El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Estaba herido y sin aliento, pero al menos estaba seco. Cuando se convirtieron, todo había quedado atrás, incluso el agua.

Una sombra cubría el torso de él, esbelto, deslizándose. Rué había brincado alto para salir del foso, y había quedado suspendida por un milagroso momento infinito en la noche antes de aterrizar delante de él. Sus garras derrapaban surcos en el césped. Escupió el diamante en el suelo cerca de los pies de él y se convirtió otra vez. El humo se volvió una mujer contorneada por las estrellas. Se sentó junto a él y plegó las rodillas contra el mentón.

Los gritos de la exhibición alcanzaron una nueva altura.

—Desearía tener comida para ellos —dijo ella después de un momento, apenas audible bajo el clamor.

—Prueba con los monos —dijo él—. Es probable que sean deliciosos.

—¡Dios mío! —De repente, se le acercó y le puso las manos sobre la pierna—. Estás sangrando.

Lo estaba, la herida se veía bastante mal, un líquido oscuro corría por su pantorrilla, las marcas de la mordida del cocodrilo perforaban hileras de pequeños círculos prolijos en su carne. Ante sus ojos, la sangre goteaba sobre sus dedos y borbotones de color escarlata goteaban por sus manos.

—Conviértete. —Ella lo miró con ojos insistentes—. Debes convertirte ahora para controlarlo.

—Aún como dragón sangraré —resaltó.

—En humo —dijo ella—. Te volveré a encontrar en Far Perch.

—No, ratoncita.

—¡No seas tonto! No podemos arreglar esto aquí. Convertirse en humo es lo único que te ayudará.

Si él fuera humo y ella dragón, ella tendría todo el poder real. Podría volar casi a cualquier parte de esa ciudad a la que llamaba hogar. Podría hacer casi cualquier cosa. En especial, porque sería el dragón que llevara a Herte.

—Te seguiré —dijo Rué—. Lo juro.

Sus manos aún presionaban con fuerza la pantorrilla de él, intentando contener la hemorragia. Sus labios descendieron en ese arco familiar y simpático.

Ella había pensado en nosotros.

Kit se inclinó hacia adelante, sacó el diamante y lo colocó en las manos de ella.

—Vuela alto. Es menos probable que te vean de ese modo.

—Lo haré.

Aún mientras mantenían la mirada, él se hizo humo ondulándose en la noche.

Capítulo 12

A RUÉ siempre le había parecido que Londres era una ciudad diseñada exactamente para ella, incluso para su clase. Desde sus primeros años allí se había adaptado con facilidad a su ritmo, en la red de trabajo de las calles, en la alta costura deslumbrante, en la comida gourmet, el servicio doméstico y en los entretenimientos como Vauxhall y Heymarket. Su propio secreto casi nunca había presentado un verdadero problema para su papel de la joven viuda Hilliard, pero a pesar de los placeres de su vida urbana, había una cuestión que nunca había podido resolver. No podía permitirse enfermar. No podía permitirse llamar a un médico. Nunca.

El drakon vivía y moría alejado de los Otros por innumerables razones; en la enfermedad, sus Dones se volvían peligrosamente impredecibles. Había oído que los miembros de la Comunidad que eran presos de la fiebre se convertían de manera incontrolada, cambiaban de dragón a humo, a humano, a dragón, todo el tiempo, sin despertar. Algunos hasta demolieron habitaciones. Un hombre arrasó su cabaña casi por completo dejando a la intemperie a su esposa y a sus cuatro hijos, hasta que el viejo marqués les dio albergue. Se necesitaba una enfermedad poderosa para humillar a un miembro de la Comunidad, pero una vez que la fiebre los atacaba, las consecuencias podían ser rápidas y desastrosas.

La idea la había atemorizado de una manera tan intensa que la única vez que se había contagiado de paludismo desterró a todos de su casa. Les dijo que era tifus y los envió a

Bath por quince días. También cambió las cerraduras. Por Zane. Por si acaso.

Far Perch era una prisión mucho más lúgubre, aunque más sofisticada que su propio hogar. Sin la presencia distante de los caseros del marqués, sin el concejo ni los guardias, Rué caminaba sola por los pasillos lustrados, sin importarle los candelabros de pared ni las lámparas, ejercitando el silencio mientras Christoff dormía arriba.

Era de día y bastante temprano. El hecho de que él aún estuviera dormido no era preocupante.

Lo había seguido hasta aquí, tal como le había prometido. Le había entregado el diamante, aliviada y arrepentida por dejarlo escurrírsele entre las manos. Vierte era especial, sin duda. Sostenerlo era como sostener un trozo frío del arco iris, algo tan extraño y mágico que parecía imposible de contener. Derramaba vida por su sangre, impregnaba de felicidad donde tocara su piel. Sin embargo, no valía su libertad. Por ello, la noche anterior se lo había devuelto, se aseguró de que se limpiara la pierna y se la vendara y luego, se retiró.

Aún estaba sobre la mesilla de noche de Christoff cuando ella se levantó esa mañana. Había espiado al pasar por la puerta para verlo titilar, una tentación silenciosa; junto a él, Kit era una sombra gris azulada que respiraba constante y superficialmente en la cama. Sólo pudo vislumbrar la caída del cabello rubio por la almohada.

Pronunció su nombre. Él no despertó. Cerró la puerta y se fue sigilosamente.

Sin embargo, no podía terminar de decidirse a marcharse. Lo pensó. En realidad, fue hacia la ventana del salón que Zane había utilizado y jugó con el pestillo, abriéndolo y cerrándolo, antes de vagar por la cocina. Encontró una cuchara de madera en uno de los cajones y quebró la manija. La llevó de nuevo hacia la ventana para atascarla entre la cerradura y el marco.

El cielo del otro lado del vidrio se volvía sin límites de un azul impecable. Una ardilla colorada corría por el sendero a pasos agigantados, casi volando con prisa por alcanzar un olmo cercano.

El estómago le retumbaba.

Volvió a la cocina, puso a hervir una olla de agua para la lata de avena que encontró. Tragó cada bocado con un escalofrío. Odiaba la avena. Pero era eso, o los encurtidos, o el bacalao.

El cocinero le hubiese servido salchichas ahumadas para el desayuno. Cruasanes mantecosos. Melón fresco y zumo y café con leche dulce e hirviendo.

Rué raspó lo que quedaba de la fría avena en el cuenco y lo tiró en un lavabo, junto con la cuchara rota. Subió las escaleras de vuelta hacia la alcoba del marqués.

Se encontraba tendido de lado, abrazando una almohada con un brazo y con el cuerpo hundido en la profundidad del colchón de plumas. Ella lo observó por un largo momento secreto: el contorno perfecto de su rostro, la forma de las manos, los dedos largos relajados en una curva contra el lino.

No debería ser posible que un hombre fuera tan hermoso. No debería ser posible que la hiciera sentir como lo hacía, cómo desplegaba un hechizo que hacía que Herte pareciera pequeño en comparación.

—¿Te gustaría venir conmigo?

—¡Vaya! —Sus ojos volaron hacia los de Kit, ahora abiertos, que la miraban con un interés soñoliento. Rió un poco, avergonzada—. Estás despierto.

Se incorporó contra la cabecera y las almohadas. El cabello le caía despeinado por los hombros y las sábanas bajaban por sus caderas. Estaba completamente sin ropa de dormir.

—Así parece. —Se frotó una mano por el rostro—. ¿Qué hora es?

—Más de las once.

Miró las persianas, aún cerradas. Ella se dirigió hacia las ventanas y tiró del cordón para dejar caer la luz en bloques sobre la alfombra color azafrán y amarillo pálido.

—¿Cómo está tu pierna?

—Bien. ¿Por qué estás vestida así?

Era un lacayo, desde el chaleco a medida hasta los pantalones lisos de lana. Los botones de latón en los dobladillos destellaban puntos en la luz del sol. Lo único que le faltaba era la peluca, que nunca se ponía hasta que fuera necesario hacerlo. Empolvar pelucas de forma adecuada era el tipo de tarea que podría llevar medio día.

Fue suerte o intuición lo que le hizo llevar ese atuendo en particular en la maleta que había traído de su casa el día anterior. Si estaba en verdad atrapada en Far Perch, no la iban a coger sin su propia ropa. Rué le dio a Christoff un cuadrado de papel pergamino del bolsillo de su chaqueta.

—El conde de Marlbroke organiza un baile de máscaras esta noche. Para esto contratará ayuda adicional. Es una excelente oportunidad para entrar a robar de manera inadvertida.

Levantó la vista de la invitación.

—¿Dónde la obtuviste?

—En tu salón de entrada. Hay una infinidad sobre la repisa de la chimenea, sin abrir. ¿Nunca lees tu correspondencia?

Kit golpeaba la punta de la tarjeta contra los labios mientras la observaba con algo que no era exactamente una sonrisa.

—¿Puedo preguntar por qué tenemos que robar allí dentro?

—Marlbroke —dijo ella y aguardó—. De los Marlbroke de Rotherham. De la fortuna en perlas de South Sea. Lady Marlbroke verdaderamente deslumbra con ellas en cada acontecimiento al que concurre.

—Ah. El fugitivo.

—Precisamente.

—¿Qué te hace pensar que estará allí esta noche?

Se encogió de hombros.

—Le agradan las perlas. La temporada anterior lo sorprendí dos veces cerca de la casa que el conde tiene en la ciudad. No creo que se haya llevado nada todavía. Pero lo desea.

Christoff asintió con la cabeza. La inclinó y recorrió el borde de la invitación con el dedo anular. La luz del sol lanzaba un brillo claro y helado en la habitación. Rebotaba en las paredes y el suelo hasta llegar a él. Destacaba su mandíbula, los pómulos y el cabello. Sus pestañas se elevaron y ella permaneció inmóvil con una mirada verde dorada.

—¿Cómo es?

—Cómo le dije a Mim. Pelirrojo, alto. Guapo.

Hubo una pausa de un instante.

—¿Guapo? —repitió, absolutamente neutral.

Ella no pudo evitar sonreír.

—Extremadamente. ¿Pensaste que no lo sería?

—Para ser honesto, ni siquiera pensé en eso. —Dejó caer la invitación sobre el cobertor y cruzó las manos alrededor de una rodilla—. ¿Él sabe cómo eres tú?

—Lo dudo. Sólo nos hemos cruzado cuando yo vestía de conde.

Sin embargo, sabría que era una mujer, pensaba Kit. Lo sabría tan pronto como oliera su perfume. Podía vestirse con todos los malditos disfraces que quisiera, podía pasearse en pantalones delante del mismo rey si lo deseaba, pero para otro drakon, su sexo era tan evidente como las cálidas flores pálidas o las largas pestañas negras. O esa suave boca increíble.

Respiró lento, sintió que sus pulmones rebasaban su capacidad y exploró ese dolor. Nunca había imaginado que ella estuviera enclaustrada, no de la manera en la que lo están las doncellas o incluso las esposas atractivas y jóvenes, pero había imaginado que estaría sola. Tal vez no era nada más que su propia soledad la que había contemplado en ella, un parentesco compartido que había derivado de sus fantasías. Pero su Ladrón de Humo no estaba sola. Tal vez no lo había estado nunca.

Había otro que había volado como ella, que vivía como ella, en las sombras, al margen de la sociedad. Incluso le había dicho todo al concejo. ¿Por qué nunca antes había considerado las consecuencias?

—¿Nunca se acercó a ti? —preguntó, y escuchó el escepticismo de su propia voz—. ¿Nunca en todos estos años?

—No —respondió ella con ironía—. Imagino que piensa que estoy con la Comunidad. Tal vez una espía enviada para atraparlo. ¿Por qué más me permitirían estar sin restricciones en Londres?

—Entonces os esquiváis el uno al otro.

—No es difícil. La ciudad ofrece un territorio extenso para ambos.

Territorio extenso. Los dos, delimitando a la perfección las calles y los distritos como los más finos cohortes, codeándose en los límites.

—Sus ojos son azules —agregó con indiferencia, apoyándose contra la columna de la cama—. Azules como los lagos de la montaña.

—Un dios entre los hombres, sin duda. —Kit abrió las sábanas, sin importarle cubrirse mientras saltaba de la cama de roble macizo. Rué no se movió; él sintió un fuerte mareo extraño cuando sus pies tocaron el piso. Tuvo que detenerse por un instante y equilibrar su peso.

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