El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Lo encontró cerca de los monos. Estaba de espaldas a ella; sentado y encorvado contra las verjas que separaban a los humanos de las criaturas enjauladas. Arrojaba maníes de una bolsa dentro del corral, de a uno por vez. Las cáscaras ensuciaban la gravilla que estaba a sus pies. Los monos con cara de melocotón se empujaban unos a otros en un embrollo hábil y elástico para coger los obsequios. Por un rato, ni siquiera la vieron, de pie y en silencio en un árbol que interrumpía el sendero del predio.

Uno de los maníes golpeó uno de los barrotes y rebotó de nuevo hasta él. Zane se agachó para recogerlo y lo colocó directamente en una ansiosa mano marrón. Después, volvió a sentarse encorvado contra la verja y comenzó a lanzarlos otra vez.

Rué se acercó. Los monos abandonaron su búsqueda de maníes de inmediato y comenzaron a chillar. La cabeza del joven se levantó. Le colocó una mano sobre el hombro y él se alejó de una sacudida, como si lo hubieran quemado. Dio un giro con la bolsa en su puño.

—Vamos —le dijo ella debajo del ruido—. No puedo permanecer aquí.

Sin esperar que él la siguiera, se retiró por el sendero, encontró un espacio abierto y vacío delante de una jaula abandonada ladeada en el lodo. Aún tenía heno de color amarillo decolorado amontonado en los rincones.

«JAGUARUNDI. UN CAZADOR PEQUEÑO PERO MUY FEROZ».

Rué recordó el gato musculoso y rojizo de su patio y le echó una mirada medida al joven que se encontraba detrás de ella. Él se la devolvió de manera hosca.

—Has hecho algo muy tonto —dijo Rué—. No creo que sepas cuan tonto.

—¿Por qué? ¿Porque él lo dice?

—No, porque yo lo digo. Agitaste un avispero de rencores, sin mencionar que nos dejaste a ambos expuestos a las preguntas de las autoridades y a cierta parte de mi pasado por la que he trabajado duro para eludir.

—Langford —se burló Zane.

—Lord Langford es el menor de tus problemas. —Vio a una madre con su hijo que pasaban por allí, el chico hablaba en voz alta y excitada acerca de los leones y de los osos. El niño estaba vestido en terciopelo verde y tenía rizos; su madre le sonreía con ternura. Rué esperó hasta que pasaron—. Ninguno de nosotros carece de familia, Zane, ni de historias. La mía se topó con la venganza. Se trata de un montón de viejos bastardos despiadados… y están absolutamente concentrados en ese diamante que birlaste.

Zane inclinó la cabeza y tomó un maní de la bolsa. Quebró la cáscara entre sus dedos. No le importaba negar su acusación.

—Ya no lo tengo.

—Lo sé —contestó con cuidado—. Pero ¿dónde está el hombre al que se lo diste? ¿El que es como yo?

Detuvo el movimiento de sus dedos.

—Puedes contármelo —murmuró ella, aún con cuidado—. No estoy enfadada.

—Él tampoco lo tiene.

Ella sonrió.

—Lo sé, Zane. Yo lo tengo. Mejor dicho lo tenía. El diamante está de nuevo donde pertenece.

—¿Lo… encontraste?

Bajó la mirada hacia el sendero a propósito, hacia el fondo del parque en el que estaban los cocodrilos. El joven aclaró su garganta. Sus ojos amarillos de lobo parpadearon, sólo una vez, antes de que bajara la mirada de nuevo.

—Pensé que te alegraría —susurró él, y por primera vez desde que lo conocía, sonaba acorde a su edad.

—¡Un diamante de noventa y ocho quilates! Por supuesto que sí. Serás un esposo maravilloso algún día, querido mío. Sólo fue mala suerte que ese diamante en particular se acuñase en mi pasado.

Su mirada se elevó hasta la de ella otra vez.

—¿Dónde está el hombre? —insistió Rué—. En verdad, debo saberlo.

Dejó caer un maní en la tierra y lo rompió con el tacón de su zapato.

—Él te llevará. ¿No es cierto? Langford. Hará que te quedes con él. Te volverá a llevar a ese lugar con todos esos viejos bastardos.

—Sí —respondió.

—¿Yo hice que sucediera esto? —le preguntó con la voz forzada.

—No. Tarde o temprano hubiera sucedido de todos modos.

Bajó la mirada a la jaula vacía, pero en cambio, veía el bosque, observaba Chasen y las colinas color esmeralda.

—Lo siento —dijo Zane.

Ella forzó otra sonrisa, se dirigió hacia él y acercó su escasa calidez. Se sintió menudo como un gorrión. Los huesos de sus omóplatos quedaron dolorosamente escuálidos.

—No es tu culpa, niño. Si no hubieras sido tú, créeme, habría sido otra cosa.

—No soy un niño —dijo con vehemencia alejándose de un tirón. La miró con las mejillas en llamas.

—No es tu culpa —repitió Rué, inmóvil—. Dime dónde está el hombre.

Respiraba con mucha agitación, miraba con enfado hacia el sendero, con el cabello aleonado desatado y los brazos rígidos a los costados. Los maníes de la bolsa comenzaron a caer al suelo. Dejó caer todo y lo pateó a los arbustos.

—Zane.

—Lambeth. El anfiteatro.

El anfiteatro Collins. Los jardines del placer, las fuentes, los espejos, un despliegue de fuegos artificiales cada tercer fin de semana del mes, uno de los lugares más públicos y populares de la ciudad. Rué se echó hacia atrás mientras lo miraba. Zane se encogió de hombros y frunció el ceño.

—Es verdad. Dice que le gustan los espectáculos de fuego.

—Bien, ve a casa ahora. Te ves cómo el demonio. Y hagas lo que hagas, mantente lejos de Far Perch. Volveré cuando sea seguro.

—Con él.

Zane había girado la cabeza hacia la entrada oscura y frondosa del camino donde ahora estaba de pie Lord Langford esperando, frío y apuesto, hecho todo un aristócrata en un satén espléndido color gris peltre. Golpeteaba el sombrero Nivernois contra su muslo, sin quitar la vista de Rué en ningún momento.

—Sí, con él. La vida es un cambio constante, amigo mío. Pero recuerda esto: siempre haré un lugar para ti, no importa donde esté. —Sonrió y se puso la palma de la mano en el corazón—. Ahora estamos unidos, lo sabes.

—Lo sé —dijo él muy tranquilo.

Rué se marchó. Caminó hacia el marqués. Después de unos pasos, se detuvo y miró hacia atrás, al joven.

—¡Ah! ¡Zane! Hay una gran cantidad de bosques magníficos justo fuera de la ciudad. No me importa cómo lo haces o si lo haces, pero aclaremos esto: no quiero una horda de monos ensuciando mi casa.

Capítulo 18

LLEGARON por etapas. Los guardias llegaron primero y deambularon por los jardines en cantidades desiguales, disfrazados de marineros, lacayos y fabricantes de velas, la columna vertebral de la ciudad.

Después, llegó el concejo que se instaló en la desprestigiada taberna de Delilah House cerca del centro del parque como una compañía alegre de empleados que disfrutaban de la cerveza y el gin al final del día.

Y por último, el marqués y Rué, dando vueltas por el anfiteatro Collins y Pleasure Gardens simplemente como… ellos mismos. Bueno, Christoff era él mismo. Rué, vestida de seda, encaje y costosos zapatos italianos, no estaba segura de quién se suponía que era. Ni el Ladrón de Humo; ni el conde sin duda, tampoco la discreta viuda Hilliard. Esta noche estaba vestida con tanta elegancia como cualquier dama del reino las faldas eran verde manzana con aros amplios y opulentos sobre enaguas acolchadas, la peluca estaba envuelta en rizos marfil que caían desde sus hombros hacia la parte de atrás de su capa de crepé color crema. El polvo y el colorete cubrían lo moratones de su mejilla.

Sólo una cosa la diferenciaba visiblemente de las dos mujeres más nobles que estaban cerca: Rué no usaba joyas, ni siquiera un anillo.

Su único adorno era una cinta de terciopelo negro alrededor de la garganta.

Christoff la ayudó a atarse la cinta en el coche. Inclinó la cabeza hacia la de ella dejando que sus dedos le rozaran la nuca con una caricia lenta y exploradora de su mano que subía y bajaba por su columna. No la besó. Ella lo hubiera deseado, incluso giró su mejilla hacia la de él, piel suavemente afeitada, sándalo pero él sólo se acomodó en el otro asiento cuando terminó y la observó en silencio con los párpados caídos.

Kit también vestía ropa de noche, un cazador aparentemente relajado en un brocado dorado pálido y un linón sin peinar, con un brazo estirado en el respaldo del asiento. La ayudó a bajar del coche con la mayor de las cortesías, la llevó a través de las intrincadas puertas de hierro forjado de los jardines a un paso tan lento que Cid, que se encontraba detrás de ellos, casi le pisa el dobladillo del vestido. Los abanicos comenzaron a abrirse, las cabezas comenzaron a girar. Christoff sólo miraba con tranquilidad hacia adelante con el brazo de ella en el suyo, llevándolos a ambos a las profundidades resplandecientes de los jardines.

El anfiteatro era el centro hundido de los terrenos, una cavidad de piedra romana ahuecada en la tierra rodeada de árboles y flores, y llena de agradables recovecos solitarios para los amantes, o los bandidos, o para ambos. Collins era muy conocido por su multitud de fuentes y espejos destellantes —y sus bebidas alcohólicas— donde cualquiera con un chelín para gastar podía pasear admirando las luces y los chorros de agua que con frecuencia se pasaban de sus marcas. De vez en cuando, las damas lanzaban pequeños gritos al evitar las salpicaduras huyendo de los brazos de sus compañeros.

Era un lugar que estaba al borde del decoro en el mejor de sus tiempos. Sin embargo, esa noche era el último viernes de un abril muy húmedo; después del atardecer habría un espectáculo de fuegos artificiales y bengalas.

Años atrás, a Rué le había resultado un provechoso terreno de pruebas para perfeccionar sus habilidades, para inspeccionar, para rastrear, para un roce hábil sobre un bolsillo o una muñeca. El estruendo de los fuegos artificiales ofrecía una protección muy efectiva contra el ruido de los senderos de pedrezuelas.

Tal vez el otro fugitivo lo disfrutaba por las mismas razones.

Se acercaron al círculo externo de los jardines con camelias y acacias iluminadas por antorchas y un dosel de flores de sakura japonesa color rosado que se arqueaba de manera maravillosa por encima de las cabezas, aún vaporizado con las gotas de la lluvia.

—Levanta el mentón —susurró el marqués mientras sonreía y hacía un gesto con la cabeza a una pareja que pasaba—. Deja que te vean.

—No sé por qué crees que esto va a funcionar —le contestó para luego quedarse en silencio. El sendero estaba salpicado de flores de cerezo; el perfume marcaba cada uno de sus pasos—. Hubiera sido mucho mejor ser cautelosos. Nos descubrirá de inmediato.

—Sí. A nosotros, pero no a los demás.

Contaba con eso. El único encuentro de Christoff con el fugitivo insinuaba que sus habilidades como drakon eran bastante limitadas. Rué dijo que no se había percatado de su presencia como lacayo en el salón de baile; el mismo Kit había notado una marcada carencia de energía a su alrededor aquella noche en el baile de máscaras, incluso cuando estaba de pie al lado de esa sutil fuerza armónica que era Rué. Por ello, le mostrarían al fugitivo lo que no podía sentir, que Christoff y su compañera estaban al acecho, a la vista de todos; una distracción evidente mientras los demás se acercaban.

Ahora también sabía su nombre. Tamlane Williams. El padre de Kit lo había capturado dos veces de joven antes de que se ahogara en el río Fier.

Al igual que Rué.

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