abrió. Un solo sonido de pisadas rozó el suelo.

—El concejo se ha reunido en sesión de emergencia —dijo un hombre.

—¿Qué? ¿Ahora? —El hombre a su derecha se movió—. ¿Otra vez?

—Sí, Grady me envió para convocarlos.

—¿Y ella? —preguntó el otro guardia.

—Será rápido. Me quedaré con ella.

—No…

La voz se endureció.

—Sesión de emergencia. Tiene algo que ver con Langford. Deben ir ahora.

—Está bien. —Los dos hombres pasaron al lado de ella, haciendo crujir el suelo mientras se dirigían a la sala. La puerta se cerró.

—Seas quien seas —declaró Rué en voz baja hacia el cuarto—, esa fue una maldita excusa poco convincente. Pronto regresarán.

—Lo sé.

Unas manos hurgaron detrás de su cuello; ella giró la cabeza para ayudarlo a soltar las ataduras. La capucha se aflojó, se la quitaron de la cabeza y Rué respiró profundamente por primera vez en horas.

El joven escribiente se arrodilló delante de ella. La peluca se le corrió hacia atrás para mostrar una línea de cabello rubio castaño. Frunció el ceño. Sus ojos eran gris oscuro y se mostraban inquietos detrás de las lentes.

—¡Lo siento! —espetó—. ¡No lo hubiera contado!

Pero había alguien más conmigo que… también te vio…

—Está bien. —Se puso de pie y se alejó de él mientras se estiraba y prolongaba los brazos por detrás—. Ábreme una ventana, por favor.

Asintió con la cabeza y se dirigió a la más cercana. Rué se acercó y se detuvo a su lado. Observó cómo trabajaban sus dedos y se liberaba la traba. El viento y el aire húmedo corrieron hacia ellos como la respiración de Dios; nunca pensó que se sentiría tan contenta de sentir la lluvia.

El escribiente la miraba. Sus gafas comenzaron a empañarse. Se las quitó de un tirón con nerviosismo y las frotó con la manga.

—No te perdonarán esto con facilidad —le dijo ella.

—No.

Rué le sonrió.

—Gracias.

—Yo… bueno… —Y comenzó a ruborizarse.

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